lunes, 10 de diciembre de 2018

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Elogio de la buena compañía (II)



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Ha llamado un amigo por teléfono y todo ha cambiado, de repente. La lluvia ya no está. El sol remata con una franja de oro efímero las partes más altas del edificio de enfrente. Sobre el remate de la fachada destaca una chimenea blanca, sobre cuyo adorno de hierro está posada una urraca blanquinegra . La llamada del amigo ha ocurrido durante la siesta. Nos pregunta que si en diciembre queremos asistir a la comida de todos los años por esa fecha con otras parejas compañeras. Consultamos el día por si tenemos algún compromiso que cumplir que impediría nuestro encuentro y, tras ver que tenemos vía libre ese día, le decimos que cuente con nosotros. Decía arriba que todo había cambiado de repente. Me refería a que el encuentro que echábamos de menos hace tiempo y empezaba a preocuparnos un poco por fin se va a cumplir. No a este paréntesis de calma que tenemos ahora en esta población del mar, que tanta compañía buena nos está brindando, pese a la momentánea lluvia  de esta mañana.
Y aunque la idea de volvernos a ver las cuatro parejas más fieles nos reconforta y nos alegra muchísimo, la aparcamos en la agenda de la memoria y nos dedicamos a vivir este tiempo de ahora de plena vida, de pleno amor, sin otro tiempo que estos minutos únicos, insustituibles, sólo nuestros, de nuestros cuerpos y nuestras almas. Después vendrán los otros, tal vez de un nuevo paseo por las calles cercanas al mar, sin lluvia, con sol y la esperanza de que caiga sobre nosotros la calma de otra noche, de otras horas de baile en la sala de ocio del hotel. Simplemente el feliz transcurrir de las horas en esta buena compañía que hemos elegido.

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El paseo iba buscando el hotel de primavera donde estuvimos alojados en esta misma población del mar. La noche había encendido algunos escaparates  de los últimos comercios del barrio del Parque Municipal donde ya estaba colgado el cartel de Feliz 2019. ¡Qué velocidad lleva el deseo de los hombres! Así es imposible que nos dé tiempo a asimilar y digerir las emociones, las impresiones, las sensaciones que a diario nos tientan con sus esperanzas, sus ilusiones, sus proyectos, sus cambios constantes de bonanza y de tormenta, sus inquietudes políticas, sociales, familiares y personales que en un vertiginoso movimiento sustituyen unas a otras, se devoran unas a otras como las olas del mar que se persiguen sin tregua hasta la orilla de la arena donde todas mueren en un susurro. Aún nos quedan treinta y siete días, ochocientas ochenta y ocho horas, cincuenta y tres mil doscientos ochenta minutos nada menos. Y dan tanto de sí, y pueden ocurrirnos tantas cosas mientras se llena el cono inferior en el reloj de arena…
 Evidentemente no hacemos caso a ese pedazo de papel pegado en los escaparates y subimos por Buigas solos, hasta llegar al Tropical, abierto, adornado con luces rojas, esperando la hora nocturna mágica de llenar sus salas de gente que da la espalda al tiempo que no existe todavía y se entregan al rico e inconsciente hedonismo del minuto, de la hora que puedan regalarle la vista, el gusto, el olfato, el tacto, el oído, los cinco sentidos al completo con una copa de vino, una mujer hermosa, una cena entre amigos, una música especial que los transporte a otra realidad diferente de la que viven, una realidad en la que no existen amenazas ni peligros ni sobresaltos sociales y políticos, ni enfermedades, una realidad detenida en el tiempo, libre, pacífica, alegre, incluso autodestructora en sí, pero desconocida e ignorada por esa gente, hombres y mujeres, que vendrá más tarde, cuando la noche sea totalmente mágica a modo de compañía sin par capaz de curar todas las dolencias del cuerpo y del alma, al Tropical y cree un mundo paralelo e inmune a las acechanzas que envuelven al mundo que tenían antes de venir a la sala de fiestas y que a la mañana siguiente les dará la bienvenida nada más abrir los ojos para ir a trabajar, a enfrentarse a la lucha diaria…
El hotel de primavera está cerrado. La calle donde se alza está sumida en sombras, como el hotel, que a simple vista nos parece una casa encantada por cuyos interiores pululan los fantasmas del buen tiempo, cada uno con una copa en la mano esperando que empiece el baile.
Un tanto decepcionados, nos giramos en la acera del hotel apagado y volvemos sobre nuestros pasos camino del paseo del mar donde nos espera la oficina de los autobuses que van a las poblaciones de los alrededores. Hemos decidido viajar mañana a cualquiera de ellas, posiblemente la Tarragona española de ahora que abraza entre sus calles y plazas la Tarraco romana de hace mil años.

