domingo, 7 de junio de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO VII

Resultado de imagen de fútbol en el patio de un colegio



17.

Por aquellos días corría el rumor de que un alumno atravesado y con problemas serios de disciplina pretendía volar el Pabellón del Delfín para vengarse de un profesor (se decía que del propio Molino) por haberle expulsado el primer día del Retiro de Cuaresma. Y como Ferrer tenía fundadamente ganada la fama de detective porque ya en otras ocasiones había resuelto algún que otro enigma, como la misteriosa desaparición de tres pinturas del Pabellón Central y dos ordenadores del Aula de Informática, Deus le llamó a su despacho para pedirle que averiguara cuanto pudiera sobre el asunto.
Sin muchas ganas, se puso manos a la obra más por satisfacer su curiosidad de experto docente y mejor psicólogo que por hacerle un favor al Director, que en aquel momento era la cosa que deseaba menos. Lo primero que hizo fue convocar un partido de fútbol entre dos clases, la suya y la del presunto infractor. Él se alineó en el equipo de su clase, cuyos componentes no podían disimular su contento: ver a su rubio y jovial profesor vestido de futbolista era algo a lo que no estaban dispuestos a renunciar. Así pues, empezó el partido, pero a las primeras de cambio Ferrer recibió una patada en la espinilla por parte de un rival que lo dejó fuera de combate. La cosa parecía que se iba a arreglar teniendo al profesor en el banquillo, pero no fue así y enseguida los goles empezaron a entrar en la portería de su clase. En el descanso habló con los alumnos de su equipo y medio en broma medio en serio les amenazó con hacer "chupar" banquillo a alguno y poner a otro en su lugar si la cosa no se enderezaba, porque no estaba dispuesto a ser el hazmerreír del Colegio. Entonces un alumno pelirrojo, al que todos apodaban sin ninguna originalidad "Zanahoria", le dijo muy serio: “Perder un partido no es lo mismo que portarse mal en un Retiro. A todos les puede pasar. Me refiero a hacer una pequeña gamberrada cuando lo que interesa en semejante situación es el recogimiento. Pero perder un partido cuando se puede ganar es perder parte del amor propio y acentuar la falta del respeto en el contrario. Así que ánimo y a portarse con dignidad y coraje. Si aún así nos ganan, nadie podrá reprocharnos nada nunca.”
La cosa empezó a animarse porque no había hecho más que terminar el primer alumno de hablar cuando un segundo  intervino: “El señor Molino echó del Retiro a los que echó porque se pasaron de la raya.” Entonces "Zanahoria" volvió a tomar la palabra y dijo: “Es que lo que hizo Toni es muy fuerte: se lió un canuto en los lavabos y repartió caladas entre los demás...” “En el Colegio no se acusa”, sentenció un tercero que se sabía muy bien las consignas cuando le interesaba. Ferrer pareció no dar importancia a la cosa y, animándolos de nuevo para afrontar la segunda parte del partido, les dijo: “Si jugamos bien y damos todo lo que podemos, habremos