domingo, 27 de julio de 2025

JULIO, CON SANCHO PANZA

 


En El jardín secreto de Don Qujote, libro que adquirí en una caseta de la Cuesta de Moyano de Madrid la primera vez que fui a la capital de España a finales de los años sesenta, encontré varios puntos que hacían referencia a otro libro cuyo título era El ingenioso escudero Sancho Panza. Enseguida supuse que el autor quería así emular en parte el título de la obra de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. La cuestión es que, una vez hube llegado a la pensión de la calle de Toledo donde me había hospedado, me puse a leer dichos puntos que en realidad eran un conjunto de escenas en que hablaban algunos personajes del magnífico libro de Cervantes, la mayor parte los principales protagonistas de la historia, pero también otros como Teresa Panza, Doña Rodríguez, el Duque, La Duquesa, la condesa Trifaldi... Y comprendí que era Sancho Panza el que había elegido el autor de El jardín secreto para erigirlo en el principal interlocutor de dichas escenas.

Una de las que me llamó enseguida la atención fue la escena en que  aparecen caballero y escudero saliendo del jardín secreto que acababan de construir a espaldas del ama y la sobrina, algún tiempo después de que Alonso Quijano, el Bueno, sufriese la quema de sus libros, Sancho Panza le dice a este último: “Como ha comprobado vuestra merced, no soy tan ignorante como dice y al fin convendrá conmigo en que a veces empleo mis refranes cuando la oportunidad se presenta, como hace un instante en que refiriéndome a lo que habíamos plantado en nuestro jardín para alimentarse vuestra merced, sentencié: "Al buen comer llaman Sancho”. A lo que el hidalgo respondió: “Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito, pero cargar y ensartar refranes a troche y moche hace la plática desmayada y baja ...” Sancho Panza, lejos de callarse, replicó a su amo: “Mire vuesa merced que yo no cargo ni ensarto refranes a troche y moche, sino que en la mayoría de los casos el refrán que digo se ajusta perfectamente a la situación en el que yo me encuentro. Por ello yo le dije que había de todo lo que le puede alimentar satisfactoriamente, incluida la mejorana, que además de servir como condimento para salsas y embutidos, es también un remedio para curar dolencias estomacales, abrir el apetito, favorecer el sueño y combatir el dolor de cabeza, que la lectura constante de los libros de caballería que hace vuesa merced algún día acabarán con echársela a perder.” El diálogo acabó con lo que dijo Don Quijote sobre el miedo a perder también la mejorana que acababan de plantar en el susodicho jardín: “Si algún día el capricho del destino llegara a destruir este recinto sagrado del jardín de mi cocina y me cogiera debajo de sus escombros, Sancho, hijo mío, salva al menos la mejorana, que no la vea el perverso sabio Frestón que tanto mal hace en el mundo y a la gente que defiende el bien. Te lo pido por favor y pensando en las personas que más quieres,  tu mujer Teresa y tus hijos.”


Sin embargo, donde Sancho Panza mostró fehacientes pruebas de su juicio y prudencia, fue la ínsula Barataria que los duques de Villahermosa, Carlos de Borja y María Luisa, le habían entregado nombrándole gobernador de ella, al parecer con la intención de divertirse a su costa. Pero ya digo, el ingenio y la sensatez del fiel escudero de Don Quijote, se volvieron contra el Duque y la Duquesa, nobles ociosos y con poco corazón, que recibieron ejemplares lecciones de prudencia y cordura. ¿Era así como satirizaba Cervantes a la indolente nobleza española de su tiempo? Para comprender lo ingenioso y cuerdo que era Sancho ejerciendo el cargo de gobernador de Barataria basta con que leamos lo sucedido durante los litigios ciudadanos que tuvo que dirimir Sancho Panza mientras gobernó su ínsula.  


        En el primer juicio entraron en la sala dos hombres: un sastre y su cliente. El cliente le había dado al sastre un trozo pequeño de paño para que  le confeccionara tantas caperuzas como pudiera ya que desde un principio desconfiaba de la honradez del sastre. Acordaron cinco caperuzas, pero el sastre le entregó a su cliente cinco caperuzas inservibles ya que eran excesivamente diminutas. Y el sastre se quejaba ante Sancho de que su cliente se negaba a pagarle el trabajo realizado. Sancho, tras escuchar a los dos litigantes, sentenció que el sastre se quedara sin sus honorarios y el cliente sin el paño, pues los dos habían actuado con mala intención.


          A continuación se presentaron en la sala del juicio dos ancianos, uno de los cuales venía apoyado en un bastón de caña alegre y confiado, mientras que el otro, que era el denunciante, se mostraba visiblemente enfadado. Sancho pidió que expusieran sus litigio, y este último dijo: "A este hombre que ve aquí le presté hace días  diez monedas de oro y aún no me las ha devuelto, y quiero, señor gobernador, que solucione el problema." Sancho se dirigió al otro y le dijo: "Jure vuestra merced que le ha devuelto las monedas a este hombre." Entonces el hombre que se apoyaba en la caña, ni corto ni perezoso, le dejó su bastón al denunciante y juró que le había devuelto las monedas. Entonces Sancho, sospechando la verdad, le pidió al denunciado la caña, acto seguido la rompió y cayeron de su interior las diez monedas de oro, que devolvió a su dueño.

