miércoles, 4 de noviembre de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO. CAUCE VIVO I


LO QUE FALTA SIEMPRE

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Este viaje sentimental, acompañado de la presencia constante del río Duero, no puede empezar en otro sitio que en la ciudad del alma, Zamora, donde nací el 20 de febrero de 1944, al poco tiempo de haber acabado la guerra civil más incivil de todas y a punto de terminar la Segunda Guerra Mundial, ¡menudo  momento para abrir los ojos al mundo! Pero uno no tiene la facultad de nacer cuándo quiere.

“Nací en Zamora la austera,
la enamorada del Duero,
la que cantó el Romancero,
mística, noble y guerrera.”

Aquí, en Zamora, el río Duero se halla en la última fase de su recorrido, digo geográficamente, y así corre por debajo de los puentes, retrata la ciudad, su muralla y sus templos y edificios más emblemáticos, deja atrás las azudas y las aceñas y sigue su marcha hacia los Arribes, para después entrar en Portugal, atravesar el país vecino y desembocar en el Atlántico por Oporto, la última ciudad que le da la bienvenida y la despedida a la vez. Porque biológicamente, a diferencia de nosotros, que lo vemos venir y pasar a la vez mientras estamos vivos y luego ya no volveremos a verlo, el Duero siempre está naciendo en los Picos de Urbión, provincia de Soria, y siempre está muriendo en el estuario de Oporto. ¡Quién pudiera imitarlo! Parodiando a Claudio Magris en su Danubio, el río Duero que corre bajo el Puente de Piedra, imagen que yo veía siempre desde los balcones de mi casa natal, representa a la vez el pasado, el presente y el futuro; “lo que falta siempre, lo que nunca es porque siempre ha sido o será.” Lo que falta por pasar, y lo que nunca pasa del todo porque siempre es a la vez pasado y futuro. Lo dicho.

Durante mi infancia, constituyeron el Duero y sus aledaños el escenario fundamental de mis juegos y aventuras y de ahí que aparezca recurrentemente el río en la mayoría de escritos que evocan mediante la memoria, que es el instrumento más idóneo para arrancar al tiempo (y a la muerte en consecuencia, cuando yo ya no esté) toda la vida posible para salvarla del olvido, que es peor aún que el tiempo y la misma muerte; decía que por ello en la mayoría de mis escritos, en prosa o en verso, aparece insistentemente el Duero, al lado de personajes entrañables como el Tío Tizas, un viejo y pobre vagabundo que a la llegada del verano asomaba en la arboleda llevando a cuestas su saco y su manta proverbiales.

“Con amor lo recuerdo. Lo quería
como quiero al verano, a la vereda
del río, al puente roto, a la arboleda,
a toda su vital mitología.”

O los simpáticos gitanos, que, como los cantó Lorca en su Romancero, no eran para mí “sueño y bronce”, cuando

“en olvido acampaban junto al río”:
eran llanto acosado por el frío,
hambre de siglos, esposadas manos.”

El ruido humilde de lonas y sartenes acompañaba al Duero en sus susurros. En melancólicos vaivenes, vengo de aquel tiempo y voy a él, y allí vivo los sueños de un pueblo marginado.

El Tío Tizas y los gitanos me recordaban constantemente la pobreza, por no decir miseria, que había dejado la recién pasada guerra civil en su rastro inmisericorde. Y aunque nosotros no éramos, ni mucho menos ricos, teníamos un techo fijo bajo el que dormir y comida diaria segura que llevarnos a la boca. Y aunque éramos niños, mirábamos con ternura y compasión a esos seres marginados.

Otros personajes del barrio del Duero eran, como no podía ser de otro modo, los chicos como yo, los amigos que me acompañaban en mis juegos y aventuras:

“Amigos de mi barrio junto al Duero,
compañeros de magia y aventuras:
hoy, tan lejos de aquellas horas duras,
os reúno en recuerdo duradero.”

Mi recuerdo de ellos va unido muchas veces al sol de las almendras maduras de los tesos, desde cuya altura veíamos pasar el agua azul de nuestro río entre Olivares y sus aceñas, al pie de la muralla del castillo y la catedral, y el soto de San Frontis, barrio vecino al nuestro, y adonde en verano íbamos a bañarnos a las aguas frías y profundas del remanso que formaba el Duero tras dejar atrás los volcados tajamares del antiguo puente romano de San Atilano, aquel obispo del anillo y el barbo, milagro que nos contaba tantas veces nuestro maestro don Andrés. Mi recuerdo va unido a las pinturas que del río hacían los artistas al aire libre desde la cuesta de San Francisco. Mi recuerdo va unido a tantos letreros de Prohibido pasar que nuestra inconsciencia y nuestras ansias de aventuras nunca obedecían, a la molinera y el molino, al vagabundo estival, casi sagrado… Ahora sé a ciencia cierta que nunca han importado la distancia, el tiempo, la prohibición a la nostalgia, porque con ella se puede volver al fiel camino que conserva la esencia del pasado.

