sábado, 18 de julio de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO X



Resultado de imagen de burros con alforjas


24.

 

La Tertulia que llevó a cabo la Máxima Autoridad en la Biblioteca del Colegio se preparó concienzudamente. Por lo pronto se suspendieron las clases y se nos sugirió a los profesores que no éramos “religiosos” que podíamos elegir entre asistir en directo a las palabras de la Máxima Autoridad o no, y en este caso debíamos rezar para que todo saliera como se esperaba. Eso sí, Martos, director entonces del Colegio, nos aseguró que no todo el mundo tenía la inmensa suerte de respirar su mismo aire y aprovecharse del fruto especial de sus palabras y que Dios sabía cuándo se iba a poder repetir aquella extraordinaria circunstancia.

Todo el Colegio, al menos por donde debía pasar él, especialmente el Pabellón Central, se perfumó con Akintson, su perfume favorito, y se decoró con detalles que eran de su predilección, sobre todo, flores de tallo largo como gladiolos y azucenas, y pequeñas estatuillas de porcelana fina con las formas de patitos nadando o burritos de alforjas llenas, símbolos del trabajo y la actividad.

Desde primeras horas de la mañana fueron llegando al Colegio cochazos lujosísimos con matrimonios y gentes encopetadas de Barcelona, Sabadell y Tarrasa, la mayor parte empresarios y todos miembros o simpatizantes de los “religiosos”, y también de otras partes de España, como Aragón o Valencia. En el aparcamiento de la entrada ya estaba el numerario Quique organizando el estacionamiento de aquellas impecables carrocerías, a la vez que, tras saludar  a los recién llegados, les indicaba el camino que debían seguir para acceder a la Biblioteca. Aquello se convirtió en una procesión o romería con todas las indulgencias ganadas. Y aquí y allá, plantados en el trayecto como ángeles guías, otros numerarios escogidos concienzudamente para tal ocasión, se encargaban de proporcionar a los romeros información de todo tipo antes de llegar a la Biblioteca. Allí ya estaba preparada, en  lugar bien visible y privilegiado, una tarima hecha de maderas nobles desde la que la Máxima Autoridad se dirigiría a los asistentes.

Hacía rato que Martín, Llerón y yo asistíamos al impresionante despliegue y, sin decir palabra, cuando lo creímos conveniente, acudimos a la Biblioteca dispuestos a escoger un buen sitio para no perdernos detalle de tamaño acontecimiento. “Todo como si creyeran que viene Dios en persona,” se le ocurrió decir a alguien en un susurro de voz. “Más que Dios”, añadió Llerón con un tono de voz más alto. “Callaos, coño”, exigió Martín, “no vaya a ser que nos oigan”.

Y por la escalera posterior accedimos a la parte superior de la Biblioteca, una especie de balconcillo corrido que, a la sazón, estaba ya atestado de gente. Otros profesores y personal no docente nos hicieron gestos en cuanto nos vieron. Devolvimos el saludo  a un lado y a otro y buscamos hacia los ventanales que daban al pequeño jardín del vecino Oratorio un sitio para colocarnos. En apenas unos minutos la zona baja de la Biblioteca se llenó a rebosar. La gente ocupaba hasta los escalones de la escalera de caracol que subía a la parte del altillo donde nosotros nos encontrábamos y tapaba las cristaleras de las estanterías de los libros. Llerón se disponía a hacer al respecto uno de sus típicos comentarios, cuando de fuera nos llegó un murmullo esclarecedor. “Silencio”, pidió Martín, “algo ocurre en el exterior. Seguramente, la Máxima Autoridad ha llegado.”

Se hizo un silencio celestial, de esos en que el alma puede oír las voces más peregrinas y saborear el contacto solitario del Más Allá. La expectación allí dentro fue espectacular. De repente, apareció en la puerta de la Biblioteca Martos, el director, y tras él, dos sacerdotes que flanqueaban a un tercero regordete y blanco de piel que traía en los labios una sonrisa seráfica, y que no era otro que la Máxima Autoridad. Finalmente, entró detrás, como en comitiva etérea, un grupo de gente joven que siempre suele acompañarla en sus desplazamientos o que son requeridos para la ocasión en la zona donde tiene lugar la Tertulia. Todos ellos se distribuyeron de forma estudiada sobre la tarima, de manera que reprodujeran lo más fiel posible el  Sermón de la Montaña: el grupo de jóvenes alrededor de la Máxima Autoridad, sentados a sus pies; los dos sacerdotes, como dos guardianes, a ambos lados de él, aunque ligeramente atrasados y ocupando dos sillas; y a un lado, fuera de la idílica escena, el director del Colegio, fijos sus ojos en el protagonista del momento.

Éste carraspeó ligeramente para aclararse la voz y luego empezó la charla hablando del papel que deben ocupar en la educación de los hijos primero los padres y después los profesores. Se movía con mucha soltura, sonreía de vez en cuando, encarándose con las personas que tenía más cerca, sentada en los primeros bancos de la Biblioteca, o mirando hacia el altillo para hacer referencia al privilegio que teníamos los que nos apiñábamos allí por estar en las alturas. De vez en cuando utilizaba palabras del pueblo llano y pequeñas sentencias que su padre y su madre le repetían de niño, así como chistecillos populares, para acercarse más al público de aquella Tertulia, que parecía estar en el cielo.

Mirando todo aquello con detalle, descubrí allí abajo, entre la gente que atendía fervientemente a la Máxima Autoridad, a Octavio, un profesor supernumerario que llevaba enseñando en el Colegio desde sus principios. De vez en cuando asentía con la cabeza las afirmaciones de la Máxima Autoridad con tanta energía que más de una vez estuvo a punto de clavar su nariz en la espalda de su vecino de delante.

