lunes, 15 de junio de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO VIII



Resultado de imagen de cuervo


20.


Respecto al fracaso del Colegio Privado, en materia de organización escolar y práctica pedagógica, Llerón solía decirme: “Porque mira que lo han hecho mal a partir de los primeros años ochenta. Ahora que lo pienso, parece que se pusieron de acuerdo con los golpistas del 23 F. La única diferencia que hay entre unos y otros es que a estos últimos les salió el tiro por la culata y a los del Colegio mejor que bien, me refiero a que se hicieron con el poder que hasta ese momento había estado en manos de quienes sabían didáctica y ejercían la pedagogía con conocimiento de causa. Claro que para nosotros el golpe de estado del Colegio resultó ser el exilio. Sin embargo, hemos salido ganando, ¿no te parece? Porque no me negarás que el dinero de la indemnización por el despido improcedente nos vino de perlas, ¿eh? Y otra cosa, y más importante: ya no estamos viviendo en aquellas tinieblas. Se creyeron que nos habían jodido bien jodidos, cuando en realidad el tiempo les ha debido de decir que se comportaron, además de pérfidamente, como unos perfectos gilipollas. Stultorum infinitus est numerus.”
Retazos de esa conversación aún permanecen en mis recuerdos como avispas que quieren clavarme su aguijón. Intento en vano sacudírmelos, y en la porfía de esos recuerdos aparecen, sin embargo, algunos compañeros, cuyos nombres me reconfortan.


21.

Barrado es uno de ellos, el cual ya estaba trabajando en el Colegio Privado cuando yo llegué a él. Era maño y daba clases de Geografía e Historia a los mayores, que correspondían a la primera promoción del Colegio. Era bastante alto y fornido y un poco desgarbado en el andar y, sobre todo, en la expresión, pero en cambio, también era un hombre formal y serio, responsable y con  vocación innata para la enseñanza. Jugaba al fútbol de defensa y lo hacía con las mismas ganas con que daba clases, y con tanta intensidad que no había delantero que se  escapara de su férreo marcaje. Sus patadas, debidas a un excesivo celo por hacer las cosas bien, como decía, se hicieron memorables, hasta el punto de que las grandes jugadas del equipo contrario solían tener lugar en la banda contraria de la que Barrado ocupaba. Jugaba al fútbol con la misma pasión que ayudaba a los compañeros a montar el Belén a la entrada del Pabellón o a mí a preparar una clase de Literatura. Recuerdo la vez en que con un bolígrafo golpeaba el pie metálico de una lámpara imitando las campanadas de una iglesia mientras yo, ante el magnetófono, grababa la lectura de El estudiante de Salamanca. Luego nos reíamos los dos al escuchar la grabación y descubrir aquellas campanadas que sonaban a música ratonera.
Él mismo hacía alguna que otra intervención teatral ante los alumnos más pequeños, sobre todo cuando tenía que hacer alguna sustitución. Entonces, para hacer más agradable la clase, contaba chistes de aragoneses, muy malos por cierto a juicio de los chavales, pero que éstos se los reían para no hacerle enfadar. O cantaba la canción que se hizo famosa, aquella canción de las brujas que en más de una ocasión cantábamos a dúo entre carcajadas que hacían saltar de miedo los cuadros de los horarios colgados de la pared. La canción decía:
“A eso de la medianoche,
de las doce al último son,
 salen las brujan cantando
 y forman todas en procesión.
Y hacen fechorías,
ay, ay, ay,
 y mil tropelías,
ay, ay, ay...”
Era realmente divertido verle hacer una pausa intrigante tras los primeros cuatro versos mientras se agachaba imitando a un ser malévolo con las manos curvadas como garras y extendidas hacia delante y los ojos y la boca ampliamente abiertos en una mueca claramente amedrentadora. Y luego, repentinamente, soltaba en voz muy baja y misteriosa los cuatro últimos versos:
“Y hacen fechorías,
 ay ay ay...
 y mil tropelías
 ay, ay, ay...”,
logrando con ello que los chicos se sobrecogieran durante breves segundos, aunque enseguida, pasada la impresión del momento, estallaban en grandes carcajadas, más para aliviarse de la mella que había causado en ellos la canción, que para celebrarla.