Finalmente hicieron su entrada en la sala del juicio una mujer muy alterada y un ganadero. Cuando Sancho les pidió que expusieran su caso, la mujer dijo: "Este mal hombre de aquí me ha violado y pido una justicia recta." Sancho, una vez escuchada la mujer, se dirigió al ganadero: "¿Y vuestra merced qué tiene que decir al respecto?" El aludido respondió:  "Yo venía de vender cuatro cerdos y el dinero que me dieron por ellos lo he perdido casi todo debido a los impuestos; y en el camino me encontré con esta mujer y, después de haberle pagado, yacimos juntos. Eso es todo." Sancho le exigió al ganadero que le diese a la mujer el dinero que llevaba encima. Así lo hizo el hombre, y la mujer, dando las gracias a Sancho con muchas reverencias, salió del juzgado. Después el ingenioso juez le dijo al ganadero que fuese tras la mujer y le quitase el dinero a la fuerza. El hombre obedeció a Sancho y aunque intento quitarle la bolsa a la mujer  no lo consiguió. Y ambos volvieron al juzgado. Una vez en la sala,  Sancho pidió a la mujer que le devolviera la bolsa al ganadero y ella se lo dio sorprendida ante la petición de Sancho. Entonces éste le dijo a la mujer: "Si hubiese vuesa merced defendido su cuerpo como ha defendido la bolsa, habría sido imposible que este hombre le hiciera lo que vuestra merced ha contado aquí." El ganadero le dio las gracias y todos admiraron el buen juicio y las sentencias de Sancho.


        Y volviendo al libro que adquirí en la cuesta de Moyano, El jardín secreto de Don Quijote, quiero redondear lo dicho sobre la cordura y el sentido común de Sancho Panza, trayendo aquí dos intervenciones suyas mientras señor y escudero trabajaban  en el jardín alimentario. La primera es la réplica que le hace a Don Quijote cuando éste le dice que con su jardín podrán alimentarse como se alimentaban los antiguos moradores de la Arcadia: "Mejor iría, señor, dice Sancho, tener una piara de cerdos, que además de criarse fácilmente, realizan gratis el servicio de la limpieza exterior y, no teniendo apenas desperdicios, podrían conservarse en muy diversas formas. Eso y tortas con vino harían las delicias de una familia durante toda la vida."
        La segunda intervención de Sancho es provocada por Don Quijote cuando éste, en el último paseo que dan ambos por el jardín después de cenar, le dice: "Muero por saber de qué modo la mejorana, acompañando a las habas de la cena, hará sus efectos en mi persona. ¿Qué aspecto tendré, querido Sancho? ¿Seré como un cristal, como la niebla, como el humo? ¿Y no sentiré ni el peso de las armas ni el regüeldo a ajo con que regalas a veces mis narices?" Y ésta fue la respuesta que le dio Sancho Panza: "¿De verdad cree vuesa merced que la mejorana le hará invisible? Mire bien lo que piensa hacer, que más de una vez salió malparado. Ahora está vuesa merced tranquilo. No tiente al demonio con nuevas aventuras. Más bien recoja unos tomates y unos cuantos higos y hágase un buen yantar. Que eso será lo que gane."



domingo, 13 de julio de 2025

JULIO. A LA ORILLA DEL MAR.

 


I

Entre el mar de Alborán y la Sierra de Gádor

se extiende el sueño de plástico

--sueño de inciertas riquezas y seguras frustraciones--.

Cuando las palmeras de los paseos se ven amenazadas por el rodar constante de los coches,

recogen sus esbeltas figuras y bajan a la playa a bailar sevillanas.

Velas de barco de mármol sueñan pasados que no volverán

mientras las acompañan surtidores de presente,

puesto su afán en un futuro incierto.

Al contrario que el faro,

que ha olvidado pronto las antiguas navegaciones

para acoger entre sus muros exposiciones de pinturas

--ventanas abiertas a la representación de la vida y la belleza,

bodegones de flores y figuras humanas--.

Como el Castillo de Santa Ana,

puro envoltorio de la historia

--en pie sigue la traza de su fortificación, puro recuerdo de sus glorias guerreras en los cañones que toman el sol como los jubilados en la explanada--,

que conserva un mirador

desde el que se puede gozar  la bahía de Almería.

Hoy sus ataques de piratas y moriscos,

incendios y terremotos

se han convertido en una exposición de los Desastres de la Guerra de Goya

en lo alto de su claustro renacentista

--lo más digno de ver del conjunto del Castillo--.




II

Te sientas en la orilla y te descalzas

para jugar a ser diosa de tu destino por un momento

y caminas, entre las posidonias relajadas,

por la orilla de las olas felizmente.

No hay nadie más que tú y el mar.

Yo apenas cuento:

sólo soy tu sombra enamorada,

y el mar lo sabe porque rubrica a tus pies

con su blanquísima y afiligranada caligrafía

su disposición a seguir embelleciéndote

para premiar mi mirada.