cumplido, ¿de acuerdo? Y nadie será expulsado. Ánimo, chicos, que ellos sólo son once como nosotros.”Al día siguiente, cuando acabó la clase de Aeromodelismo, salió al encuentro de los alumnos que acaban de asistir a esa sesión y, haciéndose el encontradizo, se dirigió al grupo en el que venía Antonio Duero, Toni para los compañeros,  y les soltó entre risas: “¿Cómo va la gasolina, chicos? Me refiero a la de los aviones, claro. Tú, Toni, debes ser de los alumnos que mejor cumples con ese cometido, ¿no?” El aludido dio un respingo. El profesor, sin darle tiempo a reaccionar, añadió: “Si tienes algo que decirme, te espero en el despacho a la hora del recreo”.No esperaba lograr mucho en aquel caso pues reconocía que se había precipitado en la forma de dirigirse a los chicos o en la selección de sus palabras. Su estropeada relación con Deus le había hecho descuidar las fórmulas de sabueso que le había proporcionado pistas seguras en otras ocasiones. Sin embargo, y contra pronóstico, a la hora del recreo, sonaron unos golpes en la puerta de su despacho. Con un "¡Adelante!" invitó a entrar  al que había llamado. Y no se llevó ninguna sorpresa cuando vio que el alumno que entraba en su despacho era Antonio Duero. El gesto de abatimiento del muchacho no dejaba lugar a dudas.“Te veo cabizmundo y meditabajo”, bromeó el profesor mientras le golpeaba cariñosamente la espalda y le invitaba a sentarse en la silla que había delante de su  mesa. “Vienes a contarme algo, ¿no? Adelante. Soy una oreja inmensa que espera oír tus sabias palabras”.El chico, que en el fondo tenía buen corazón pero que la situación de su casa, discusiones constantes de sus padres delante de él y otros detalles que tenían que ver con la poca atención que sus progenitores le dedicaban, habían desequilibrado su vida emocional, fijó sus ojos en los de Ferrer como buscando amparo y empezó a hablar: “Si lo de la gasolina que usted dice va por otro lado y no por los aviones, le tengo que decir una cosa. Guardo almacenados en mi taquilla más de diez litros de gasolina.”Así se lo soltó. “¿Y cómo lo has hecho?”, preguntó el profesor aparentando tranquilidad pese al bombazo que acababa de oír. “Los he ido cogiendo del depósito del coche de mi padre con un trozo de manguera que hay en el garaje. Ni se ha dado cuenta. Es muy despistado.” Luego le contó lo demás: qué pensaba hacer con ello y por qué.
Ferrer hizo de mediador entre el chico y los “religiosos” y logró que sólo fuera expulsado del Colegio quince días. Pero el chico no tenía remedio. Uno de ellos habría dicho al respecto: "Es una manzana con el gusano dentro." Durante la Fiesta Deportiva de ese mismo año Toni quemó los aviones de panel ligero que había en el Aula de Aeromodelismo. Su padre se lo llevó del Colegio al año siguiente y quienes conocían bien al muchacho dijeron algún tiempo después que había sido internado en un Reformatorio de Tarrasa por robar en una Administración de Lotería varias series del sorteo de Navidad.


