jueves, 8 de enero de 2009

CONEXIÓN







CONEXIÓN Número 1. 15 de enero 2009. Cerdanyola

EL POEMA.

Prometí volver a hablar de Giménez Frontín con la llegada del nuevo año. Y lo hago en este primer número de enero después de leer ocho o diez poemas del poeta, todos llenos de ese temblor de vida que tenía todo lo que tenía que ver con José Luis, desde su ocupación laboral hasta su labor creativa, que atravesaba los sentimientos y las ideas de una luz libre y abierta a todos los horizontes, por encima de razas, religiones, clases sociales y partidos políticos. Fruto de esa primera lectura es la








Carta abierta
A José Luis Giménez- Frontín,
en memoria

La vida
Te fascinó mucho más que sus espejos,
Y un pellizco, una luz, un soplo de arte,
Un gato en brazos eran el misterio
Cotidiano del poema.
La vida era dolor y amor de verso
Y la poesía, perfecta o no, era llanto,
Escalera de brisa o flor de beso.
Todo era verdad y necesario
Si lo mirabas tú con tu silencio
De hombre y de poeta. Ahora el canto
Es sólo canto, empeño
De alegría en medio de la tonta
Complejidad del mundo, sueño
Constante de la Ítaca
Que siempre perseguiste hasta ese hueco
De sombra que hoy te breza
Mientras suena el mar tranquilo allá a lo lejos
Y tan cerca de tu ciudad natal,
Al fondo de las Ramblas o en el quieto
Corazón del libro que escribías
Siempre nuevo.