III

Es una tarde gris como las aguas del mar,

como las nubes que pesan en el cielo

y amenazan desplomarse de un momento a otro.

Desde el balcón de la habitación contemplamos

lo único blanco que permanece a esta hora en su sitio:

la curva de la espuma de las olas dibujada en la arena de la playa.

Lo demás es gris

y un lamento prolongado que vuela con el viento

hasta enredarse en los azotados escobajos de las palmeras.

Pero nuestros corazones están en paz

y ningún pensamiento negativo turba nuestras cabezas.

Además esta tarde gris como las aguas del mar,

como las nubes que pesan en el cielo,

mañana será un recuerdo del pasado

y en nuestros ojos habrá otro cielo y otro mar,

y seguirá la paz reinando en nuestras vidas.



domingo, 29 de junio de 2025

LECTURAS ESTIVALES. VIDAS ESCRITAS. DE JAVIER MARÍAS

 


Ahora tengo en mis manos un libro de Javier Marías, a quien el Covid se  llevó el verano de 2022. El libro se titula Vidas escritas (2007), y estoy dispuesto a revivirlas de la mejor manera que pueda, aunque siempre con admiración. Salto la primera hoja impresa que habla de su Biobibliografía, cuándo y dónde nació y qué libros son obra suya, novelas, relatos, artículos, semblanzas, traducciones…,con sus correspondientes reconocimientos y galardones nacionales y extranjeros. Y enfilo el Prólogo firmado por Elide Pittarello, clásica presentación del contenido de las páginas que siguen (en el Índice del libro el lector puede hacerse una idea de las semblanzas de los escritores que las componen, todos muertos y extranjeros), del que destaco una afirmación del propio Marías que adelantan algo muy importante sobre su manera de concebir la redacción de estas semblanzas: “A veces el saber verdadero resulta indiferente, y entonces puede inventarse.

La Introducción, a cargo del autor de Mañana en la batalla piensa en mí, es otra cosa. La idea que tenía en mente al escribir estas semblanzas era la de “tratar a estos literatos conocidos de todos como a personajes de ficción, que probablemente es la manera, por otro lado, en que todos los escritores desean íntimamente verse tratados, con independencia de su celebridad y olvido.” Puede que sí y puede que no. ¿Quién lo sabe con seguridad? Por otra parte, Marías explica, a su manera, la causa por la cual no ha incluido en estas semblanzas, a ningún escritor español. Y también adelanta los tonos empleados en escribirlas, principalmente dos, el afecto y la guasa. La guasa, afirma, está empleada en todos los casos. Y en cuanto al afecto, reconoce que “falta en los (casos) de Joyce, Mann y Mishima.” Finalmente, Marías nos confiesa que “si he disfrutado escribiendo todos mis libros, fue con este con el que me divertí más. Acaso porque, además de “escritas”, estas “vidas” fueron leídas.”



La primera vez que leí Vidas escritas hice mi propia selección afectiva, y en aquella ocasión ya quedé impresionado ante las semblanzas de la mayoría de los escritores incluidos en la primera parte del libro, que porta el título general. Ahora, tras el fallecimiento del autor, he añadido algunas más, pertenecientes a las secciones “Mujeres fugitivas” y “Artistas perfectos”. Siguiendo el orden del volumen, Javier Marías piensa de Joseph Conrad que siempre ha estado a bordo de un velero por sus numerosos libros marinos pese a que detestaba viajar, y acentúa sus manías (fumar incesantemente, vestirse con un albornoz de rayas amarillas, ser distraído o mostrar su inveterada irritabilidad. A mí lo que más me choca de Conrad es que no le gustara la poesía, y que odiara a Dostoievski, “lo odiaba por ruso, por loco y por confuso, y la sola mención de su nombre le provocaba arrebatos de furia”, afirma Marías.



Isak Dinesen dijo de sí misma y de la vejez que “en verdad llevamos máscaras según vamos envejeciendo, las máscaras de nuestra edad, y los jóvenes creen que somos como parecemos, lo cual no es el caso.” Por culpa de la sífilis, que había contraído con su marido, se vio obligada a renunciar a su vida sexual desde muy temprano, como asegura Marías. Tocaba el piano y la flauta, recitaba de memoria a Heine y a Goethe, a quien detestaba, como a Dostoyesvki, fumó sin parar hasta el fin de sus días e hizo suya esta frase: “Haz las cosas que puedas ver, ellas te mostrarán las que no puedes ver.”

Giuseppe di Lampedusa decía que había que leer de todo, y “leía con interés y paciencia la literatura mala”, afirma Marías, y solía llevar en una bolsa más libros de los necesarios y entre ellos alguno de Shakespeare en el que buscaba consolación ante algún incidente desagradable. Y lo más curioso: a veces empleaba los libros como escondite de dinero. “Por eso decía a veces que su biblioteca contenía dos tesoros”, como recuerda igualmente Marías. A Lampedusa le gustaban mucho las vidas de los escritores; creía que en ellas y sus anécdotas más íntimas se encontraban las claves de sus libros.



