viernes, 3 de julio de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO IX

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23.

El Departamento de Inglés, por el que también sentía Barrado gran predilección, tenía su sede en la primera planta del Pabellón del Delfín, y era, con mucha diferencia, el Seminario más curioso del Colegio. Formaron parte de él profesores nativos y nacionales, cada cual más curioso y peregrino. Otro detalle que convertía en curioso el seminario de Inglés, comparado con los otros, era que, a lo largo de la historia del Colegio, había sido el Departamento por el que habían pasado mayor número de profesores.
Al principio ocurrieron casos altamente chocantes con el proceder de algunos profesores de Inglés, llegados de Europa y apenas conocedores de nuestras costumbres. Hubo uno llamado Cormich que un buen día se presentó en el Colegio con su autocaravana. La plantó en el aparcamiento de coches de la entrada como si estuviera en un camping y entre pino y pino tendió sus cuerdas llenas de ropa recién lavada. Le acompañaban su mujer y dos hijos, y duró el tiempo que necesitó para recoger la colada y poner en marcha su vehículo. Unos días más tarde corrió la noticia de que el tal Cormich era un fumador empedernido y traficante de hachís y su mujer una chica de copas en un bar de alterne de Castelldefels donde buscaba clientes tanto para que compraran el tabaco reconfortador de su marido como las delicias sensuales de su propio cuerpo.
Después llegó otro, éste soltero, que se llamaba Harold, muy hábil con las cartas y casi nada con las clases. Decía que era descendiente de Byron y llegó a recitar algún fragmento de La Peregrinación del joven Harold en la primera y última fiesta de Navidad que vivió en el Colegio. No llegó a incorporarse en enero a su disciplina porque su nombre apareció en los medios por un asunto relacionado con el Casino de Lloret, en cuyas ruletas se había pulido la paga. Evidentemente, los jerifaltes no podían sobrellevar el escándalo y enviaron al domicilio de Harold una carta certificada comunicándole el despido. El tal Harold se desenvolvía muy bien en castellano aunque con un deje muy simpático que hacía las delicias de los chicos de Preparatorio. Hasta demostró cierta habilidad, no tanta como con las cartas, jugando al fútbol.
Mejor aún que Harold manejaba el balón otro profesor de Inglés que llegó a finales de la década de los setenta, Luigi Botti Tower, cuya ascendencia italiana salía a relucir cuando rodaba por el suelo a resultas de una fuerte entrada o fallaba un gol cantado. Entonces se arrojaba al suelo de rodillas y, alzando los brazos al cielo, exclamaba: “¡Porca miseria! ¡Porca miseria!” Poseía una cabeza poderosa y armada de una melena rojiza que le daban el aspecto de un gran felino, sobre todo, cuando como una furia avanzaba con el balón controlado hacia la portería contraria. Apoyado por mí, se sentía seguro en sus internadas futbolísticas y, si al final de la jugada lograba marcar un gol,  ya sabía que la mole de músculos de Tower se me iba a venir encima de un momento a otro en un abrazo descomunal; así que alargaba la mano para impedir que eso ocurriera, pero era inútil: siempre resultaba aplastado entre los brazos del impetuoso profesor de Inglés. Constantemente se mostró muy cordial conmigo y nació con el tiempo entre los dos una especie de complicidad de frases y secretos que se rompían a la hora del café en el comedor de profesores. Entonces Luigi, con un castellano de párvulo y con los acentos graciosamente cambiados, contaba la jugada del partido hasta que, llegados los pormenores intrigantes, se dirigía a mí para pedirme con un gesto abierto de sus enormes manos: “ Sebástian, díceselo”
La "Torre", como le llamaban acertadamente, aunque tampoco sin ninguna originalidad, la mayoría de los alumnos (evidentemente, por su apellido inglés y por su arrolladora fortaleza) trabajó pocos años en el Colegio. Al final logró una buena boda con la heredera de una casa de muebles de La Garriga y abandonó la enseñanza para dedicarse al negocio de la madera, que siempre da mucho más que el aula y la tiza.
Vino a sustituirle un profesor de Londres, tan barbudo como silencioso llamado Spencer, como el de las películas de puñetazos. El silencio que mantenía en las reuniones hizo pensar que callaba por inteligente y discreto, cuando en realidad su recalcitrante mutismo tenía que ver con su escaso dominio del español. En sus clases, que eran además las que pertenecían a cursos inferiores, con lo que el conocimiento del idioma extranjero por parte de los alumnos era muy deficiente, no había manera de que entre el profesor y los chicos brotara el mínimo entendimiento. Y hubo que rescindir su contrato.
