El jugador introdujo los fajos de billetes en el bolsillo de su abrigo, miró con una sonrisa de agradecimiento hacia el lugar de la ruleta en la que acababa de hacerse rico y salió de la casa de juegos. Levantó la mirada a lo alto de la noche donde la luna relucía como una gran moneda recién acuñada y volvió a sonreír agradecido. Su coche esperaba aparcado dos manzanas más abajo y decidió acercarse hasta él dando un paseo de triunfo como si fuera un general romano que acaba de conseguir una gran victoria. La sonrisa aumentó de tamaño hasta formar media corona de laurel. La calle estaba desierta. De repente a su espalda sonaron unos pasos. Ni se inmutó. “Otro paseante solitario como yo”, pensó; “pero indudablemente sin la misma suerte que yo”. Y se detuvo ante un escaparate a observar los artículos allí expuestos. Los pasos anteriores se pararon al llegar a su altura.
--¿Tiene fuego?—oyó que le preguntaba el recién llegado.
Sacó su encendedor para atender el favor solicitado y,
a la luz de la llama, vio un rostro anodino y a los pocos segundos
encenderse el extremo del cigarrillo.
--Muchas gracias—dijo el fumador echando a andar un par de metros delante de él. Y enseguida se giró sobre sí mismo para apuntar al otro con una pistola tan pequeña que hubiera podido pasar por un juguete de crío--. Sé que lleva los bolsillos de su abrigo repletos de billetes. Sea buen chico y entrégueme el dinero sin hacer ninguna tontería; en caso contrario, este chisme se encargará de enviarlo gratis al otro barrio.
Jamás antes se había visto en un trance así. Era de
película. Y se envalentonó de tal modo que no estaba dispuesto a dejarse robar
tan fácilmente y a volver sin más a la humillante condición de indigente en la
que hasta hacía poco había malvivido. Así que hizo ver al atracador que
aceptaba su consejo de darle el dinero y, antes de que tuviera tiempo de pensar en apretar el gatillo, le propinó con el canto de la mano un golpe duro y certero donde más daño hace en el cuello. El individuo cayó como un fardo al suelo. El jugador, ufano de su eficacia, se agachó junto al caído y, tras comprobar
que había muerto, le quitó la pistola de la mano y la arrojó al interior de un
contenedor cercano, mientras una idea morbosa cruzaba su mente.
Minutos más tarde volvía sobre sus pasos, entraba de
nuevo en el casino y apostaba todo el dinero a un solo número. Y mientras
giraba la ruleta de la suerte, la idea de haberse convertido además en un
asesino ocasional giraba y giraba en el redondel de su cerebro.
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