viernes, 15 de mayo de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO V




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11.

Sustituyó al señor Ángel un hombre con cara de ratón llamado Hoyos, que era “religioso” y había venido de otro colegio de Barcelona. El hombre siempre se mostraba taciturno, serio y con la cara larga. Seguramente por ello algunos alumnos lo llamaban “Tristón”. Aún seguía en el Colegio cuando Llerón y yo salimos de él. Medio en broma medio en serio y a petición de algunos compañeros llegué a escribir una especie de canción burlesca dedicada a tan singular personaje:
“Siempre estás triste, Tristón,
 en tus Hoyos de tristeza
 metido hasta la cabeza
 y dolido el corazón.
 Esa cara has de encender
 con buenos tragos de vino
 y alegrar  tu gris camino
 con la miel de una mujer.”


12.

Desde el Pabellón de los Pinos al de los Hexágonos se bajaba por un sendero de losas que orillaba la riera por un lado y por otro el césped con forma de triángulo cuyos bordes estaban adornados con azulejos que Cabañas, el profesor de Arte, había previamente elaborado con un grupo de alumnos que destacaban en artes plásticas. El nombre del pabellón le venía por la forma que tenía. Las aulas se disponían alrededor de una base hexagonal y en el centro se elevaba una cúpula en punta acristalada por donde entraba tamizada la luz tranquila y limpia del Vallés. Allí estudiaban los niños que cursaban Preelemental y Elemental (luego Primaria). Aunque también se experimentaron sistemas de enseñanza foráneos como el EDI, que en términos jocosos los profesores de las secciones superiores traducíamos como “El Didacta Idiota”. En pocas palabras, se trataba de un sistema especial de enseñanza en el que los alumnos escogían en unos sobres preparados para la ocasión las actividades que debían realizar. El que salía perdiendo, efectivamente (en todos los sistemas educativos ocurre igual, pero en ese más) era el profesor, que se pasaba todo el día (y en su casa parte de la noche) corrigiendo trabajos, ejercicios y actividades de los chicos, de modo que el tiempo de preparación de clases era prácticamente nulo. Y si al menos hubiera servido de algo. No fue más que una experimentación basada en un sistema ensayado en otras latitudes con resultado negativo. Lo único que había de cierto era que, además de lo apuntado acerca del trabajo docente, los alumnos poco o nada trabajadores realizaban las actividades más fáciles y un número reducido de ellas. Allí reinaba la “santa” voluntad de los chicos. Y a eso se le llamaba libertad responsable.
El conserje del Pabellón era el señor Mulero, un exguardia civil, alto y ancho como un baobab, que se movía con la “ligereza” y “elegancia” de un oso. Todos los chicos, a pesar de la forma brusca que tenía el conserje de dirigirles la palabra, lo querían y respetaban. Lo que más le fastidiaba de su trabajo al conserje era tener que subir al Pabellón Central cada dos por tres a buscar tinta para la ciclostiladora o paquetes de folios para los exámenes y demás trabajos de los profesores. Y cuando no era eso era otra cosa, como acompañar a los niños pequeños a la enfermería o al aparcamiento donde alguna madre acababa de llegar con su imponente utilitario para llevarse a su hijo a casa.El señor Mulero tenía un gracejo tan especial para decir las cosas que sus frases pasaron al acervo anecdótico del Colegio. Si por ejemplo veía a algún alumno con la americana mal puesta, le decía con voz cuartelera: “¡ Niño, abróchate la guerrera!” Y en cuanto al césped que rodeaba al pabellón, se refería a él en cuanto descubría la velocidad con que había crecido la hierba con esta frase: “¡ Cómo crece el hijoputa del césped!  ¡Si al menos fuera trigo!” El señor Mulero tenía sus más y sus menos con algunos profesores de la Sección, entre ellos un numerario llamado Masiá, que no hacía otra cosa que invitarle a retiros y convivencias espirituales, hasta que un día, harto ya del recalcitrante asedio, le dijo al acosador: “Dios ya sabe cómo soy yo. No necesita verme en otro sitio que no sea el mío”. Eso debió de molestarle al tal Masiá porque, malinterpretando las palabras del conserje, le faltó tiempo para ir con el cuento a los jerifaltes del Colegio, que enseguida debieron de pensar que la vida espiritual del señor Mulero dejaba mucho que desear. Y cuando al cabo de un tiempo Masiá ocupó un cargo importante dentro del Pabellón de los Hexágonos, empezó a cargar al conserje con más trabajo del que realmente le correspondía por su rango. Y así, le mandaba  recoger el aula de dibujo y la de actividades manuales, que quedaban hechas un estercolero cuando los chicos las abandonaban, y sobre todo, y eso era la gota de agua que acabó colmando el vaso de la paciencia del conserje, limpiar el pequeño zoológico en que se había convertido un ángulo inservible del Pabellón entre dos módulos de clases. Pues bien, como esta última tarea desesperaba y sacaba de quicio al señor Mulero, decidió vengarse de Masiá. Y un día la serpiente, una culebra vieja que se pasaba el día durmiendo en el terrario y por la cual sentía verdadera aversión el conserje, apareció muerta junto al tronco seco de chopo en el que solía enroscarse. Menos mal que se achacó el suceso a que por entonces había habido una ola de calor y se pensó que había afectado al ofidio. El señor Mulero respiró aliviado. Cada vez que le contaba el caso a su colega Guerrero, conserje del Pabellón del Almendro, ambos reían a mandíbula batiente.