Fue por entonces cuando los jerifaltes del Colegio empezaron a frecuentar la costumbre de personarse en el país de origen, más exactamente en Irlanda, y allí contactar con los futuros profesores de Inglés. Pero aun así las cosas no mejoraron mucho. Dos profesores fruto de este trabajo de previo contacto en Dublin fueron Thomas y Gravin.
El primero, alto y desgarbado y rojo como una zanahoria, era muy simpático con los chicos y demasiado benevolente con ellos respecto de la exigencia académica. Hablaba constantemente de Australia y en la pared del despacho, por encima del respaldo de su silla, podía verse un gran mapa a todo color de la gigantesca isla. Decía que allí había empezado el paraíso (lo decía en petit comité y lejos de las orejas de los “religiosos”) y que, si pudiera, allí le gustaría morir. Pronto se hizo un compulsivo fumador de tabaco rubio pues compraba varios cartones de Bisonte, cuyos cigarrillos sin boquilla quemaba a una velocidad de vértigo, como si cada uno fuera la última voluntad de un condenado a muerte. Tenía, sin embargo, una curiosa manía relacionada con el tabaco. Si algún profesor ajeno a su Departamento se atrevía a pedirle un cigarrillo, era corriente que Thomas le respondiera con la frase: “Un pitillo, una peseta. Una peseta, un pitillo”.
Estuvo muchos años en el Colegio hasta que un buen día le llegó una oferta de Nueva Zelanda y allí se fue (decía que si no era Australia su tierra prometida, muy cerca estaba de ella).

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De talante distinto era Gravin, que, celoso de guardar su autoridad ante los alumnos, convertía sus clases en un duelo del oeste. Aficionado a la bebida destilada de su país de origen, su carácter inspiraba poca confianza. Siempre serio, con el ceño fruncido, y con unos cuantos güisquis haciendo de las suyas en su organismo, entraba en las clases altamente excitado. Escribía las cuestiones de la lección del día en la pizarra y acto seguido empezaba a pasearse entre las mesas de los chicos, como un domador de leones, deseando propinar una colleja al primero que osara moverse. Las familias se quejaban de lo estricto de sus correcciones y de las bajas calificaciones que obtenían sus hijos. Para decirlo de una vez, los chicos le tenían verdadero pánico. Pues por no molestarle ni le pedían permiso para salir al lavabo. Y hubo una vez un chico que, con la urgencia fisiológica amenazándole el calzoncillo, se atrevió a levantar la mano para avisarle del peligro que corría. El profesor se abalanzó hacia su mesa y le preguntó: “¿Y tú qué quieres ahora?” Y el muchacho, lleno de miedo, se llevó las manos a la cabeza para cubrirse mientras en un susurro de voz le respondía: “¿Que si puedo ir al lavabo?” “¿No puedes aguantarte?”, le recriminó el profesor. “¡Vaya hombres del mañana que tengo aquí! Además, ¿es urgente?” Y el chico, entre la urgencia y el miedo al profesor, no pudo evitar lo inevitable. En el olfato de todos se hizo evidente lo que allí estaba pasando. Menos mal que Gravin, que era todo menos estúpido, le separó al muchacho las manos de la cabeza y animándole a ponerse de pie, lo acompañó hasta la puerta del aula. Se la abrió y haciéndole salir al pasillo le dijo: “Anda ve al lavabo, tienes mi permiso.”
Por todo eso y mucho más los chicos no lo querían, pero tampoco los padres, lo mismo que los jerifaltes del Colegio, los cuales, sin embargo, nunca movieron ficha para prescindir de sus servicios. Y allí estuvo trabajando hasta el año de las nuevas construcciones. Entonces, enfermo del hígado, tuvo que ser ingresado urgentemente en el Hospital del Vallés. Cuando salió de allí, ya era una piltrafa humana, incapaz de dar dos pasos por su propio pie y de pronunciar una palabra con cierta energía.