EL RELATO

El nido



Ya no está el nido por ningún sitio ni mucho menos el árbol que lo sostuvo amoroso entre sus brazos un tiempo. Por esa manía que tiene el hombre de deshacerse de lo que da vida a su alrededor, cambió la tierra, siempre madre y a la espera de dar fruto, que era el suelo del patio por el cemento para siempre estéril. ¡Y pensar que ahí en ese cuadrado de cemento que ahora veo desde el balcón hubo hace años un árbol y un nido, esperanzas hechas realidad en un momento importante de mi vida!
Esa historia tiene su principio. Fue una primavera en que se me ocurrió plantar un hibisco en el centro del patio. El hibisco era de un amigo que se iba a deshacer de él para hacer unos arreglos en su jardín. Al momento pensé que el árbol me podía venir bien para adornar con un poco de vida el desangelado patio trasero de mi casa, donde apenas tenía plantados algunos cactos en un arriate del fondo. Y dicho y hecho. Nunca me imaginé que aquel pequeño signo de vida vegetal se convertiría en un corto periodo de tiempo en un soporte de vida y alegría. Pero no adelantemos acontecimientos.
Tras el primer verano de la plantación, el hibisco apenas me sobrepasaba en altura y su tronco era más delgado que mi muñeca. Pero aun así alegró nuestra vista, la de mi mujer y la mía, con sus acampanadas flores púrpuras, las cuales, aunque duraban abiertas sólo un día, se turnaban sabiamente para no dejar nunca de vestir el aire con su color de vino viejo. Y hasta algunos pájaros acudieron a la llamada verde del árbol, sorpresa en un patio hasta entonces solitario y aburrido, a posarse y juguetear entre sus ramas. Y llegó el otoño con sus fuertes vientos, y el delgado hibisco empezó a perder sus hojas y, sobre todo, a bambolear su frágil tronco ante los impetuosos empujones de los vendavales.
Comprendí que si no ponía remedio pronto a aquellas amenazas propias del clima, mi pobre y recién plantado árbol no sobreviviría al serio peligro que representarían los duros temporales del vecino invierno. Así que opté por mantenerlo erguido atando su cintura de avispa a dos estacas que clavé en ambas tapias del patio. Y pasó diciembre y enero y febrero. Y llegó marzo con sus manos de madre previsora y solícita y cubrió de yemas abultadas las ramas de mi hibisco, yemas que en días sucesivos se convirtieron en nuevas ramitas y en hojas que lo vistieron de nuevo de verdor y alegría. Al fin veíamos con satisfacción que nuestro árbol había superado felizmente el terrible tiempo de la espera invernal y que estaba dispuesto a cumplir el inaplazable y bello destino de su ciclo vital. Es más: algo nuevo vino a llenar de gozo nuestros ojos y fue ver que venía a visitar de vez en cuando su ramaje una pareja de verderones. No pensamos ni siquiera por un momento en la posibilidad de que estuvieran preparándose para tejer su nido de amor y familia en la pequeña copa de nuestro hibisco. ¡Era tan pequeño! Nos conformábamos con que adornara nuestro aburrido patio trasero con sus hojas de esmeralda y sus flores de púrpura. Así que tanto mi mujer como yo no le dimos más vueltas al asunto.
Se acercaba la Semana Santa y aquel año nos íbamos de viaje a Huelva, a pasar unos días con nuestro hijo mayor que vive y trabaja en aquella ciudad andaluza. Hacía tiempo que no lo veíamos y queríamos pasar unos días en su compañía, aunque para ello tuviéramos que atravesar de un extremo a otro el país en coche y sufrir el consiguiente peligro que conlleva el tráfico rodado, siempre con la idea de que alimentar el calor familiar ayuda no poco a ser felices. Una vez allí, a más de mil kilómetros de distancia, las procesiones, los montaditos, alguna escapada a la vecina Sevilla y a la tierra del ibérico en Aracena y, sobre todo, las constantes alegrías compartidas con el hijo, hicieron que nos olvidáramos momentáneamente de Barcelona, de la casa y de cuanto allí pasaba. ¡Y vaya que pasaba! Pero todo a su debido tiempo.
Durante el viaje de vuelta, entre charla y charla habida con mi mujer y canción y canción escuchada en la radio del coche, a mi cabeza volvía de vez en cuando el recuerdo del hibisco y de aquella pareja de verderones que habían empezado a visitarlo con frecuencia antes de que emprendiéramos el viaje.
Y llegamos a casa.