Antes mencioné a nuestro maestro don Andrés, verdadero artífice en mostrarnos a nuestro río como un ser vivo y testigo de la historia y el folclore de nuestra ciudad, el Ocellum Durii (el ojo del Duero) de los romanos. Él se encargaba de inculcarnos el amor por todo lo que tuviera que ver con nuestra ciudad, fuera leyenda o fuera historia.

Aunque la escuela en sí, me refiero a su cuerpo físico y transitorio, sujeto al destino que corren las cosas que envejecen y mueren, dejaba mucho que desear. Todo hay que decirlo. La escuela de mi barrio en invierno se convertía en un lugar inhabitable. El frío nos engarrotaba los dedos alrededor del mango de la pluma; además, cuando soplaba fuerte el viento, los cristales de las ventanas tamborileaban más de la cuenta porque la masilla que los sujetaba o bien se había secado y en parte caído, o bien las manos inquietas de algunos de nosotros la habían arrancado recién puesta, todavía blanda, para fijar con ella los cristales redondos de nuestras chapas de ciclistas. Pero cuando llegaban las lluvias era aún peor. A veces el mal tiempo se tiraba lloviendo días seguidos, y aparecían en el techo de la escuela los mapas de humedad que aventajaban en número y en imaginación a los que colgaban de las paredes; y, junto a los mapas de humedad acostumbrados, se abría el techo en mil goteras y el suelo de baldosas movedizas se llenaba de botes y recipientes de toda clase para recoger el agua en medio de una música inesperada y discordante. Así que, entre el frío que engarrotaba nuestros dedos, el tamborileo de los cristales y el nada eufónico gotear de las goteras, la escuela se convertía en un libro de lecciones variopintas.

 Pero don Andrés, el maestro, que era muy sabio, siempre tenía una ocurrencia a punto para que no odiáramos la escuela. Unas veces eran los corros de los verbos, otras adivinar en el mapa de España, de espaldas y sólo con el puntero, el recorrido de nuestro río, desde los Picos de Urbión, provincia de Soria, hasta su desembocadura en Oporto, en Portugal. Y nunca faltaban los trabalenguas imposibles, como aquel de “El cielo está enladrillado; ¿quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenladrillador será”.

El maestro padecía del estómago y de vez en cuando, en medio de la clase, se llevaba a la boca puñaditos de bicarbonato para intentar aliviar los dolores, pero nunca vimos que su padecimiento interfiriera en su labore didáctica; al contrario, se moría por contarnos cosas de la historia de la ciudad, del Cid y doña Urraca o la leyenda del primer obispo zamorano, aquel San Atilano que al marcharse de la ciudad tiró su anillo episcopal al agua desde el puente que lleva su nombre, y que en nuestro tiempo no eran más que cuatro ruinas de sus tajamares, prometiendo regresar a la ciudad si volvía a recuperar su anillo. Nos gustaba más, a mí por lo menos, escuchar de boca del maestro el relato del sitio de Zamora (“No se ganó Zamora en una hora”, era el dicho con que siempre iniciaba el maestro la lección), aquel en que el traidor Bellido Dolfos, un ciudadano gallego que, engañando al rey sitiador don Sancho, lo asesinó junto al Portillo de la Traición. No se me olvidarán nunca los versos que recitaba sobre el asunto el maestro, con aquella voz solemne y aquellas pausas que hacía de vez en cuando para insuflar emoción del pasaje o para suspenderlo y así captar nuestra atención.

“--Rey don Sancho, rey don Sancho,
no digas que no te aviso,
que de dentro de Zamora
un alevoso ha salido;
llámase Bellido Dolfos,
hijo de Dolfos Bellido,
cuatro traiciones ha hecho
y con ésta serán cinco.
¡Si gran traidor fue su padre,
mayor traidor es el hijo!—
Gritos dan en el real:
--¡A don Sancho han malherido!—
Muerto le ha Bellido Dolfos,
¡gran traición ha cometido!
Cuando lo tuvo bien muerto,
se metió por un postigo;
por las calles de Zamora
va dando voces y gritos:
--Tiempo era, doña Urraca,
de cumplir lo prometido.”

Don Andrés se esforzaba lo indecible por hacernos más llevaderas las lecciones de las largas tardes de invierno. Sin embargo, cuando llegaba la primavera y la voz de la naturaleza nos llamaba, la escuela se nos ponía cuesta arriba y estábamos deseando que acabara la hora escolar para lanzarnos a nuestras correrías de siempre.
 
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