lunes, 2 de noviembre de 2015

EL CRUCERO (y XI)




Capítulo XI
Fantasía convertida en realidad.

                                                                     Una semana después



Fantasía que volvió a la realidad una semana después, cuando mi mujer, tras repasar la ropa que yo había llevado en la maleta para el crucero, encontró en uno de los bolsillos del tejano algo que yo había olvidado por completo. Me dijo mientras me lo entregaba:
“Esto estaba en uno de los pantalones. A lo mejor te sirve. Mira a ver. Pues tras lavarlos ha quedado algo arrugado.”
Cogí lo que me daba y vi que, aunque dobladas y un tanto desdibujadas, eran las dos entradas de la Catedral de San Juan de La Valeta que me dio el profesor de arte jubilado al salir del templo, tras contemplar la Decapitación de San Juan Bautista. Sonreí de buena gana al tenerlas en mis manos, pero la sonrisa se me heló en los labios cuando al desdoblarlas vi en el dorso de una de ellas escrito a bolígrafo en letras mayúsculas:
BAUTISTA SANTOS JUAN
CALLE DEL OLMO, 38, BAJOS, BARCELONA
Y debajo esta frase enigmática:
“Por si acaso.”
Por si acaso. ¿Por si acaso qué? Y me contesté a mí mismo:
“No pierdes nada con hacerle una visita. Además, se lo debes. Menuda noche le diste. Me refiero a la última. Y el día del desembarque se lo pasó el pobre en la consulta del médico. Se lo debes, Sebastián Cárdenas.” Me salió de dentro el nombre del crítico de arte con el que el pobre enfermo de esquizofrenia me había confundido. 
Y en la primera ocasión que tuve, no quería decirle a mi mujer que pensaba hacer una visita a aquel hombre, me acerqué al domicilio escrito al dorso de una de las entradas. Fue un día de junio, caluroso en demasía, en que fuimos los dos a Barcelona para hacer ella unas compras y yo consultar algunas librerías en busca de un libro que deseaba tener (eso le dije, cuando lo que pensaba hacer era visitar a Bautista Santos). Cogimos el metro en Rocafort y bajamos en Plaza de Cataluña. Ella se quedó por Pelayo y alrededores y yo bajé Rambla abajo hasta Colón. Allí pregunté por la calle Olmo y di enseguida con ella. Llegué hasta el número de la dirección y llamé al timbre de la puerta. Mientras acudían a abrirme pensé la manera de iniciar la conversación con el profesor jubilado en cuanto lo tuviera delante. Lo hizo su mujer, que al verme dio un respingo y mudó de semblante.
“¿Usted, aquí?”, preguntó con un tono de reproche.
“Me gustaría hablar con… ¿está su marido?”, logré decir entre titubeos.
“¿Ahora quiere hablar con él?  Ahora no está. No está en casa. Está… está…”
Me asusté.
“¿No habrá…
“¿Qué quiere decir? ¿Muerto?
Asentí.
“Peor aún que si hubiera muerto”.
Me apoyé en la fachada.
“¿Pues qué le ha pasado?”
“Pase. Es mejor que hablemos dentro.”
La seguí hasta un pequeño comedor. Allí me invitó a sentarme.
“No, gracias”, dije. “Sólo venía a hacerle una visita a su…”
“Como quiera. Pero dígame, ¿cómo sabe dónde vivimos?”
Pensé unos instantes.
“Su marido me dejó escrita esta dirección al dorso de una entrada del Museo de La Valeta, de la Catedral de San Juan, el día que me mostró la pintura de…”
“No, no siga. Ya lo sé. La pintura de Caravaggio. ¡Ay, Caravaggio! ¿Cuándo acabará esa historia? De acuerdo, ha venido usted a verlo. Una vez aquí no puedo hacerle un desaire. Como usted le hizo a mi… al pobre Bautista. ¿Quiere saber qué le ha pasado? Se lo diré. Ya llegó a Barcelona del crucero muy malito. No tuve otro remedio que ingresarle en una residencia psiquiátrica. Está muy bien atendido. Yo voy a verle dos veces a la semana.”
“¿Cómo está?”
“Está simplemente. Ya no habla. Se limita a mirarme, pero no me dice nada.”
“¿Qué le han dicho los médicos que lo tratan?”
“Nada. Tampoco me dicen nada. Bueno nada nuevo desde su ingreso. Que algún día puede que vuelva a ser él, que su cuadro cerebral es complejísimo o algo parecido.”
Me quedé sin habla y bajé la vista a las baldosas del suelo. Finalmente, pensé que ya no hacía nada allí y di dos pasos hacia la puerta de la calle. Me giré hacia la mujer.
“Le ruego, señora, que si puedo hacer algo por ustedes, no dude en pedírmelo.”
“Nada, gracias”, y me acompañó hasta la puerta. La abrió y con los ojos llenos de lágrimas me dio la mano en señal de despedida. Mientras se la estrechaba saqué de mi bolsillo una tarjeta con mi dirección postal, el teléfono y el correo electrónico y se la di. La cogió y, antes de salir a la calle, le dije señalando mi tarjeta:
“Por si se le ocurre algo. Ah, y déle un abrazo de mi parte a su marido la próxima vez que vaya a verle.”
Asintió con la cabeza y yo busqué la calle más cercana para salir de nuevo a la Rambla. La crucé en Portaferrisa y por otro par de calles llegué hasta la trasera de La Hormiga de Oro. Tenía tiempo para buscar el libro que deseaba. En la librería del Portal del Ángel no estaba, pero sí en la sección de librería de El Corte Inglés, situado en la misma acera un poco más arriba dirección Plaza Cataluña. Antes de encontrarme de nuevo con mi mujer a la hora convenida delante del Zurich, me dio tiempo de echarme al coleto una cervecita fría. Mi mujer apareció con un par de bolsas un cuarto de hora más tarde y, ya empezaba a irse el sol y los estorninos a pintar de nubes grises movedizas el cielo de la gran Plaza, cuando cogimos el metro de vuelta. No pude aguantar mucho tiempo sin decirle que había intentado visitar al profesor esquizofrénico del Fantasía. Mi mujer no se asombró.
“Ya sabía yo que algo te traías entre manos ¿Te dijo dónde vivía?”
“No, pero su dirección la había escrito detrás de las entradas que recuperaste de los tejanos lavados, las entradas que me había dado tras visitar la Catedral de San Juan de La Valeta.”
“¿Y qué te ha dicho?”
“Él nada. No estaba en casa. Su mujer me ha dicho que está internado en una residencia para enfermos de esquizofrenia y enfermedades mentales graves.”
“¿Y para qué fuiste a verlo? No tienes por qué sentirte obligado a nada respecto de él, cariño.”
“No, sólo quería saber cómo se encontraba. Acuérdate de que el mismo día del desembarque estaba en la consulta del médico de abordo y que la noche anterior, según su mujer, la había pasado terriblemente mal. Bueno, no he perdido nada.”
“¿Y el libro que buscabas? ¿Lo has encontrado?”
Asentí mostrándole la bolsa de papel donde lo llevaba.
Algún tiempo después, aguijoneado por el recuerdo del profesor jubilado, escribí un pequeño relato en el que él era el protagonista del hallazgo de un cuadro desconocido de Michelangelo Merisi Caravaggio. Pero eso será en otro momento.
 

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