domingo, 3 de marzo de 2019

MEMORIAS DE UN JUBILADO- Semana Santa (I)

Cada vez que pruebo una aceitada, viene a mi memoria la Semana Santa de mi tierra.
Y me veo solo o acompañado de alguno de los míos en medio de aquel ambiente prístino que tienen todas las cosas íntimas y personales; y una de ellas es sin duda la Semana Santa que empecé a querer desde niño en mi barrio del Duero.

 

El domingo ha amanecido claro. Suenan los típicos estampidos de los cohetes y su humo blanco se deshilacha en el cielo azul más alto. La iglesia del barrio está llena de gente y el incienso puebla la nave del templo mientras el sacerdote bendice las palmas y los ramos de laurel. Detrás de nosotros el inocente del barrio repite en un latín macarrónico las jaculatorias del cura. Y al fondo, las monjas siguen flotando con su hábito blanco en la penumbra del otro lado de la reja de clausura.

Hemos crecido lo nuestro, pero seguimos siendo niños a la vista de todo esto que nos recuerda nuestra entrañable Semana Santa. Miro a mi mujer, sentada a mi lado, y recuerdo el Domingo de Ramos de siempre, como si fuera hoy. Esta tarde irá de procesión y se pondrá aquella falda blanca que le hacía parecer una flor de primavera recién abierta, con ganas de perfumar el aire que respirábamos todos a su alrededor. La Borriquita saldrá de la misma iglesia y un mundo de niñas y niños endomingados flanquearemos el “paso” donde Jesús, a lomos de una borrica, conmemora su triunfal entrada en Jerusalén. ¡Qué alegría nos llenaba al verlo en la Plaza Mayor envuelto en palmas y ramos, mientras una multitud de gente compuesta de mayores y pequeños lo vitoreábamos y cantábamos canciones felices! ¡Qué poco sospechaba Él lo que le aguardaba sólo unos días después! Aunque Él, como es Dios, seguro que lo sospechaba, pero fingía para contagiarnos su gozo. Lo decía a las claras Su cara serena y Su gesto apaciguador. Florentino Trapero supo darle, en la madera de pino con que lo talló, la alegría divina de Su mirada y la paz ultraterrena de Sus manos.
¡1950!

 

Ha llovido lo suyo desde entonces. De niños, después de haber acompañado a la Borriquita, jugábamos en la plazuela, los niños a la pelota y las niñas a la comba, y de repente la tarde sonrosada, llena de vencejos que cosían el aire con sus giros oscuros, adquiría un extraño recogimiento. Entonces, al unísono, los niños dejábamos la pelota y las niñas la comba para acudir corriendo a la vecina carretera de Fermoselle porque en ese momento el Nazareno de San Frontis, con su cruz a cuestas, se encaminaba hacia el Puente de Piedra, cruzaba el río y, entre callejas retorcidas, buscaba la cuesta que lo llevaba a la iglesia del Seminario. Todo pasaba en un tiempo breve ante nuestros ojos de niños, pero en nuestras almas intemporales permanecía el recuerdo de lo que pasaría dos días después, y era que de esa iglesia del Seminario el Nazareno de San Frontis saldría otra vez en procesión para regresar a su templo por el mismo recorrido, pero de noche cerrada, sólo alumbrado de faroles y seguido de la Virgen de la Esperanza, que ya era mucho.

 

Hoy, en la mirada de mi mujer vuelve a ser la noche eterna de todos los Martes Santos en que tiene lugar la procesión del Nazareno de San Frontis y la Virgen de la Esperanza, allí en nuestro barrio. Algunas horas antes se habrá acercado a la ciudad con su madre a hacer algún recado, visitar templos o recoger el último vestido para estrenarlo esta noche.
La luna llena derramando su luz pálida sobre la plazuela y sobre nuestras cabezas. Estamos apostados a la salida del Puente de Piedra, dando la espalda a los balcones cerrados con tablas de la que fue nuestra casa, adonde tantas veces tanto mis padres como mis hermanos y yo mismo habíamos salido para regar las macetas o contemplar, por encima de la calzada del puente, las peñas, las murallas, los campanarios y el cielo azul de nuestra querida ciudad. Por un momento me imagino abiertos los balcones y, apoyadas sobre la barandilla, las figuras de imposible olvido de mis padres, mirando hacia el puente para ver llegar los pasos del Nazareno de San Frontis y la Virgen de la Esperanza, iluminados por faroles y escoltados por sus respectivos cofrades, oyendo con cariño los sonidos vibrantes de las cornetas y los redobles de los tambores de la banda de la Cruz Roja.
Dentro de poco llegará el gran momento de la procesión de nuestro barrio y, sin embargo, todo ha cambiado tanto, hay tanto muertos ya en nuestras respectivas familias, que parece un milagro que todo siga igual en las trompetas, en los tambores, en los hábitos y faroles que acompañan a las imágenes de siempre, el Jesús de mirada infantil puesta en el camino que le lleva a la muerte, la Virgen sola y desconsolada que, paradójicamente, se llama de la Esperanza. Y es que ahora lo entiendo: la esperanza es la repetición emotiva del buen recuerdo, que se vuelve eterno en el alma, del paso de la procesión por el Puente de Piedra, bajo la mirada misteriosa de la luna llena.
Y al abrir los ojos veo que a la salida del puente, está efectuándose la eterna despedida entre la Madre y el Hijo, que, con la cruz a cuestas, momentos más tarde se internará por la carretera de Fermoselle para cobijar su tristeza en el templo de San Frontis. Mientras que la Virgen, la de la lágrima, la del manto de estrellas, iniciará a su vez el camino de la iglesia de las Dueñas, en el corazón de nuestro barrio, para recoger también su inconsolable congoja a un paso de las monjas de clausura. Finalmente, recogida ya toda la familia en la casa de los tres balcones, en la memoria permanece la llegada a casa del amigo de mi padre que fue cofrade durante mucho tiempo de la procesión del Nazareno de San Frontis. Entonces compartiremos con él un polvorón y una copita de anís, un clásico de nuestra Semana Santa.

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