El autor de Corazón tan blanco dice de Robert Louis Stevenson que su moral no fue siempre clara y que el Mal le interesó siempre mucho: ahí estaban para demostrarlo, los casos de algunos personajes creados por él, como Long John Silver, Mr. Hyde, el señor de Ballantrae o el ladrón de cadáveres. De sí mismo dijo el propio Stevenson tras casarse con Fanny Van de Grift que él no era más que una “complicación de tos y huesos, mucho más adecuado para emblema de la mortalidad que para novio.” Va bien con el recuerdo del autor de La isla del tesoro, traer a colación parte de su "Réquiem", inscrito en su tumba de Samoa: “Alegre he vivido y alegre muero, / pero al caer quiero haceros un ruego. / Que pongáis sobre mi tumba este verso: ‘Aquí yace donde quiso yacer; / de vuelta del mar está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador.”

Ivan Turgueniev no sólo tuvo antepasados de una crueldad tan desalmada que lo marcaron para siempre, sino además el “frecuente odio y desprecio de sus compatriotas, quienes veían en él a un ruso anómalo, occidentalizado y distante, ateo y frívolo”, afirma Marías. Eso no impidió que Tolstoi y Dostoyesvki recurrieran a él para pedirle dinero después de haber perdido todo lo que tenían en el juego. No es extraño que Turgueniev se encontrara más a gusto en compañía de los escritores franceses como Flaubert o Merimée. Y lo de ser tildado de ateo y frívolo parece fuera de lugar pues “practicaba la seriedad literaria y unas cuantas virtudes con bastante mayor rigor que sus contemporáneos”, como nos recuerda Marías.


       Thomas Mann solía afirmar que sin ironía la novela era insustancial, distinguiendo además la ironía del humor, y ponía como ejemplo del empleo de una y otro a Dickens, que era un virtuoso en el humor, pero casi negado en la ironía. Puede ser. Y sin embargo no dejo de pensar en Canción de Navidad, pongo por caso, donde el humor y la ironía llaman por igual la atención del lector. El caso es que Marías en la semblanza de Mann critica sus Diarios, donde habla del tiempo, de lo que lee, de lo que escribe, de sus dolencias, excesos y perturbaciones sexuales. Debo decir que se nota aquí más la falta de afecto del autor de Todas almas por el creador  de La muerte en Venecia, que la seriedad literaria. Y aunque apunte algo después: “Lo que hace a su figura más noble es, a la postre, su inequívoca oposición al nazismo, desde el principio hasta el final”, remata la nota restándole mérito: “aun cuando sus ideas políticas o apolíticas no fueran nunca muy claras ni quizá muy recomendables.”


      Vladimir Nabokov, según dice Marías, tenía “más manías y antipatías que cualquier otro colega escritor suyo” y además “se atrevía a reconocerlas, proclamarlas y fomentarlas continuamente.” Nabokov, profesor de literatura en Wellesley College, universidad exclusivamente femenina (algunos creen que fue allí donde se inspiró para escribir su Lolita), “confesaba que escribía por dos razones: por placer, dicha o éxtasis y para quitarse de encima el libro que estuviera haciendo.” Tras el éxito literario que alcanzó con Lolita, Nabokov siempre estuvo convencido de su gran talento como escritor y de su torpeza oral, de ahí que dijera una vez: “Pienso como un genio, escribo como un escritor distinguido y hablo como un niño.” Sin embargo, le molestaba que le dijeran que Kafka, Joyce, Proust y Dostoyesvki le habían influido mucho, especialmente el último mencionado, al que odiaba (otro escritor más que detestaba al autor de Los hermanos Karamazov, vaya por Dios) y al que tachaba de “sensacionalista barato, torpe y vulgar.” En contra de tantas manías y antipatías, fue “fidelísimo en su madurez” (afirma Marías al respecto que “casi todos sus libros están dedicados a su mujer, Véra”, menos mal).



Pocos poetas ha habido en la historia que más se hayan dedicado (…) de manera obsesiva y excluyente, no sólo a la lírica, sino a todo tipo de lírica” que Rainer Maria Rilke, afirma Marías, y no le falta razón pues Rilke es el escritor lírico por excelencia en verso y en prosa: poemas, dramas, cartas, diarios, crónicas y cuadernos de viaje… Es destacable la relación que guardó el autor de Sonetos a Orfeo con la cultura española y con España (visitó, entre otras, a Toledo, Sevilla, Córdoba y Madrid, y de casi ninguna habló bien). “Lo cierto es que nunca estaba en el mismo sitio”, afirma, a propósito, Marías. Además de su costumbre inveterada de viajar, Rilke “sintió pasiones amorosas o simplemente amistosas” por mujeres nobles, escritoras, pianistas… y cierta compenetración con los animales, desde pavos reales a perros, como la perrita de Córdoba, con la que compartió un azucarillo de su café. Todo lo contrario sentía por los niños y por la salud (pasó la vida aquejado de dolencias físicas y psíquicas y la leucemia puso el punto final).