Y lo primero que hice tras deshacer las maletas, fue abrir las puertas del patio y echarle un vistazo a mi querido hibisco. Al principio me pareció que todo en él estaba igual que siempre, su delgado tronco, sus incipientes flores, su pequeña copa, el verde fresco que salía de él…Pero de pronto un sonido suave y dulce, como construido de tenues silbidos, sonó en el silencio del patio. Aquel sonido acariciador ¿había brotado del árbol? Presté más atención. Y volvió a sonar aquel tímido conjunto de silbidos tenues y suaves. Me acerqué con sumo cuidado al hibisco, pero casi al instante me detuve: de entre las ramitas de su copa salió volando un verderón, posiblemente un miembro de la pareja que yo había visto antes. El corazón no me cabía en el pecho. Llegué con tiento al pie del árbol y experimenté una alegría indescriptible al descubrir un nido apoyado estratégicamente sobre la horquilla formada por dos ramas de la copa. Los tímidos y sibilantes trinos eran constantes. Sin duda las crías de verderón, refugiadas en el calor del nido y presintiendo un peligro cercano, reclamaban insistentemente auxilio de sus progenitores. ¡Un nido vivo en el árbol de mi patio! Parecía increíble. En un árbol tan pequeño y tan al alcance de los moradores de la casa. Nunca lo había visto. Aquello era un milagro de la vida y la naturaleza que merecía a todo trance respeto y consideración. En primer lugar y bajo ningún concepto no se podía perturbar el desarrollo de la vida de los pequeños verderones que en aquel nido de mi patio trasero un día aprenderían a cantar y a volar, guiados por la atávica sabiduría de sus padres.
Loco de alegría le conté la buena nueva a mi mujer, que por supuesto juzgó la noticia como algo milagroso. ¡Un nido en el hibisco del patio! Aunque increíble, era un hecho tierno y real.
Los días pasaban. Y nuestra curiosidad no lograba impedir asomarnos al patio para asistir a la evolución de los nuevos verderones. Hasta mi hijo pequeño, casado ya pero sin descendencia todavía, cuando algún día venía a casa a comer, asistía alborozado al acontecimiento. Se burlaba de mí repitiendo una de mis frases favoritas: “Mira, mira, ahí llega la madre de nuevo.” El hibisco era una fiesta de gorjeos y silbidos, una orquesta que tocaba una mágica música no aprendida y un incansable trasiego de idas y venidas de los padres al nido para alimentar y dar ánimos a sus hijos. Y lo más interesante de todo era que parecía no importarles nuestra proximidad ni nuestra presencia.
Y llegó el día en que el patio se convirtió en una escuela de vuelo y canto para los pequeños verderones. Pero todo aprendizaje entraña riesgos. Y en cierta ocasión uno de los pequeños, mientras ensayaba uno de sus primeros movimientos de las alas, se enredó en el arriate de los cactos y empezó a llamar lastimeramente a sus padres. Daba una pena inmensa oírle llorar de aquel modo. Los padres acudieron en su ayuda, pero nada podían hacer por librar a su hijo de aquella momentánea prisión de púas, y ante la impotencia revoloteaban y gemían también, aumentando el llanto del pequeño. Tuve que hacerlo yo. Con el cuidado que me proporcionaba el amor que había logrado sentir por los verderones y el deseo de darle la libertad que el pequeño merecía, logré separar de los cactos al polluelo que, tras un suave forcejeo entre mis manos, remontó el vuelo hasta la barda de la tapia. Fueron sólo unos segundos los que sentí el calor de su cuerpo y el latido de su tierno corazón entre mis manos, pero jamás he vuelto a notar algo parecido en mi piel, como no sea el tacto de las manecillas de mi nieto en las mías.
El tiempo de las lecciones de canto y vuelo pasaron y mi patio se volvió a quedar silencioso y mustio sin la presencia de los verderones. Pasó el verano y el otoño. Las lluvias y el frío del invierno acabaron de desnudar las ramas del hibisco. Y el nido, encumbrado en la horquilla de la copa del árbol, mostraba con tristeza su vacío. Hasta que poco a poco fue perdiendo el entramado de sus palitos y la pelusa de su interior. No podía soportar verlo así. Y esperaba con ansias que con el regreso de la primavera otros verderones, quizá los hijos de los primeros, volvieran a tejer su nido en el hibisco de mi patio trasero. Pero no ocurrió. El hibisco siguió dando flores, pero sin pájaros ya no era el mismo. Y cuando el hombre, decepcionado, quiso que el olvido fuera aliviando poco a poco el dolor que le producía la ausencia de aquellos cantos y aquellos vuelos de antaño, decidió un mal día arrancar el hibisco y poner suelo de cemento a su patio trasero sin pensar que su precipitación un día le haría arrepentirse de su equivocada decisión. Suplantar el verde vivo y divertido del hibisco por el gris feo y aburrido del cemento. Hoy el hombre se arrepiente de haber hecho lo que hizo. Porque, entre otras cosas, el recuerdo nunca muere del todo mientras se tiene un segundo de vida, y el recuerdo de la vida y la alegría que le daba el nido de su árbol aún permanece vivo en su memoria.

