domingo, 31 de mayo de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO VI





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14.

Recuerdo que cuando derribaron la masía anexa al Colegio, don Ezequiel,  director entonces del Colegio Privado, profirió una frase que me hizo pensar: “Cuando algo que ha cobijado vida cae por voluntad del hombre, una casa, una fábrica, una oficina, o como ahora esta masía, de algún modo el hombre mismo está llamando a la mala suerte, y no sólo para él, sino también para quienes viven en torno suyo." Cuando lo oí, al principio me pareció algo raro que un cura tan honesto y de vida claramente religiosa hablara así del destino humano. Pero cuando un año más tarde también se derribó el Platillo Volante...”
Sí, he dicho “Platillo Volante”, y no es que allí en el Colegio Privado hubiese un OVNI, que, hablando en plata, cualquier cosa podía pasar en aquel lugar, sino que llamábamos “Platillo Volante” a una construcción circular, de material ligero, con visera y patas de madera que estaba posada en el césped que se extendía entre el Pabellón Central y el Pabellón del Delfín y que sirvió al principio de punto de encuentro para los alpinistas y montañeros “religiosos”, y luego se habilitó para convertirla en taller de aeromodelismo. Hasta que se preparó un ala del Pabellón del Delfín para ese cometido. Cuando también desmantelaron el Platillo Volante, creo, si no recuerdo mal, que fue uno de los nuestros, Gimeno o Llerín, quien dijo al ver la huella redonda, la calva enorme que había dejado la construcción sobre el césped de los rosales: “Esto de deshacerse sistemáticamente de las cosas que nos han rodeado durante mucho tiempo, me da mala espina; es como si quisieran los de arriba, los que nos mandan, darnos un aviso de lo que puede pasarnos a todos nosotros en el futuro”. Y a partir de entonces empezaron a pasar las cosas. Sé que puede ser simplemente una coincidencia. Pero una coincidencia que hace pensar. Primero ocurrió la muerte atroz en accidente de coche de Pidal. Y al poco tiempo empezó a darse una cadena interminable de muertes y desgracias de todo tipo, casi todas ocurridas a gente como nosotros, a excepción de la triste muerte del pobre Juanmari. Cadena que no ha parado hasta hoy. Y estoy dejando a un lado el rosario de traumáticos despidos de Villalba, Gimeno, Llerón o el mío, entre tantos otros. Porque, dicho sea de paso, al menos seguimos vivos para contarlo y, gracias a Dios, estamos todos en una situación económica y, sobre todo, humana mejor que cuando estábamos allí dentro Aunque nos siguen doliendo las muertes de Paco Gurrea, José Antonio Espejo, Doménech o Bahamonde.


15.