Malcolm Lowry, a juzgar por su modo de vida, podría considerarse “el escritor más calamitoso de la historia entera de la literatura.” Muy aficionado a la natación, muchas fotos lo muestran “en traje de baño o con pantalones cortos, con el torso desnudo siempre.” Lowry vivió constantemente situaciones dramáticas, en una de las cuales, incendiada la casa en que vivía, su esposa Margerie Bonner “salvó milagrosamente el original de Bajo el volcán, que vio finalmente la luz tras más de diez años de continuos borradores. La proverbial alcoholización de Lowry, iniciada muy temprano, le llevó a sufrir paranoias increíbles como creer que “hasta los objetos inanimados conspiraban contra él”. Pese a todo, tuvo amigos que afirmaban que “aunque era un hombre imposible, tenía un enorme encanto y suscitaba invencibles deseos de protegerlo”. En su errabunda vida visitó España dejando a su paso melancólica memoria de él. En Granada fue conocido como el borracho inglés, la gente se burlaba de él y le tenía echado el ojo la Guardia Civil.” Ducho en fracasos y calamidades, “el éxito de Bajo el volcán lo incomodó (…) y al final de su días no podía escribir, sólo dictaba a su mujer.”



Madame Du Deffand dijo una vez que “vivir sin amar la vida no hace desear su fin, y apenas si disminuye el temor a perderla.” Y Marías, a propósito de la vida de la autora de las Cartas a Voltaire: “Era solamente que se aburría.” Se la conoce por ser una escritora de cartas y sólo las que intercambió con Walpole pasan de ochocientas, si bien no todas, como asegura el autor de Vidas escritas, “salieron en realidad de su pluma, sino que fueron dictadas, ya que madame Du Deffand se había quedado ya ciega para cuando conoció a Walpole.” Siempre llevó una vida desordenada y alimentó su fama de libertina con reuniones sin horarios y al amanecer aún hacía que alguien le leyera “unos pasajes de algún volumen (…) hasta que conciliaba el sueño”. Descreída ya de niña, en el convento predicaba a sus compañeras la falta de fe, y sólo en la vejez “la marquesa probó a hacerse un poquito devota” obligando a su doncella a leerle las epístolas de San Pablo. Y al sacerdote que recibió en su casa en las últimas horas de su enfermedad le dijo: “Señor cura, quedaréis muy contento de mí; pero hacedme gracia de tres cosas: ni preguntas, ni razones, ni sermones.”



De la figura de Rudyard Kipling dice Marías que, “pese a lo muchísimo que viajó, se asemeja a la de un recluso o un ermitaño.” Se le conocieron pocos amigos, entre ellos los escritores Henry James y Rider Haggard, “detestaba las intromisiones en su vida personal, evitaba que le hicieran fotografías, se negaba a dar opiniones sobre las obras de sus contemporáneos y no consentía en hablar de lo que no le interesaba.” Parecía más viejo de lo que era y padecía de úlceras duodenales, y una de cuyas hemorragias, más grave que las otras, acabó por causarle la muerte a los setenta años. “Fue admirado y leído, tal vez no muy querido, aunque nadie dijo nunca nada en su contra como persona”, así concluye Marías la semblanza del autor del famoso poema Si y Premio Nobel de Literatura en 1907.


Arthur Rimbaud, “el adolescente terrible y rebelde de sus breves años de París y sus meses de Londres”, dejó de ser un niño educado y un alumno excelente para “convertirse en un gamberro iconoclasta, sin duda imposible al trato.” Los que lo conocieron decían de él que no se cambiaba de ropa, sus piojos habitaban los lechos donde dormía, bebía sin parar, trataba a sus conocidos con impertinencias de todo tipo y empleaba fácilmente la violencia. Un amigo de Rimbaud que seguía su mismo comportamiento fue el también poeta Velaine que, como dice Marías, se “había dado con incontinencia a un par de vicios no muy bien vistos por sus familias, la embriaguez y la sodomía.” Mientras duró la relación Verlaine-Rimbaud, sucedió entre ellos graves incidentes, desde rajarle Rimbaud las manos a Verlaine con una navaja, a dispararle Verlaine tres tiros a Rimbaud con un revólver, alcanzándole uno de ellos en una muñeca. Rimbaud sabía varios idiomas (“no muy útiles”, dice Marías) y aprendió a tocar el piano; y, según algunos biógrafos, fue exportador de café, capataz, colono, explorador, traficante de armas y de esclavos… Viajó por medio mundo y finalmente se estableció en Abisinia durante un tiempo mientras en Paris se propagaba su “leyenda viva que todo el mundo creía muerta.” Un día “se le inflamó la rodilla y ese fue el comienzo de la enfermedad que lo llevó a la tumba (…) sin haber cumplido los treinta y siete años.” Alguno años antes mientras redactaba Una temporada en el infierno, dejó escrito: “Ahora puedo decir que el arte es una tontería.” Allá él por decir esa tontería y allá Marías por añadir a propósito: “Quizá dejó de escribir tan sólo por eso.”