La Máxima Autoridad estuvo hablando un buen rato de la labor del profesor, de la del padre y de la del alumno comparándolos con trabajos del campo todos necesarios, progresivos y relacionados entre sí: la siembra de los padres, el riego y abonado de los profesores, el crecimiento recto de la semilla del alumno, luego transformada en planta que da fruto, y  la consecuente buena cosecha, ayudada también por las lluvias y las bonanzas que caen del cielo sobre el campo de la vida para hacer más perfecta, más divina la recolección. Luego hizo una pausa de silencio, cruzó las manos sobre el pecho y sonrió mientras recorría con la mirada los rostros de los oyentes.

Allí dentro, entre las cuatro paredes de la Biblioteca, había una química especial entre el sacerdote de la sonrisa eterna y la gente que abarrotaba el local encendida de admiración hacia él, casi sumida en el éxtasis de los santos.

Después llegó el turno de las preguntas de los extasiados y las respuestas de la Máxima Autoridad. A Llerón, a juzgar por la facilidad con que la Máxima Autoridad contestaba todas las preguntas, le pareció enseguida que debían estar preparadas, y así me lo iba diciendo en un susurro de voz para que nadie lo advirtiera.

Una señora embutida en  visón de primera clase y situada en las primeras filas le preguntó a la Máxima Autoridad: “Padre, ¿qué debemos hacer los cónyuges para no desestabilizar el ambiente que nuestros hijos deben vivir en el hogar?”

 El interpelado esbozó una de sus sonrisas especiales y le contestó: “Que os queráis, hija mía, que os queráis mucho. Con eso basta. El amor en la familia es el mejor campo para que crezcan sanos y rectos vuestros hijos. Pero qué te voy yo a decir a ti que tú ya no hagas. Anda y sigue queriendo mucho a tu marido. Lo demás vendrá solo.”

Otro padre de familia pidió la palabra para preguntarle: “Padre, ¿cómo puedo vencer la resistencia y la dificultad con que a veces se me presenta en el mundo diario, personal y social,  la comprensión  respecto de  otras personas que no son de los nuestros?

 Y la Máxima Autoridad le contestó sin dejar de sonreír: “¿Comprensión dices? Hijo mío, yo he ido por el mundo como Diógenes con su lámpara, buscando comprensión por todas partes, y no la he encontrado. ¿Y me he dado por vencido? No, de ninguna manera. ¿Y vosotros vais a daros por vencidos? Luchad, luchad con vuestras herramientas lo mejor que podáis y haced vuestro trabajo con rectitud y buen espíritu, y saldréis adelante. Los demás, los que no os entienden o hacen todo lo posible por no entenderos, algún día verán su equivocación. Vosotros, hijos míos, sembrad con buenas obras y recogeréis. Mirad al pobre burro cómo trabaja y cómo lo muelen a palos. Y fue el único animal que entró con Dios en Jerusalén.”

Y de pronto sucedió. La mano que se levantaba ahora entre el público era la de Octavio. Se puso en pie y, con voz temblorosa por la emoción, formuló su pregunta: “Padre, ¿qué cualidades debo reunir para ser un buen profesor? Y el padre de la sonrisa eterna le contestó: “Hijo mío, para ser un buen profesor lo primero que debes cumplir es ser un buen cristiano, cumplir con las leyes de la iglesia y los mandamientos de Dios, para que tus alumnos vean en ti un espejo de virtudes. Y en segundo lugar, estudiar y trabajar para que tu asignatura se enriquezca de sabiduría y sea  comprendida en sus rectos límites por tus discípulos. Y otra cosa,  en la clase procura lograr un aire de familia. Así que, si eres buen cristiano, trabajas como un burro y te haces querer por tus alumnos, serás un buen profesor, el mejor de los profesores. Pero tú no necesitas que yo te lo recuerde. Tú ya tienes todo eso. Se te ve en la cara. Anda y sigue así, hijo mío.”

Vimos desde nuestra privilegiada atalaya cómo Octavio, tras oír las palabras de su ídolo aquí en la tierra y puente para alcanzar el cielo, se restregaba los ojos para limpiarse las lágrimas de emoción que le salían a borbotones. Sin duda estaba viviendo el más excelso de sus éxtasis. Luego le dio las gracias y se sentó en el cielo. Entonces Llerón arrimó su boca a mi oreja  y dijo: “Ése mea hoy agua bendita.”

Después la Tertulia entró en una atmósfera de gloria, indulgencias y perdones, así como de complacencias mutuas, hasta que uno de los sacerdotes custodios se acercó a la Máxima Autoridad como solía hacer en situaciones parecidas y, señalándose el reloj de la muñeca, le recordó que se había hecho tarde, gesto que rechazó teatralmente el centro de todas las miradas como había hecho otras veces mientras con aquella sonrisa tan suya, especial y seráfica, comentaba: “¡Que va a ser tarde! Voy a seguir un ratito más con estos hijos míos tan atentos. Porque os lo merecéis. ¿Verdad que sí? Y cuando un día yo ya no esté entre vosotros, seguid con este espíritu de entrega y trabajo, que la labor que le queda por hacer a la Obra es inmensa. Y vivid, vivid muchos años. Porque, hijos míos, en el cielo se puede amar, pero no se puede trabajar por Dios; hay que seguir trabajando mucho por Él antes de ir al cielo. Está bien lo que decía Santa Teresa: “Que muero porque no muero”. Pero eso no es lo nuestro. Debemos desear vivir para trabajar por Dios. Así que, seguid siendo buenos padres y buenos profesores trabajando cuanto podáis y más para ser santos aquí en la tierra.”

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