22.

Barrado tenía un buen amigo dentro del Colegio, que era Villalba, Jefe del Departamento de Latín y Griego durante muchos años pero que al final de su permanencia en el Colegio los jerifaltes le encargaron dar las clases de Catalán, pues se había licenciado en Clásicas y Románicas y estaba capacitado según ellos para enseñar tanto el Latín como la lengua de Maragall. La razón del cambio fue otra, sin embargo, y aquel tiempo último resultó ser para él algo parecido a un infierno, y eso que estaba trabajando para quienes tenían hilo directo con Dios.
Con Villalba hablaba Barrado de Museos de Barcelona y de exposiciones de pintura que en la ciudad condal se daban con tanta frecuencia para visitarlas los fines de semana. También de vez en cuando los dos amigos preparaban excursiones para las dos familias por la Cataluña románica. Cuando sucedió lo de Villalba todas las alarmas saltaron y las relaciones amistosas que Barrado mantenía con los “religiosos” se esfumaron de repente. De la noche a la mañana empezó a preparar Oposiciones. En cosa de un año pidió el finiquito y desapareció.
Villalba procedía de una familia catalana de rico abolengo y tenía dos aficiones que sobresalían sobre todas las demás. Una era coleccionar estampas de iglesias románicas de España, en especial de Cataluña. Esta afición estaba estrechamente ligada a la de viajar y hacer excursiones para descubrir lugares interesantes donde hubiese ermitas, templos, iglesias, basílicas, monasterios o catedrales románicas. La otra, investigar la gastronomía en los clásicos griegos y latinos, así como en la narrativa catalana de los últimos tiempos. Hace unos años, fuera ya del Colegio, escribió y presentó un libro que se titulaba La gastronomía del Imperio. Al acto de presentación acudieron algunos de sus antiguos amigos y compañeros , especialmente su inseparable Barrado. Al lado de estas aficiones tenía otras de menor importancia pero que también reflejaban aspectos de su carácter, como aquella que llevó a cabo junto con otros compañeros del Departamento de Catalán, al que había pertenecido en su última etapa en el Colegio, y que se convirtió durante unos meses en la comidilla del centro. Resulta que los miembros del Departamento se empeñaron inútilmente en enseñar a un cuervo a hablar en catalán. Se ve que el ave que inmortalizó Poe en su famoso poema, con el insistente y agorero estribillo "Never more", apareció misteriosamente un día en el alféizar de la ventana del despacho de Villalba. Tenía un ala rota y el ánimo más negro que su plumaje. De ahí que, los miembros del Departamento de Catalán, compadecidos del pobre pájaro, lo recogieron, lo curaron y se pusieron a adiestrarle en el idioma de Verdaguer. Para lograr tamaño objetivo, se turnaban en torno al cuervo para repetirle una y otra vez “Bona tarda, amic meu, bona tarda”. Pero el pobre animal no debía de ser partidario de aprender ni esa lengua ni ninguna otra. Y un día, sus "profesores", viendo que era imposible lograr nada positivo de su volátil "alumno", le abrieron la ventana del Departamento para que volara al cielo azul en busca de la libertad. El cuervo voló hasta el pino más cercano, se posó en una rama de cara al Departamento, miró hacia allí por última vez como agradeciendo al grupo de profesores su encomiable dedicación y enseguida se perdió entre los jirones de azul claro que dejaban entre sí las copas del pinar.
El día en que empezó a nublarse el sol en la vida de Villalba en el Colegio Privado coincidió con la primera clase de la mañana de un lunes de octubre frío y triste. Una niebla espesa ponía algodón en los cristales de las ventanas, cuando los chicos, aún de pie, rezaban el “Oh, Señora mía” con voz todavía no despierta del todo. Acabada la oración, Villalba mandó sentarse a sus alumnos y abrir el libro por una Lectura de Pla. De repente, el alumno que hacía a la sazón de Secretario de Curso, levantó la mano para pedir la palabra. “No sé si sabrá”, empezó a decir el chico, “que a esta hora nos toca rezar el rosario”.Aquella