Algunos profesores de Inglés más vinieron a engrosar la ya abultada lista del Departamento. Según Barrado, habitual visitante y amigo de sus componentes, como ya quedó dicho, aquello era como la Rambla de Barcelona. Hasta tres docentes de color dieron clases en el Colegio Privado. Poco tiempo, claro, pero alguno de ellos dejó honda huella allí. Por ejemplo, Charlton, un negrito agradable que llevaba un diente de oro y convertía sus risas en un brillo especial. Procedía de una familia noble de una tribu de Nigeria y contaba en las charlas de café que los padres de algunos miembros de la tribu, en especial los más pobres, solían mandar a sus hijos a la selva y allí, como en el cuento de Pulgarcito, debían encontrar el camino de vuelta a casa por sus propios medios. Sonreía mostrando el diente de oro mientras concluía la anécdota diciendo que algunos de esos chicos nunca lograban regresar al poblado y acababan siendo devorados por los animales salvajes. Poseía un Inglés muy correcto, según su jefe de entonces, Conejo, y podía haber sido buen profesor si hubiera seguido las pautas del programa. Pero no fue así y en más de una ocasión los espías de las altas esferas contaron que se pasaba la mayoría de las clases contando a los alumnos historias de negritos aventureros parecidos al Mowgli de El libro de la selva. Cuando vio en peligro su puesto de trabajo, intentó por todos los medios hacerse “religioso”, pero los jerifaltes deshicieron de un plumazo ese deseo. Y un poco más tarde alguien le vio salir de una Academia de Inglés recién abierta en San Cugat. Allí daba algunas clases en el horario de la tarde.
Otro profesor de color fue Bagingo, que primero se dormía en las tertulias del café y después en las propias clases, ante la mirada atónita de los críos, los cuales, se acercaban a su mesa sigilosamente y cuando veían que el profesor roncaba como un bendito, le hacían las mil y una, como cambiarle las notas de la lista, esconderle la pluma estilográfica que siempre mostraba como una verdadera joya en el bolsillo superior de la americana o, lo que es peor, desabotonarle la camisa y llenarle de tiza el interior del pecho. El pobre Bagingo en realidad padecía de hipotensión y una tarde se quedó como muerto en el comedor de profesores. Aún suena la sirena de la ambulancia en mi memoria pues ese día me encontraba con él en la tertulia del café. No puedo quitarme de la cabeza aquel horrible momento. Vi en pocos segundos cómo se le ponían los ojos en blanco y su cuerpo, desmadejado, resbalaba poco a poco por el sillón abajo. Yo fui quien cogió el teléfono y llamó a Urgencias, mientras Llerón le aguantaba por los hombros para que no cayera del todo al suelo. Cuando la ambulancia hizo su acto de presencia por la entrada del Colegio con sus espeluznantes alaridos, la cabeza de Bagingo rodó hasta su pecho. Creímos entonces que nuestro compañero había muerto. Y aunque no fue así en aquel momento, días más tarde, sin haber podido salir del coma en que se había sumido, Bagingo falleció en el Clínico de Barcelona.
Suerte dispar corrió el tercer profesor de raza negra que pasó por  el Colegio. Se llamaba Kigali y llegó a ser un buen actor en las fiestas de Navidad, aunque ya en las aulas mostraba verdaderas cualidades teatrales. Tenía una habilidad innata para hacerse con los alumnos sin las estrategias didácticas y psicológicas que solíamos emplear los demás. Con cuatro frases y otros tantos gestos se hacía con la disciplina de la clase. Nadie sabía de dónde había venido. Y un día desapareció de la misma manera. Un misterio parecía rodear a Kigali. Cuando mejor estaba en el Colegio, cogió la puerta y se fue. Los chicos le echaron de menos durante mucho tiempo. Un día, un par de años más tarde, apareció en el Colegio para dar una conferencia sobre Nueva didáctica del Idioma extranjero. El evento se convirtió en una fiesta para sus antiguos alumnos. Hasta firmó autógrafos entre ellos. Pero, tras aquello, nunca más volvió a aparecer Kigali, que pasó a la historia con un halo de magia.
Sin embargo, fueron tres profesores nacionales quienes sacaron adelante el Departamento de Inglés  e hicieron de él una entidad propia. Conejo, jefe de seminario al principio, y Roberto Feria, que lo fue hasta los ochenta.
