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Bandeya inició este viaje en la posguerra (tabaco de setenta y cartilla de racionamiento) en un barrio modesto (como muchos barrios de aquel tiempo), y la primera estación de su tren cotidiano se llamó Río Duero y aledaños. Allí vivir era soñar en la mitad de un tiempo de esperanza perpetua (nombres de caídos por Dios y por España y el latín de la misa). Bandeya soñaba con higos de los huertos y con aventuras leídas en tebeos (entre paréntesis, meriendas de pimientos fritos con tortilla y baños en el río). Vivía en una casa no mejor que las otras, pero era su casa y allí estaba su hogar. La hora de la radio en la cocina: “Soy minero y templé mi corazón con pico y barrena…”, “El derecho de nacer”, “Ama Rosa”, “Lo que nunca muere”. El verano, la siesta, el espectro del puente proyectado en la pared oscura de la sala… Su padre repegando los recibos no cobrados y su madre echando cuentas para seguir haciendo milagros...
Su casa fue la escuela donde aprendió a callar cuando hablaban los mayores y a hablar sólo cuando le preguntaban. Allí aprendió lo que era el miedo, y la fe y el trabajo para vencerlo. Allí tenía su mundo más íntimo y presente. Conocía al dedillo los rincones perfectos para vivir a solas sus ensueños y ocultar lo más suyo. El desván le regalaba todos los premios, pero también todos los castigos: la gata y su camada blanquinegra, la golondrina muerta en el cristal de la claraboya, la batalla del alma contra el cuerpo, en la cual éste acababa ganando muchas veces mientras que Bandeya perdía siempre.
En invierno cambiaba la emoción. La escuela, los cristales de las ventanas sin masilla castañeteaban de frío, como Bandeya y sus condiscípulos; los mapas y el puntero misterioso; los problemas de los trenes cruzando su destino, o los de los grifos que convertían el agua de los números en días sin recreo. Y mientras el maestro, enfermo del estómago y amante de aquellas bolsitas de bicarbonato que de vez en cuando se echaba al coleto, disponía de una estufa en un bidón de hojalata, los discípulos, incapaces de hacer el huevo con los dedos, no gobernaban bien el palillero de la pluma, entre otras cosas. Y sólo los dedos de Bandeya resucitaban a medias de vuelta a casa bajo las faldas de la mesa con brasero cuando escogían lentejas, ayudaban a su padre en la tarea de volver a pegar con engrudo (harina y agua) los recibos de la compañía para la que trabajaba a comisión, o a pasar las hojas de los cuentos de Calleja que leía con tanta avidez como las aventuras del FBI, del Guerrero del antifaz y tantas otras historietas, donde se exaltaban las hazañas de la patria y su eterno pundonor.
2.
Después de la escuela del barrio, Bandeya fue a estudiar con los Hemanos Salesianos, en lo que fue su Segunda Estación, en los confines de la ciudad al otro lado del Duero. Allí aprendió la cal y la arena de la educación: la aventura de leer y estudiar y el miedo que a veces mana solo del manantial inagotable de la religión. Y fue feliz memorizando y recitando versos (“Oigo, Patria, tu aflicción y escucho el triste concierto que forman tocando a muerto la campana y el cañón...”) y leyendo el Quijote para jóvenes con sonrisas y lágrimas (“—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino...”). Y Bandeya supo lo que era el miedo profundo, terror de alma, cuando escuchaba cohibido las Buenas Noches del hermano Prefecto que posteriormente se volvían para él malas noches contando lo que les pasa a los chicos que no confiesan sus pecados y que al morir se van al infierno de cabeza y sus almas arden eternamente convertidas en brasas incandescentes.
Con todo, a Bandeya, aunque los Cuadros de Honor que conseguía con los estudios le alegraban momentáneamente, sólo duraron lo que duró su estancia en la Segunda Estación de los Hermanos Salesianos y la gente mayor, admirada de sus éxitos académicos, no hacía más que decirle “Serás el día de mañana un hombre de provecho", tras darle las gracias, se encogía de hombros porque aún no había llegado ese enigmático “día de mañana”.
3.
Ya hace tiempo que ese “mañana” es real para Bandeya porque lo está viviendo en el presente. Y hoy, por ejemplo, sentado frente al mar, hablando con su esposa de los buenos hijos que ambos tienen, comprende de verdad qué significa ser "hombre de provecho". Sencilla y llanamente, "un hombre que ha sabido sembrar en su familia un modo de vivir respetuoso, culto y austero". Algo que aprendió de niño en su Primera Estación, de sus padres que le enseñaron que la tranquilidad y el bienestar de la vida hay que buscarlos y que sólo buscándolos el ser humano puede ser libre.