LA NOTICIA

Guerra desproporcionada



La noticia es el abuso masivo de fuerza bélica por parte de Israel sobre la franja de Gaza, gobernada por Hamás. Nunca antes se había visto, salvo lo ocurrido en Irak a manos de EEUU,
un encarnizamiento tan atroz contra el pueblo palestino. Israel, movido seguramente por motivos electorales (que nunca justificarían el desmán que están cometiendo), arrecia sus ataques sin parar mientes en las mínimas normas humanitarias establecidas por la Convención de Ginebra, y así, en el frenesí de la guerra desproporcionada que ha iniciado, llega incluso a impedir a Cruz Roja que entre con sus ambulancias en un barrio bombardeado para ayudar a los posibles heridos. Esto es imperdonable, pero lo es más la neutralidad y el compadreo de algunos gobiernos occidentales que hablan y hablan de la masacre sin poner ningún remedio. Siempre son los mismos los que se echan a la calle a protestar o los que escriben las columnas de los periódicos denunciando lo mismo. Ya es hora de que los parlamentos políticos de todo el mundo se pongan de acuerdo y hagan algo positivo para parar esta demencia de Israel.



EL COMENTARIO

Matrimonio


Vaya por delante que no estoy en contra de que dos hombres se casen. Faltaría más. Para eso está la libertad de movimientos y cualquier otro tipo de libertad. Lo que ya no me parece bien es que a ese estado de dos hombres casados se le llame "matrimonio". Con el origen de las palabras, es decir, con la etimología, no se juega, como tampoco se juega con las raíces y el origen de las personas. ¿Estamos de acuerdo? Y no me sirve el hecho de que otros idiomas quieran pasarse por alto cuestiones lingüísticas tan importantes como la ya mencionada etimología de las palabras. Como ha hecho recientemente el Instiituto de estudios catalanes, uno de cuyos representantes ha afirmado muy serio que "no tenemos que ser esclavos ni de etimologías ni determinadas costumbres que pueden haberse superado...". Mira que confundir costumbres con etimologías... En fin, a lo que vamos. Dicho Instituto ha aprobado cambiar la definición de "matrimonio" de su diccionario, que queda así: "Unión legítima entre dos personas que se comprometen a llevar una vida en común establecida mediante ritos o formalidades legales". De momento, se dice "dos personas", no "dos hombres" en esa definición, lo cual deja bien claro que los del Instituto no lo tienen tan claro. Y juegan con la ambigüedad. Me parece más coherente el camino que ha adoptado la Real Academia de la Lengua Española, que es no variar la definición tradicional de "matrimonio", es decir, "unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales." Y es que la etimología, como la raíces del ser humano, sustentan la ética de cualquier compromiso, ya sea lingúístico, social o de cualwuier otro tipo. La palabra "matrimonio" viene del latín mater, matris, que significa "hembra que acaba de parir". ¿Y qué significa "hembra"?


OTROS


Interferencias lingúísticas


Enseñar castellano en zonas bilingües es tarea ardua. Yo lo hago en Cataluña desde hace más de cuarenta años y lo he sufrido en mis carnes. Cuando estaba en la enseñanza privada la editorial barcelonesa Casals me publicó un cuaderno que se trabajó durante un tiempo en algunos colegios privados de Cataluña. En dicho cuaderno afirmaba eso, que "uno de los problemas que encuentra el profesor de Castellano en zonas bilingües es el derivado de las interferencias lingüísticas". Entonces las patadas al diccionario eran, aunque graves, no tan abundantes. Sin embargo, con el tiempo el problema se ha ido agravando tanto que la cuestión es verdaderamente preocupante. Ahora estoy en la enseñanza pública y a punto de jubilarme. Y antes de hacerlo, quiero destacar ese problema. No será ésta la última vez que lo haga. En futuros números de CONEXIÓN seguiré insistiendo. En este primero de enero de 2009 haré un breve repaso por las principales faltas de ortografía, léxico y morfosintaxis que nuestros alumnos de Secundaria suelen cometer más asiduamente en sus redacciones. Hasta entre los alumnos más aplicados pueden verse acentuadas las formas verbales españolas "es" y "son", y palabras como "examen", "ciencia" o "Luis". Y en cambio, otras formas verbales como las agudas acabadas en "an" sin acento, casos de "están"o "llevarán". Si hablamos de la "y", la cosa es más grave aún. Unas veces la escriben donde no deben y otras no la escriben donde deben. En el primer caso, para sustituir la tan española "ñ": Espanya, ensenyar, montanya o senyor, y se quedan tan panchos. En el segundo caso, cuando no escriben la "y", la sustituyen por la "i": Antonio i Luis, por ejemplo. Y no me han valido los trucos y los ripios que he empleado durante años para su recordatorio. Uno de los más repetidos es el que dice: "La Y en castellano es una copa que tengo en la mano y no una cerilla en mitad de Sevilla."

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