clase era un BUP peleón y duro con algunos profesores que no éramos “religiosos”, y el secretario de curso era uno de los múltiples hijos de un famoso y acaudalado empresario textil de Tarrasa y también uno de los cinco padres fundadores del Colegio bajo los excelsos auspicios de la Máxima Autoridad. Villalba que, por lo que fuera, aquel día no se encontraba de buen humor para atajar con mano izquierda el conflicto que amenazaba eclipsar su autoridad, le respondió que iban un tanto atrasados en la asignatura (cosa que era verdad pero que era un detalle que no tenía la menor importancia para la filosofía del Colegio) y que por ello daría la clase de Catalán. Añadió que el rezo del rosario podía posponerse a la siguiente clase y que él hablaría con el profesor correspondiente para llegar a un acuerdo.
Acto seguido, nuevas manos se levantaron; todas, pertenecientes a los miembros del Consejo de Curso. Entonces Villalba notó que las piernas empezaban a negarse a sostenerlo. En más de quince años de docencia jamás había sentido aquella desazón. Y los nervios acabaron de salir disparados en todas direcciones cuando aquellos pequeños tiranos le recordaron que había en el Colegio normas inviolables como la de rezar el rosario todos los días del mes de octubre, respetando el orden riguroso de las clases, y aquella era una de ellas. Y el profesor estalló. “Pues hoy digo que hacemos Catalán”, y pidió al secretario de curso que leyera en la página 23 de su libro de texto la Lectura de Pla. “No pienso hacerlo, señor Villalba”, respondió de forma altiva el alumno mientras buscaba con los ojos la aquiescencia del resto de la clase, en especial, la de los miembros del Consejo de Curso, la mayoría amigos suyos y vástagos como él de “religiosos”. “Y no sólo eso, añadió, sino que además salgo del aula para hablar con el Jefe de Sección de lo que aquí está pasando.” Villalba, blanco como la pared por la insolencia del chico, le prohibió que saliera de la clase. Pero el alumno ni le escuchó. Cruzó los metros que le separaban de la puerta, la abrió parsimoniosamente y salió al pasillo. La puerta volvió a cerrarse. La clase se sumió en un silencio hosco mientras Villalba se hundía en un mar de impotencia y rabia. Toda la autoridad y dominio del oficio que había ejercido hasta ese momento se le cayó al suelo de repente, y el prestigio, y la dignidad.
Ese mismo día Deus lo llamó a Dirección y le echó una bronca de campeonato, recordándole el orden de prioridades que había en el Colegio y para quién trabajaba y concluyó diciéndole que si no estaba de acuerdo con la filosofía del centro, debería pensar muy seriamente la posibilidad de buscar otro sitio para enseñar.
A partir de entonces todo cambió en la vida de Villalba. Su amigo Barrado le pidió que guardara discreción y prudencia  aunque estaba totalmente de acuerdo con él y le seguía apoyando en sus opiniones más íntimas.
Alia jacta est, me dijo Llerón nada más conocer lo que había sucedido. “A partir de ahora, esa clase será un infierno para Villalba.”
Y así fue porque cada vez que le tocaba clase en aquel curso, nada más entrar en el aula, las piernas de Villalba empezaban a temblar, el corazón a dispararse y las palabras a enredársele en la boca. Y un día (estaba cantado), incapaz de guardarse lo que pensaba de la situación a que aquellos grandísimos cabrones,  metidos en cuerpos de alumnos, le habían obligado a sufrir, les soltó la frase que fue la gota de agua que colmó el vaso: “No creáis que siempre va a ser así. Un día dará la vuelta la tortilla y entonces sabréis qué es la justicia. Y los que estáis arriba os veréis abajo, mordiendo el polvo.”
Aquello era lo que esperaban ansiosos los jerifaltes que sucediese para deshacerse de Villalba. Y en menos de una semana, el profesor de Catalán se vio en la calle, eso sí, bien indemnizado, como siempre, muy propio de quienes están acostumbrados a acallar con dinero sus conciencias, sus perversas y soberbias conciencias.

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