A Djuna Barnes la recuerdan los que la conocieron de mil maneras y actitudes, callada en las reuniones, mirando en torno suyo con cuitada superioridad, brillante y capaz de animar una velada aburrida, imitadora de personajes famosos, impertinente, borracha, ruidosa reidora, elegante, imponente, aventurera tanto con hombres como con mujeres… Javier Marías afirma que “ni siquiera en la madurez se salvó de algunos asedios (…) las más insistentes eran mujeres”, dos ejemplos fueron las escritoras Anaïs Nin y Carson McCullers, que “la sometieron a un verdadero hostigamiento, lejano y cercano, respectivamente.” De su escritura hablaron positivamente algunos escritores contemporáneos (entre otros, T.S. Eliot, Dylan Thomas, Joyce...). Siguiendo a Marías, Djuna Barnes “no tuvo hijos y se casó una vez”, matrimonio “que le duró unos tres años y malamente.” Su amorío más duradero fue el que mantuvo con la escultora Thelma Wood (varios años en París), que “era borracha y derrochadora y solía perder el dinero que le sacaba a Djuna.” De su larga vida (vivió noventa años) dejó escrito: “Me gusta mi experiencia humana servida con un poco de silencio y contención. El silencio hace ir a la experiencia más lejos y, cuando muere, le confiere esa dignidad propia de lo que uno ha tocado y no se ha llevado.


          Será difícil empeorar la presentación que se hace de Oscar Wilde en el libro de Marías: “La mano que daba para saludar era mullida como un cojín, o más bien fofa como plastilina gastada y algo grasienta, y uno tenía la impresión de haberse manchado después de estrechársela. (…) Su piel era sucia y biliosa y al hablar tenía la fea costumbre de pellizcarse y tirarse levemente de la papada.” Menos mal que esa repelente sensación desaparecía cuando el autor de La importancia de llamarse Ernesto empezaba a hablar, que se convertía en un “vago maternalismo o abierta admiración, de simpatía incondicional.” Sobre él y su condición bisexual corrieron leyendas cada cual más denigrantes. Tras el periodo pasado en la cárcel, a la que había ido por culpa del escándalo Douglas, convertido en un hombre envejecido y sin dinero, algo cómico, sordo, obeso y de andar lento y apoyado siempre en un bastón, “lo único que no perdió, nos recuerda Marías, fue su capacidad conversadora, plagada de ocurrencias, juegos de palabras, cuentos y máximas brillantes. Lo importante de todo es que Oscar Wilde es autor de obras de alcance universal, entre ellas la Balada de la cárcel de Reading o El retrato de Dorian Gray. Poco antes de fallecer, dijo: “Estoy muriendo por encima de mis posibilidades.” El autor de Vidas escritas cierra la semblanza de Wilde escribiendo: “Yace en el cementerio parisino de Père Lachaise, y en su monumento, presidido por una esfinge, no suelen faltarle las flores que se ganan todos los mártires.” Y yo añado: y huellas rojas de miles de besos mandados por sus admiradores, como pudimos comprobar durante la visita que hicimos al ilustre camposanto en 2008.



Yukio Mishima siempre sintió “una inveterada fascinación por la muerte violenta”. En sus Confesiones de una máscara dejó escrito: “Lo que quería era morir entre desconocidos, sin intromisiones, bajo un cielo sin nubes.” Sin embargo, como continúa diciendo Marías, “cuando iba al restaurante sólo pedía platos poco aptos para la ponzoña y luego se lavaba los dientes frenéticamente con sifón o soda.” Otra fascinación que marcó a Mishima desde su infancia era de tema erótico pues le encantaban los cuerpos de hombres torturados, descuartizados, asaeteados o despellejados y dejó escritas sin ningún pudor sus eyaculaciones, la primera de las cuales “la tuvo contemplando una reproducción del torso de san Sebastián que pintó Guido Reni con unas cuantas flechas horadándolo”. Su relación con la mujer se redujo a sus familiares más cercanos: su abuela, su madre, su hermana, su mujer y su hija; Marías concluye: “el elemento femenino imprescindible hasta para los más misóginos.” En cuanto a escritor, Yukio Mishima, dejó al morir más de cien libros (“uno de ellos, de ochenta páginas, afirma Marías, lo redactó durante un encierro de tan sólo tres días en un hotel de Tokio.”) Poco antes de su muerte creó una organización paramilitar, “un pequeño ejército de cien hombres, tolerado y fomentado por las Fuerzas Armadas japonesas”, y fue la primera y última acción la que acabó con su vida en un harakiri. Mishima había cumplido cuarenta y cinco años y ese mismo día había enviado a la editorial para ser publicada La corrupción de un ángel, su última novela, que completaba su tetralogía El mar de la fertilidad.