18.

Como el caso del alumno Antonio Duero hubo en el Colegio Privado algunos más que hicieron historia. El más importante fue el protagonizado por Luis Esteban, hijo de un ginecólogo barcelonés que había asistido a los partos de varias mujeres de profesores. Luis solía “fumarse” algunas clases, sobre todo las de Deportes, y en su lugar frecuentaba Los dos Hermanos, un bar situado fuera del recinto del Colegio, al otro lado de la carretera. Era usual que a la cantina se acercaran algunos profesores cuando las provisiones de tabaco se acababan o cuando había que tomarse alguna cerveza entre amigos y lejos de las orejas excesivamente atentas de los “religiosos”. Luis utilizaba para no ser visto el seco cauce de la riera y luego el talud de la vía. Era una operación que le reportaba un placer especial. Tanto que solía comentar con los más próximos a él a propósito de esas idas y venidas al bar de sus escapatorias: “Sólo es parecido al gusto que tengo cuando me hago una paja”.
Una vez en el bar, se gastaba el dinero locamente en las máquinas de juegos mientras bebía varios refrescos, hasta que pasaba la hora de Gimnasia. Entonces volvía por el mismo camino, se colaba en las duchas con el último turno de alumnos y, aseadito, como si se hubiera castigado el cuerpo con el ejercicio físico y la postrera ducha igual que los demás, se incorporaba al resto del horario académico. Un día tuvo la mala suerte de encontrarse de golpe en el bar conmigo, y en vez de pararse a hablar, cosa que habría ayudado a arreglar el asunto, optó por salir corriendo. Y a partir de ese momento Luis, pensando no sé qué de mi futura actuación respecto de él tras descubrirle en el bar, se mostró claramente violento y descarado en mis clases. Inmediatamente supuse que el chico había visto en mí a un maldito chivato. Y me pregunté si tal vez no habría sido mejor cambiar unas palabras con él. Sin embargo, las cosas habían sucedido así y ahora había que poner remedio a sus faltas de disciplina en clase, que a medida que avanzaba el curso iban aumentando. Rara era la clase en que Luis no soltara algún despropósito en plena explicación, cosa que provocaba que los que habían tirado la toalla respecto de la asignatura (por supuesto que el suspenso más claro era el del propio Luis, y eso sin necesidad de que yo interviniera, porque la labor del muchacho era nula y no había un sola prueba que consiguiera sacar más de un 2); decía que los alumnos rematadamente insalvables, al oír aquellas continuas y extemporáneas intervenciones de Luis, se las aplaudían y vitoreaban. Daba lo mismo el asunto que en ese momento estuviera tratando yo. Una vez hablaba en clase de la elegancia y musical sensibilidad de los versos de Garcilaso, cuando Luis levantó la voz para decir: “Sí, la elegancia y la sensibilidad propias de un marica.” Otra vez comentaba la vida de Espronceda y aclaré que el poeta había muerto de una afección de garganta; entonces Luis soltó: “A alguno que yo sé debería pasarle lo mismo”.Yo intentaba entender la causa de aquellos despropósitos, pero no le pasé ni uno y así se lo hacía saber tomando nota en mi cuaderno del día, de la hora y del contenido de sus palabras y, si podía, hasta anotaba exactamente la frase que él decía. Sancho, el preceptor del chico, un numerario especial, y yo no tuvimos más remedio que convocar a su padre para ponerle al corriente de qué podía pasar si  Luis insistía en su mal proceder. Pero ni con ésas. Y una tarde, en el colmo de la desfachatez, y mientras yo intentaba explicar la extraña enfermedad que había llevado a Bécquer a reponerse al Monasterio de Veruela, Luis Esteban exclamó a gritos: “¡Eso fue de tanto como le daba al manubrio!” El cachondeo que se armó en el aula fue de lo que nunca me había encontrado a lo largo de mi vida docente. Así que no tuve otro remedio que invitarle a que saliera de clase para ir al despacho del Jefe de Sección, y más teniendo en cuenta el cúmulo de faltas disciplinarias que había ido coleccionando en su expediente.
El jefe de Sección llamó a su padre por teléfono comunicándole que su hijo había sido expulsado del Colegio por falta grave, que hiciera el favor de venir a recogerlo o mandar a alguien que lo hiciera en su nombre.
El ginecólogo reconoció una vez más que su hijo había salido torcido como un árbol malo y que su mujer y él habían hecho todo lo posible por el muchacho, sobre todo poniéndole en manos de expertos psicólogos de Barcelona, los cuales, al fin y a la postre, tampoco habían podido dictaminar el verdadero alcance de su desequilibrio mental y emocional. Según todas las pruebas que le habían aplicado, Luis era un inadaptado social con síntomas de doble personalidad y acentuada paranoia.
Sólo un año más tarde el muchacho cayó en una horrible depresión y dejó de asistir al Colegio tras las vacaciones de Navidad. Y un  día de mayo, mientras en el Colegio sus compañeros de clase se disponían a salir de romería hacia una ermita del Vallés, llegó a los despachos de los profesores una circular dando la terrible noticia. El alumno Luis Esteban acababa de fallecer en su domicilio de un ataque al corazón, al parecer mientras dormía. Pero eso no fue exactamente lo que había ocurrido. En realidad al pobre y desventurado chico lo había encontrado su desconsolada madre ahorcado en el baño.


19.