El primero se cambió el nombre porque lo de “Conejo” no le parecía serio para un profesor de Inglés, y se hizo llamar por los alumnos Señor Chester. Trajeado impecablemente, su porte era ejemplar. Alto y bien parecido, tenía además una voz engolada que le hacía parecer un poco fantasmón. Aunque a veces lo era del todo, en especial, cuando alardeaba de pertenecer a una familia de empaque originaria de Santillana del Mar y decía que sólo continuaba en la enseñanza por amor al arte de educar. Por otra parte, actuaba como un “religioso” más. Hacía la visita al Oratorio nada más llegar por la mañana, asistía a misa diariamente y realizaba retiros espirituales uno por cada estación del año. Nuestro grupo, que era con diferencia el más unido del Colegio, siempre creyó que Conejo era un numerario, hasta que un día en el comedor de profesores se enfrentó claramente al gerente Romero. Aquello pasó a la historia del Colegio. Por lo visto Romero le insinuó que había apretado de tal manera los tornillos en la programación del Inglés de BUP que apenas dejaba tiempo a los chicos para dedicarlo a la práctica de la piedad. Y añadió: “Y ya sabes que en el Colegio hay prioridades y que la vida espiritual prevalece sobre la instructiva.”
Entonces Conejo, seguro de tener toda la razón del mundo, le replicó con aquella voz de fiscal que tenía: “Bien está cumplir con las obligaciones religiosas. Es más, hasta nos ayuda a ser mejores unos con otros. Pero una vez cumplidas esas obligaciones, hay que estar por la labor de educar a nuestros chicos con instrucción, con toda la instrucción académica de que seamos capaces.”
Pero, para nuestra sorpresa, lejos de molestar el gesto de Conejo a los “religiosos”, éstos lo vieron como fruto de una persona integrada en el Colegio. Así eran las cosas allí.
Lo de estar integrado o no en el Colegio fue durante mucho tiempo la piedra de toque. Después, con el cambio de los ochenta, nada sirvió que no fuera la ciega obediencia y la economía. De ahí que el Señor Chester, como lo llamaban oficialmente sus alumnos, pasara a ser profesor de tercera clase. Hasta que, cansado de que no valoraran sus servicios, optó por la enseñanza pública, como tantos otros. “Porque en ella, en la enseñanza pública”, decía, “los resultados que obtengas con tu trabajo, sean buenos, sean malos, son únicamente achacables al profesor y a la práctica de su labor docente, y no a otros aspectos que nada tienen que ver con el binomio recíproco enseñanza-aprendizaje”.
Antes de la debacle, estuvo como jefe del Departamento de Inglés Roberto Feria, un pamplonica de pro, que había corrido en tres Sanfermines consecutivos delante de verdaderos miuras y que no temía, por lo tanto, a las hordas estudiantiles que empezaron a poblar las aulas del Colegio en los años del Golpe de Estado, granujillas que nada querían saber de los libros y sí con las consolas y los nuevos avances tecnológicos que asomaban por entonces junto con los programas más que atrevidos de la tele. Sin embargo, el fin de los Jefes de Sección y de Departamento de personas que no eran “religiosos” había empezado, casi paralelo al escándalo religioso más grande del siglo, el que surgió del préstamo que hicieron todos los “religiosos” del mundo de mil millones de dólares a las cuentas del Vaticano a cambio de que el Papa convirtiera en algo personal su auge en todas partes y en la veloz subida a los altares de la Máxima Autoridad cuando en otros casos debían transcurrir siglos para que alguien fuera canonizado. 
El caso fue que Feria reinó bien poco ante la feria  espiritual que se avecinaba. Logró, sin embargo, dejar bien sentadas las directrices que unían las didácticas y las programaciones de Inglés de todo el Colegio, desde los estudios primarios hasta el COU. Esa fue la primera y la única vez que algo así se hacía en el Colegio. Llerón, que hizo buenas migas con Feria, cuando se enteró de que éste iba a ser sustituido por Coto, un gris personaje, “religioso” por más señas, le  recordó lo del mono con chándal. Lo del mono con chándal salía a relucir tras las juntas de “compasión”, en las que todos aprobaban. Entonces Llerón decía: “Aquí colocas un mono con chándal en Primaria y llega a COU con buenas notas.”
Y cuando el tal Coto cogió las riendas del Departamento de Inglés, Llerón le dijo a Feria con no poca zumba: “Menos mal que otro mono con chándal viene a salvar tu Departamento”.

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