Laurence Sterne era hijo de un militar que viajaba sin parar acompañado de su mujer y de su prole, y a Laurence le tocó nacer en Irlanda y heredar, eso sí, el buen humor de su progenitor. Con ayuda de parientes adinerados estudió en Cambridge y finalmente se hizo vicario en Yorkshire, donde “llevó una vida modesta y anónima”. Tras escribir un “ sarcástico panfleto local” y conseguir con él un “inesperado éxito (…), se le ocurrió la posibilidad de hacer una obra destinada a la publicación, su incomparable Tristram Shandy.” Sterne siempre había mostrado adoración por Cervantes, Luciano o Rabelais, “a los que plagió aquí y allá confesa y descaradamente (…) y por toda suerte de libros extravagantes”, como Le Moyen de porvenir, del canónigo de Tours Béroalde de Verville, “una de sus obras predilectas.” Con el éxito de los dos primeros volúmenes de Tristram Shandy, Sterne inició una vida de diversión y halagos y se multiplicaron sus visitas a Londres, donde se hizo amigo del actor David Garrick y del pintor Reynolds, “que se tomó la molestia de retratarlo tres veces con su alargada figura, aunque el ultimo de los cuadros quedó inacabado”, según afirma Javier Marías. Y de su salud, afirma el autor de Corazón tan blanco que nunca fue muy buena y que, enfermo de tuberculosis, “padecía frecuentes hemorragias que una y otra vez lo ponían al borde de la despedida.” Muerte que le llegó a Londres cuando Sterne contaba cincuenta y cuatro años de edad. Precisamente en su Tristram Shandy había expresado su deseo de morir lejos de casa: y fue en la capital del Reino Unido, como queda dicho, “donde un testigo relató su último aliento: 'Ya ha llegado', dijo Sterne, y levantó la mano como para parar un golpe.”





jueves, 19 de junio de 2025

VISIONES DE UN VIAJE A CARCASSONNE

  


Apenas he escrito esta vez, tan pendiente de las cosa que reclamaban la atención a la mirada y emoción al corazón. Y me ha sido fácil relegar la pluma ante la revelación de las cosas, de las mismas cosas de la otra vez Y lo poco que he escrito no es nada comparado con lo que siento aún días después de haber dejado aquel marco entrañable que nos ha revestido de emoción y belleza.

Y son las mismas cosas, como digo: la casa que habitamos, las estancias familiares los rótulos humanos Semer chaque jour la bonheur, enseres añadidos, las terrazas, la cumplida barbacoa... y la imagen impertérrita de la Cité esperándonos siempre desde las nieblas de las mañanas hasta la iluminación de las noches, cuando los cuatro, como en un espectáculo repetido, con una copa de vino en la mano, brindábamos por la suerte que teníamos.

Viajar es aceptar lo que no es nuestro viviendo en su ciudad, en este caso Narbonne, de paso a Carcassonne, tomando una cerveza o admirando un sepulcro en el filtro silente de una iglesia.


Paseamos paralelos al canal de la Rubine
Imaginamos historias diferentes a las nuestras en los puentes que velan su verdad --Puente de los Mercaderes, que sólo tiene un arco de los seis que ayer lució--.Aquí Roma es un nombre, y nosotros cuatro vidas de este siglo universal, globalizado y curioso.

Devoramos con los ojos el Palacio Episcopal con sus torres, sus palacios nuevo y viejo, románico y gótico --ayuntamiento y museos--, y el alma se amilana ante tanta belleza --en la retina, temblando de amor, viven las piedras de la Via Domitia brillando al sol, huérfanas del pasado--. La Catedral mutilada, sólo coro, nave sin mar y altar mayor, en silencio acusa y condena al Príncipe Negro que la dejó desnuda, a solas con la muerte de San Justo y San Pastor, mártires como la iglesia antigua que reemplaza.

Con canciones de Charles Trenet, hijo de Narbonne y padre de la canción francesa --La mer, compuesta en un tren en la Segunda Guerra, en la radio del coche suenan las olas de un mar que llora por los soldados muertos en las trincheras--.Con la canción del Mar del hijo de Narbone escrita antaño, vamos al presente de Carcassonne.


Como siempre, sin esperarlos, 
a punto de empezar un nuevo estío cruzan el cielo de la Cité los oscuros vencejos renacidos, suena una campana de la media... y otra vez la familia alquilamos la casa y en la terraza, con la mirada puesta en la muralla, contamos historias viejas, entrañables, llenas de esperanza.

Los dueños de la casa siembran cada día la felicidad --es su lema-- y nosotros, que ahora la habitamos, recogemos la cosecha: orden y alegría respiran las paredes, los muebles, la vajilla, macetas, cuadros, libros...Como el año pasado, durante unos días no echaré de menos nuestra casa y sus enseres, aunque alguna noche despertaré buscando mi radio en la mesilla.

Veo a todas horas la imponente Cité, me siento francés y llevo en la mirada las marcas de las torres y la luz que las besa desde el alba hasta la noche. Y pronuncio los nombres de los vinos con la misma emoción que saboreo paté en croute de canardy me acuerdo de Lord Clive cuando sé que por momentos ya no soy un español que cena lo de siempre.

Por la mañana la niebla acaricia los huertos y los jardines vecinos, y sube a la terraza la respiración del jazmín. En el cielo de la Cité lucha el sol por librarse de la prisión de las nubes. Momento justo para limpiar la mente y pensar como un niño. La mañana es una bruja benigna que me limpia la mirada..


En la plaza Carnot nos espera Neptuno 
en su fuente de mármol, en sus fieles tritones con sus chorros eternos. Aquí nos sentamos a escuchar el lenguaje legendario del agua. Aquí nos sentimos como en Barcelona, en perfecta armonía, como si tuviéramos el as del tiempo oculto en nuestra manga.