El numerario Sancho pertenecía a la hornada de los ochenta, cuando se produjo el cambio en el Colegio Privado y con él el principio de su decadencia. Gente poco preparada científicamente (y menos aún pedagógica y didácticamente) empezó a ocupar cargos directivos para promocionar el apostolado sin límites y donde los fines justificaban todos los medios. Era gente que apenas pensaba por sí misma (las directrices de los “religiosos” así lo tenían establecido) y sólo seguían una consigna fija: hacer "santos" a los alumnos a toda costa, aunque las horas de instrucción se vieran menguadas y muchas veces sustituidas por visitas al Oratorio, rezos sin cuento y cantos a la Virgen y a los Santos, rosarios, romerías, novenas y meses de retiro espiritual. Gente obsesionada, fanática e integrista que automáticamente tachaba de pecadores en potencia a quienes participaban en todos estos actos con fe tibia, y de irredentos a quienes no participaban en ellos.
Sancho pertenecía a esta clase de personas. Era hombre de pocas luces, algo simple y de escasos recursos para expresarse personalmente y comunicarse con los demás. Daba clases de Ciencias, pero hizo unos cursillos para impartir otras de Religión; así que en su horario, lleno de huecos por ser preceptor sólo figuraban estas dos asignaturas: Ciencias y Religión. Allí, en el Colegio era sabido que las horas de preceptuación contaban más que las horas lectivas y eso era algo que en vano se esforzaban en explicarnos los jerifaltes del Colegio al resto de profesores que nos veíamos obligados a dar más clases de las que podíamos y a cargarnos cada dos por tres de sustituciones. Sancho era un catalán muy cerrado (entonces el idioma vehicular era el castellano y él se afilió al grupo que todos llamaban la Minoría Catalana, en el que figuraban algunos profesores del Departamento de Arte y los profesores de Catalán, por supuesto) y tenía problemas muy serios para hablar el idioma de Cervantes. Su conversación ordinaria solía convertirse en “una tortilla lingüística”, como decía Llerón, y así podía decir en una misma oración expresiones como “Me duele el cap multíssim” o “No puedo andar porque estic malalt” o “Tengo una malaltia en el genoll”. Eso sí, esta deficiencia idiomática, si se le puede llamar así, aparecía con frecuencia en contextos que tenían que ver con enfermedades y dolencias. Cuando tenía que hablar con los padres o con los alumnos que eran sus preceptuados, la cosa cambiaba. Era peor. En su afán de ganarse voluntades para los "buenos" fines del Colegio, no tenía ningún empacho en castellanizar su cerrado catalán. De ahí que algún padre le oyera decir asombrado mensajes como los siguientes: “Su fill debe tener más cuidadu amb sus llibres y su material educatiu, forrar los cuadernus y possar su nombre y apellidus en la primera página.” O “Aquest mes su fill ha faltat a classe más de set días; això se notará en su rendiment académic si no possa remei desde ara mateix." Y cosas por el estilo. Al cabo de un tiempo, Sancho dejó de ser preceptor en la jornada de la mañana para pasar a ser Encargado de Curso en la Sección de Estudios de la Tarde (en siglas, la SET) concretamente en el COU de Ciencias, donde daba la Biología correspondiente. Cuando llegaba a las lecciones referidas a la Reproducción, hacía equilibrios semánticos para evitar ciertos términos, con lo que provocaba risas malévolas entre los alumnos. Sus pocas luces oscurecieron aún más su relación con los demás hasta tal punto que en más de una ocasión tenía frecuentes roces con los profesores por las notas. Solía decir que lo importante era que los chicos fueran buenos antes que sabios. Eso era fácilmente comprendido por los que no éramos “religiosos” como ellos y por algunos pertenecientes a ella que pensaban y sentían como los demás hombres. Lo de pensar y sentir por cuenta propia era algo infrecuente entre ellos. Decía la Máxima Autoridad respecto a ese asunto en su opúsculo que pensar demasiado y sentir en exceso sacaba del camino a quienes deben guiar hacia Dios a sus huestes, que sólo tienen que vivir la santa obediencia y la incondicional confianza en quienes las dirigen. Sancho, como casi todos ellos, seguían esa norma sin pensar ni sentir, como marionetas que actúan según las manos de quienes mueven sus hilos. Sin embargo, existían también quienes parecían tener su propia personalidad, como Juanmari, que siempre que podía dejaba su particular rastro en el Colegio, con la consiguiente disconformidad de los jerifaltes, que no veían con buena cara aquellas pequeñas explosiones de autonomía personal.

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