miércoles, 22 de abril de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO II



Resultado de imagen de palomas acudiendo al alpiste

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En el Colegio Privado compartían con nosotros la vida diaria tres tipos de “religiosos”: los sacerdotes, los casados o supernumerarios y los solteros, que hacen votos de celibato como si fueran curas vestidos de paisanos y que reciben el nombre de numerarios. A esta última clase pertenecía mi amigo Juanmari, Romero a los supernumerarios y a los sacerdotes don Ezequiel, el más simpático de todos. Mañico de toda la vida y de raíces sencillas, sabía ver lo bueno que hay en cada persona y silenciar lo malo que pudiera afearle lo positivo. Se le podía ver hablando con los alumnos, que acudían a él como palomas a la mano llena de alpiste, en cualquier sitio del Colegio Privado, en el campo de fútbol, en los caminos entre los pabellones, en los pasillos, en el comedor... Y en el oratorio se dirigía a los chicos con amenidad, sin reclamos del cielo ni amenazas del infierno. 

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 Pocos profesores llegaron a jubilarse en el Colegio Privado, de los cuales uno de los más significativos fue Cabañas, que pertenecía a la clase de los numerarios como Juanmari y lo mismo que él nunca hizo de la religión una bandera, sino que la reservaba para gestionar las cosas del corazón y las devociones. Siempre se esforzó por hacer de sus clases verdaderos ratos de aventura para los alumnos, buscando nuevos caminos para la creación y la inventiva. Era profesor de Dibujo y llegó a ser jefe de su Departamento. Y a él se debía la iniciativa de la construcción de un mosaico en el exterior en el que se representaba una gran mariposa con las alas abiertas. Cabañas, además de buena persona y profesor de Dibujo, era un excelente pintor que contaba ya por entonces con varias exposiciones y premios pictóricos a sus espaldas. Algunos de nosotros poseíamos en nuestras casas algún cuadro suyo, desde marinas con fondo del puerto de Barcelona a escenas costumbristas del Vallés envueltas en el pintoresco paisaje de la comarca, o bodegones de frutas y recipientes.

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Llerón lo mismo contaba una desgracia irreparable que un chiste extravagante en la misma sesión. En contar chistes era un verdadero as. En el viaje en que los dos coincidimos por tierras de Castilla con los chicos de Bachillerato en uno de los últimos años de los ochenta, si no me contó un centenar de chistes no me contó ninguno. Recuerdo que una tarde, reventados de patear por Salamanca, desde la Plaza mayor hasta la Universidad, desde la calle Zamora hasta el puente sobre el Tormes, volvimos a la habitación del hotel en busca de alivio para los pies y, tras ponernos cómodos, me dijo: “¿Recuerdas a los dos legionarios de la Plaza Mayor, tan tiesos, tan “echaos palante” que parecían comerse el mundo con la mirada? Pues te voy a contar un chiste de legionarios que seguramente no conoces. ¿O sí? Yo empiezo y si reconoces algún pasaje me cortas y listo”.Y aunque ya conocía el chiste de los legionarios, se lo dejé contar hasta el final, final hilarante en que el coronel le corta con el sable el pito a uno de los valientes soldados y, al preguntarle si le había hecho daño, el legionario le contesta que no porque era el pito del de atrás. Me estuve riendo casi cinco minutos de reloj.

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