La Cité de día finge, transige, incluso perdona a los turistas que la humillan con sus ruidos, su indiferencia y sus burlas. El alma de su piedra guarda la compostura. La Cité de noche, a solas, en silencio, cuando las hordas visitantes se han marchado, muestra su verdadero carácter, y la sangre de su historia sacudida rezuma por sus murallas. Y, pasada la medianoche, llegan hasta nosotros las quejas de sus muertos olvidados, cátaros y cruzados en una mezcla irascible. Historia y vida, tan lejos siempre una de otra

A las cinco de la tarde suenan las cinco campanadas de la catedral de Saint Nazaire en la Cité arriba, sobre nuestras cabezas; y unos minutos después, las de Saint Gimer, a la izquierda de la terraza, aquí abajo, en la Bastida, sobre los tejados vecinos. A veces es al revés. ¿Cosas de la historia de Carcassonne, de las guerras entre cátaros y cruzados? Las campanas en sus torres nada entienden de sangre violentada. ¿O sí?


Mientras dibujo un tramo de almenas 
entre dos torreones, me tiembla la mano y balbuceo sin paz: sillares para la guerra, belleza para la sangre. Cae la tarde, afila la Cité las armas de su historia. Un Blanquette de Limoux sienta la paz que mi cuerpo necesita para seguir creyendo. Y al alzar la copa, veo, invertido, derrotado, al trasluz del vino dorado, el perfil guerrero de la muralla.

A veces me pregunto si los Cátaros no tenían razón cuando afirmaban que hay dos clases de creaciones: la de los seres invisibles e inmateriales, que es la obra de Dios --¿opus dei?--, y la de las cosas visibles y materiales, que es la obra del Diablo. A lo mejor en su tiempo era así. En el nuestro, la cara y la cruz de la moneda está en la mano de quien la tira al aire, del que truca los naipes y engaña a Hacienda.


En el transepto de Saint Nazaire 
encuentro el epitafio y la tumba de Sans Morlane, archidiácono de Carcassonne, acusado de hereje por la Inquisición y obligado a apostatar de su fe. ¿Eso fue compresible para los Cátaros o simplemente hostil a los excesos de la Inquisición? Tras la pregunta, dedico una sonrisa a la estatua yacente de Sans Morlane y digo: “Aquí a la luz de las vidrieras estás en paz con Dios; disfruta de ello.”

Ilusionado con el nombre de Adelaida de Toulouse --duquesa consorte de Orleans, heredera de la enorme fortuna de su abuelo, el conde de Toulouse, bastardo de Luis XIV, etcétera...-- busco por la Cité algo que me lleve hasta ella, y, ¡vaya por Dios!, encuentro un restaurante hortera con su nombre que, para más inri, despacha falsas Cassouletshuérfanas de manchons de canard.

Cosa distinta me ocurre con Trencavel, partidario de los Cátaros, fundador del Castillo y la catedral de Saint Nazaire. Metido en las Cruzadas contra la herejía, murió envenenado en las mazmorras de su propio castillo. Y me pregunto si, cuando cae la noche, sigue su alma vagando por la Cité.

En esta misma casa el otro año un gato negro, aparecido una noche en la terraza, me recordó el alma atormentada de Trencavel. ¿Por qué no esperar que aparezca este año, esta misma noche, cuando la sangre rezume por las murallas, el alma triste de Raimundo de Trencavel?


En el Campo Medieval que recrea la Cité 
hay un cepo de castigo con el que anoche tuve un sueño: me vi con cabeza y manos bien apresados en el cepo de castigo; no sé qué mal había hecho y por qué acabé allí. Pero gracias a Adelaida, logré salvarme de aquel mal trago. Y ahora que menciono el sueño del cepo de la Cité, me pregunto si no habrá sido causa de ello el haber hablado mal de Trencave

En el Pozo más pequeñ que tiene la Ciudadela crece una higuera tan fiel que en San Juan algunas brevas podrían alimentar a los pájaros que fueran a traer a la Cité la paz entre las almenas --¿son cruzados camuflados en las hordas extranjeras?


A los pies de la Cité los dos chicos de la casa, amantes de barbacoas doran la carne con brasas. Jugos gástricos visitan las sombras de la terraza mientras ponemos la mesa y el Minarvais monta guardia. A su lado cuatro copas son cristales de esperanza que brindarán enseguida por la fe que nos aguarda. Los olores que respira la parrilla de la casa nos evocan lo mejor de la huerta y la matanza, signo de humana costumbre del mercado y de la raza.

Un Jack Daniel's con hielo no soporta muchas comparaciones si se toma de cara a la Cité, imponente, imperturbable, poco antes de la siesta. Madera perfumada con gustos a maizales de ultramar, éxtasis personal e intransferible, a un Jack Daniel's con hielo, a la vista la Cité, imponente, imperturbable, sólo lo vence la gracia de la belleza esparcida por el mundo.

 

Barrio de la Barbacana, donde reina Saint Gimer, donde toca una campana sin badajo y sin cordel desde que mudó la iglesia de retablo, altar y fe. Ahora de nuevo aquí abajo, mientras miro a la Cité que amenaza siempre al cielo, sé que he vencido otra vez. Y con miedo me pregunto: ¿Algún día volveré a ejercer en Carcassonne este envidiable papel?