“De pronto aquel secreto dormido, aquel hermoso destello que de entonces me venía y no estaba seguro de qué era, se me ha ofrecido limpia, honradamente, como la hogaza que se ha extraído recientemente del horno. Y en verdad ya no existen la casa, ni los padres, ni las tapias difíciles, ni los nidos de magia, ni los arcos con sus flechas, ni los baños a pelo en el río, ni las piernas infatigables para hacer girar veloces las ruedas de los días. Sólo cálida noria de anhelo por volver a aquel refugio que ya únicamente respira en la nostalgia. Sólo piedra inmortal de la memoria que revive y alumbra la sombra del pasado. ¡Y qué pena que todo eso no nos sirva ya para subir las cuestas del presente! ¡Qué pena que retornar al mundo de la infancia y adolescencia sea ahora como matarse de un tiro o morir más aprisa! ¡Qué pena que solamente nos sirva lo que los ojos ven, lo que palpita vivo entre las manos! De cuanto ayer bajó por mi corriente y podía coger entre mis dedos hoy sólo queda un eco en las orillas.” Esto escribí hace poco pensando en aquel otro fragmento que presenté como muestra de mi modesta afición a la poesía, y que tenía que ver con la infancia, ese paréntesis en que nada parece suceder y que, en cambio, nos teje dentro del alma todo lo importante que seremos después. "Un eco en las orillas". Como estos ecos que resuenan dentro de mí referidos a las voces del Colegio Privado. A veces me parece ver salir de entre las sombras del tiempo a los amigos de siempre y a los que no lo eran tanto, aquellos que conmigo, codo a codo, levantaron la vida humana y escolar del Colegio dejándose más de media vida en el empeño, y aquellos otros a los que, por todos los medios, poniéndonos zancadillas profesionales y humanas, nos nublaron el cielo de todos nuestros sueños y esperanzas hasta acabar arrojando sobre nosotros la tormenta del despido y la rotura emocional y existencial. Recuerdo que pasadas unas semanas, unos meses tal vez, sin pertenecer ya al mundo agobiante del Colegio, me encontré en un paseo de Sabadell a un antiguo compañero y caí, tonto de mí, en la tentación de preguntarle cómo seguía la vida allí. El profesor me contestó mirándome a los ojos fijamente, como buscando en ellos comprensión para sus palabras: “¿Quieres que te diga la verdad? Pues allí se vive en medio de un silencio sepulcral. A nadie se le ocurre levantar una voz más que otra ni siquiera a la hora del comedor. Silencio. Silencio. Vivimos atemorizados. Ellos no, claro, porque siempre tienen trabajo, si no es allí será en otro colegio suyo, de los muchos que, como sabes, tienen por todas partes.”Durante el funeral de Ferrer tuve que compartir los bancos de la capilla con algunos de ellos. Allí estaban Molino y Canal, el donuts con el agujero en el cerebro y en el pecho, y al darles forzadamente la mano no pude por menos de pensar que, si estábamos asistiendo entonces a una misa en sufragio del alma de nuestro compañero, en parte se debía a la forma como lo habían tratado en el Colegio durante los últimos tiempos de su labor docente. Porque hay que ver la cantidad de putadas que le llegaron a hacer para provocar su renuncia, como habían hecho un año antes con Llerón, al que enclaustraron en la Biblioteca como si fuera un apestado. Sin embargo esa vez los “religiosos” dieron con un hueso duro de roer, y Llerón aguantó con un par el horrible asedio.


16.