13.

El Pabellón del Almendro fue el edificio que se construyó en tercer lugar, cuando los dos anteriores se quedaron pequeños para poder albergar el incremento del alumnado en los años más prósperos del Colegio. El Pabellón se levantó en la zona más elevada de los terrenos que poseían los de la Obra, junto a la masía de Can Jover, masía que también con el tiempo desaparecería para ceder su sitio al último pabellón que yo conocí y al que bauticé el año de su inauguración premonitoriamente como el Panteón. El Pabellón del Almendro también se llamó del Delfín por el mosaico que en el vestíbulo colocó el Departamento de Arte y que representaba un gran delfín plateado sobre fondo azul marino. Los profesores del Pabellón del Delfín, cuando medían sus fuerzas deportivas contra los profesores del Pabellón de los Pinos, conocido más popularmente como el de la Mariposa, solían llamarlos medio en broma medio en serio “ingrávidos”, “melifluos”, “volátiles”, “inconsistentes” y otros adjetivos de parecida significación. Mientras que los profesores del Pabellón de la Mariposa llamaban a sus adversarios del Pabellón del Delfín “húmedos”, “mojados”, “acuáticos” y cosas peores como “ahogados” y “merluzas” y hasta les dedicaban epítetos épicos tan chocantes, pero por otra parte tan lógicos como: “Oh, vosotros, los que andáis escocidos como si llevarais los huevos pasados por agua.” A lo que respondían los del Pabellón del Delfín, capitaneados por Llerón: “¡Ay de vosotros, los que os movéis por el aire como si se hubieran convertido vuestras pelotas en nubes vaporosas y viajeras!” El 27 de abril de todos los años, festividad de la Virgen de Montserrat, el Colegio en pleno, alumnos, profesores y personal no docente, solía reunirse en la explanada que había delante del Pabellón del Almendro o del Delfín y, de cara a la mole sagrada de Montserrat, y aunque granizara o cayeran chuzos de punta, cantábamos a la Señora del Cielo (la Moreneta para los catalanes) el famoso virolai, ensayado varias veces para tal ocasión: 
“Rosa d’abril,  morena de la serra,
de Montserrat l’estel, 
 il.lumineu la catalana terra,
 guieu-nos cap el cel,
 guieu-nos cap el cel...”
En el Pabellón del Defín se hallaba la recién construida Aula de Audiovisuales, el Departamento de Deportes y el de Inglés, además de las diversas aulas de alumnos y despachos de los profesores. Dos secciones convivían en el Pabellón, el BUP y el COU, dirigidos ambos por sendos miembros de la Obra: el primero por Carrera, que haciendo honor a su apellido, era una persona inquieta y nerviosa que transmitía a los profesores y a los alumnos su inquietud y nerviosismo; y el COU, por uno de los más veteranos del Colegio, casi un dios entre los “religiosos”, un numerario llamado Molino, que molía realmente el trigo que se cosechaba allí. El Pabellón del Delfín se transformaba al llegar la tarde en una nueva Sección, la de la SET, adonde acudían alumnos mayores que nada tenían que ver con los de la mañana. De extracción social más modesta, eran hijos de trabajadores que poseían suficientes medios económicos como para llevarlos a un colegio como el nuestro, que durante los primeros años de funcionamiento fue poseedor de un merecido prestigio educativo, para recibir una buena instrucción. Eran alumnos procedentes de las más diversas escuelas del Vallés y, por consiguiente, poseedores de una formación variopinta, y desde luego sin las miras religiosas de los alumnos de la mañana, cuya mayor parte pertenecían a familias religiosas, acaudaladas y conservadoras. Yo fui desde los últimos años setenta hasta casi el final de mi trabajo en el Colegio también profesor de la SET. Los gastos de la casa, la educación de mis hijos y los costos de la adquisición de la segunda vivienda cerca de Montserrat, una modesta casita de una planta y un pequeño jardín, me exigían ese sobreesfuerzo laboral. En el Pabellón del Delfín pasamos momentos muy felices Llerón, Juanmari y yo. Aunque allí tuvimos que vivir otros tiempos no tan dichosos rodeados por todas partes de “santos” aquí en la tierra, “santos” como el citado Molino, el cual se creía a pies juntillas que mantenía línea directa con Dios.


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