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Mientras suena el Rondo Capriccioso Op. 14 de Mendelssohn, pasan por mi mente, como siguiendo su juguetón y alegre ritmo, vivos fotogramas de lo que esta mañana hemos vivido en lo que es en la actualidad Tarragona y en lo que queda de la Tarraco histórica entre sus calles y plazas,
El día ha amanecido luminoso y azul, y tras desayunar en el hotel, nos hemos ido al paseo del mar para coger el autobús que va a Tarragona en una de sus paradas. La estación de autobuses de la ciudad queda de espaldas a la Rambla Nova, que empieza con el bronce colectivo de los Castellers de Tarragona, separados de la torre humana por un lado el jefe de la colla dando órdenes con una mano alrededor de la boca, y por otro el trío de los músicos, dos grallistas y el tamborilero. Y termina la Rambla con el monumento a Roger de Lauria en el Mirador del Mediterráneo, asomado al mar, azul brillante, con grandes barcos navegando de allá para acá y el sol dominándolo todo. Nos hemos dado dos horas para dar un buen paseo por el casco antiguo e histórico y para saborear la vida humana que vive aquí todo el año y que amplían a diario con su curiosidad insaciable los centenares de turistas, que van y vienen por todas partes con sus lógicas ganas de archivarlo todo en sus móviles convertidos en cámaras fotográficas.

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 Rondo Capriccioso de Mendelssohn juega delicada, alegremente con las teclas del piano, y al conjuro de su ritmo vivaz, brotan espontáneamente, un poco al azar siguiendo el dictamen de la memoria caprichosa, monumentos, jardines, rincones, estatuas, columnas rotas, murallas, almenas, rosetones, torres de iglesias, arcadas de palacios, ruinas, museos, arcos a través de los cuales se ven trozos del mar, mercadillos de frutas en lugares donde estuvo hace mil años el foro romano, escalinatas, plantas aromáticas, más ruinas, la loba capitolina dando de mamar a Rómulo y Remo, San Pablo entre cipreses, lápidas incrustadas en las paredes de viviendas normales…
Y también nos hemos dejado llevar por las costumbres de los turistas porque aquí y ahora nosotros somos un par de turistas también y hemos admirado las murallas romanas con sus piedras ciclópeas en los primeros metros a ras del alquitrán que sube bordeándolas, y le he hecho a mi mujer con el móvil varias fotografías junto a fuentes antiguas, en rincones con murallas tronchadas por la mitad, junto al museo que muestra al lado de la entrada una reproducción de bronce de la loba y los gemelos míticos, delante de la magnífica portada gótica de la Catedral, en los jardines del Anfiteatro, ante la estatua de Thales…
Mi mujer ha dejado un momento la lectura de La abadía de Northarger para darme una sorpresa. Ella es la mejor compañía. Se me ha olvidado todo. Tarragona, la historia, los monumentos…


La mujer que te quiere de verdad es tu mismo tiempo, no necesitas recordar ya nada de lo que fuiste,
un niño que jugaba a las canicas en la plaza de tu infancia, un adolescente que soñaba con la compañera del Instituto, un hombre que encontraba su primer trabajo y se entregaba a él como a un clavo ardiendo…
Todo el tiempo en sus ojos mientras te mira y te atusa el pelo o te pone bien el cuello de la camisa antes de salir los dos a bailar nuestra bachata predilecta.
La mujer que te quiere de verdad hace hermosa la ciudad donde vives, alumbra la calle por donde tienes que ir al trabajo, te guía hasta la fuente donde bebes cuando tienes calor,
sabe el libro que lees, el miedo que tienes cuando una noche no puedes dormir,
te alivia el dolor con sus palabras de ánimo…
¿Y aún no te has convencido de que debes dejar de ser tanto tú mismo para salir a su encuentro y allanarle el camino por donde va?
Después nos arreglamos para bajar al comedor a cenar y luego a la sala de baile. La pareja de músicos que se encargaban de cantar y ponernos la música se defendió como pudo, y nosotros también hicimos lo posible para pasar un buen rato moviendo el esqueleto. El baile siempre nos ha gustado y en algunas ocasiones nos ha unido más, y no me refiero sólo a marcarnos un tangazo en la pista, cruzando piernas o apretándonos los cuerpos en los giros, sino también después de nuestras pequeñas discusiones matrimoniales por motivos insignificantes, Y nada más pisar el umbral de nuestro hotel favorito de la costa donde vamos a bailar y sentarnos a la mesa de los amigos bailarines y oír los primeros compases de un bolero, nuestro problemilla ocasional se evaporaba rápidamente como la neblina matutina ante la fuerza imparable del sol.

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