Ferrer era un estupendo granadino que tenía una habilidad especial para tratar con los chicos y sonsacarles, como si fuera un detective escolar consumado, los trapicheos que se traían entre manos. Además mostraba con todos una simpatía poco habitual, simpatía que, unida a una inteligencia extraordinaria, le convertía en una persona muy grata con la que daba gusto estar. Se había licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona, ciudad a la que vino a vivir siendo todavía muy joven.
A la hora de comer solíamos ocupar la misma mesa y convertía aquel rato de asueto en una charla amena y divertida. A veces nos aventurábamos en conversaciones algo elevadas sobre las relaciones que existen entre el Arte y la Literatura, y entonces intervenía Llerón para bajar el nivel de la conversación a la altura normal y corriente de las  cosas de la  vida con alguno de sus chistes, aunque, eso sí, mirando de soslayo a derecha e izquierda por si algún “religioso” andaba en las inmediaciones. Lo malo era (y ocurría en muchísimas ocasiones pues el asiento de las mesas no estaba reservado ni la naturaleza de los comensales tampoco, como es lógico) que a la mesa acababan siempre llegando algún “religioso” y de ese modo la charla se veía obligada a navegar entre los inoportunos escollos y con las consabidas frases crípticas con que algunos de los más cercanos solíamos intercambiarnos ciertas informaciones.
Hubo otra actividad que nos unió más a Ferrer y a mí. Resulta que mostraba por la fotografía una afición entre científicamente seria y artísticamente lúdica. Conocida esta afición suya, le propuse un día realizar juntos una actividad híbrida, algo así como un reportaje literario. Él se cuidaría de la ilustración y yo del texto. El trabajo tenía como tema central la presencia de Bécquer en Cataluña. Y de común acuerdo nos pusimos manos a la obra un fin de semana de diciembre, poco antes de las vacaciones de Navidad. Y durante el descanso vacacional le dimos un buen empujón al trabajo. Conservo con cariño todavía algunas hojas de la común tarea. Pero al volver en enero a las tareas laborales tuvimos que aplazarla (de hecho nunca más la proseguimos, y eso es algo que lamento de verdad) porque los “religiosos”, conocedores de nuestras habilidades extraprofesionales, nos propusieron un pequeño trabajito para conmemorar los veinticinco años del Colegio, que por entonces se iban a cumplir. Se trataba de un librito de unas veinte hojas titulado Rincones perennes que se regalaría a padres y alumnos para honrar tan feliz acontecimiento. Ferrer fotografiaría lugares, rincones, objetos, árboles, escenas y sitios típicos del Colegio, y yo escribiría pequeños textos líricos, en verso o en prosa, relacionados con las fotografías. Encantados con la idea, ya veíamos el librito terminado. La presentación del material contendría páginas contiguas: la fotografía en la izquierda, y el texto poético en la derecha, y abarcando la cabecera de ambas páginas el título del rincón elegido. En los ratos libres que nos permitía el horario escolar trabajábamos unas veces juntos para elegir el rincón y otras por separado para que él pudiera fotografiar el motivo y prepararlo adecuadamente en su casa y yo para encontrar las palabras adecuadas para no desmerecer el arte de su trabajo. Y así estuvimos hasta la Semana Santa, que ese año caía en los últimos días de marzo. Y al volver de vacaciones, seguimos trabajando en lo que nos pareció una obra que, además de ser divertida, nos estaba reportando paz al espíritu y cosquilleos al corazón. Ilusionados y contentos con el trabajo realizado hasta ese momento, se lo mostramos a la Junta de Gobierno para ver si seguíamos adelante con el proyecto o no.Esperamos en vano una contestación en los días siguientes. Y al cabo de dos semanas, a punto de celebrarse el Aniversario de los 25 años del Colegio Privado, Deus, a la sazón director, nos llamó a su despacho. Al ver su rostro circunspecto, el asunto me olió a chamusquina. En efecto, aquel trabajo que habíamos realizado con tanta atención y cariño, quedó en aguas de borrajas. La explicación que se nos proporcionó al respecto no dejaba lugar a dudas y que  ponía de manifiesto una vez más la cicatería de quienes regentaban aquella empresa de locos. El director nos dijo: “La Junta de Gobierno en pleno y yo en particular lamentamos deciros que vuestro brillante trabajo no va a poder ver la luz, por lo menos como habíamos pensado para celebrar el veinticinco aniversario de nuestro colegio. Hemos pensado que resultaría un gasto imposible de asumir en estos momentos. Preferimos editar unas postales de Cabañas con algún cuadro suyo que recoja una estampa del Colegio y celebrar un acto académico presidido por la mujer del presidente de la Generalidad de Cataluña. De todos modos, os trasmito el agradecimiento de la Junta por la atención que habéis tenido con el Colegio.”
"Lo que más me molesta, le dijo Ferrer sin perder los nervios, no es el tiempo que he perdido buscando en los archivos ni fotografiando rincones en la riera o en otra parte del Colegio, ni siquiera lo que le he robado al sueño para idear cómo quedaría mejor la fotografía del motivo elegido, sino la libertad y desfachatez con que tratáis cualquier trabajo que hacemos cualquiera de nosotros. Si algún día fuerais capaces de entender lo mal que os portáis con la gente que trabaja para vosotros, me daría por satisfecho. Pero creo que el corazón lo tenéis en las estampas, no en el pecho."
La última frase me pareció cojonuda pero también comprometida. Me quedé tranquilo pensando que tampoco Deus la había comprendido. Yo me quedé sin palabras, aunque sabía que algo muy grande me hervía por dentro. Al día siguiente, más sereno, le dije al director: “El único consuelo que me queda, y espero que a Ferrer también, es que ojalá encontremos una editorial que nos publique el trabajo y nos compense del tiempo perdido. “
La réplica del director no se hizo esperar: “En ese caso, y quiera Dios que lo logréis, tendríais que incluir en el apartado de “Agradecimientos” algo así como "Los autores muestran su reconocimiento a los rectores del Colegio por haberles brindado generosamente sus instalaciones y sus archivos fotográficos.”
Mayor desfachatez imposible. De cualquier modo, a partir de aquel día, Ferrer ya no volvió a ser el mismo. Su cara redonda y sonrosada de niño, enmarcada en aquellos cabellos rubios que le disimulaban la edad, rejuveneciéndosela en muchos años, mudaba de pronto y se ponía seria  cuando veía a menos de dos pasos algún “religioso”. Y si era Deus, no podía evitar temblar de ira. Y no precisamente de santa ira, como decían ellos para suavizar la desvergüenza de su inveterada hipocresía.

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