lunes, 17 de marzo de 2008

Carta nostálgica

Carta abierta a Ramón Abrantes
Te escribo estas líneas en Tossa de Mar, a casi mil kilómetros de distancia de Zamora, nuestra tierra natal, tras recibir la noticia de tu muerte, cuando apenas hace poco más de un mes estuve en la ciudad tras una ausencia bastante prolongada de ella. Y una de las primeras cosas que hice fue ir a visitarte a tu taller de la calle Sacramento. Me acompañaban, como otras veces, mi mujer y los amigos zamoranos Lolo y Amalita. Esta vez te vi algo más delgado y tocado por la fatiga, pero tan hablador como siempre y con la luz de sabio brillando en el fondo de tus ojillos rasgados. Hablamos de la vida y del arte, para ti inseparables, y salieron a relucir, en una mezcla entrañable, unas peanas de mármol para estatuas de Baltasar Lobo, el calor que hacía en todas partes, incluida Zamora, la envidia proverbial que existe entre los que comparten la vida cultural y artística de una ciudad de provincias como la nuestra, el enterramiento polémico del amigo común Claudio Rodríguez… Fue aquí donde, con una leve sonrisa tentándote los labios, nos hablaste de la enfermedad que padecías y las batallas constantes que mantenías con ella. Medio en broma medio en serio dijiste que le estabas ganando la guerra a la muerte. Nunca creí que estuviera tan cerca de ti la mujer de negro.
Se me ha quedado el cuerpo sin sangre cuando la voz de mi amigo zamorano Manolo Martínez, el de los Mármoles, que tú tan bien conoces, me comunica por teléfono que te has muerto; añade que me ha enviado por correo unas páginas de La Opinión dedicadas a hablar de tus trayectorias humana y artística. Por eso ahora no me voy a extender hablando de tu faceta como escultor porque otros más entendidos que yo lo harán como tú te mereces. Y ya en las páginas del periódico que Lolo me manda, pertenecientes a los días 19 y 20 de agosto, leo detalles sobre tu vida y obra que se me habían olvidado y otros nuevos que citan conocidos zamoranos que tuvieron que ver contigo: Herminio Ramos, Antonio Pedrero, Tomás Crespo o tu alumno incondicional Ricardo Flecha, entre otros. Todos destacan tu hondura personal y tu honradez artística, porque ante todo fuiste siempre escultor y hombre comprometidos con su arte y su camino existencial, austero y justo en tus palabras y zamorano hasta la médula, autodidacto y luchador, peregrino de talleres y tabernas, amigo de la conversación circunstancial, fiel a la escultura y a Zamora y enemigo de las convenciones sociales y las normas arbitrarias, valiente con el mármol, la pizarra o la escayola. Todos hablan de tu maestría en el modelado, de la facilidad que tenías para sacar del material el volumen y la figura deseados, casi siempre formas de mujer, de tu aprendizaje en la Escuela de Arte de “San Ildefonso” y luego de tus propios talleres de la Avenida del Mengue, Zapatería, las Doncellas y el último de la calle Sacramento, de tus esculturas dominando edificios y zonas de la ciudad o reunidas en colecciones particulares, y de la última, destinada a celebrar la figura del militar zamorano Pablo Morillo, que dejas sin terminar porque te has ido a escupir a tu taller definitivo donde reina la luz sobre las sombras. Todos hablan de tu amistad con poetas y artistas que como tú se sintieron siempre inclinados por la seria y solitaria labor de creación, de tus etapas artísticas, desde la realista inspirada en Benlliure y Rodin, hasta la abstracta y la última, destacando siempre tu sensibilidad para la forma y tu largo conocimiento del oficio.
Yo simplemente quiero evocar aquí tu vertiente más humana. Procedente de tu Corrales natal ocupaste con tu familia una casa vecina a la mía de la Plaza de Belén, en nuestro querido barrio de Cabañales (tu madre fue la comadrona que ayudó a la mía a traerme al mundo). De ahí que tú, querido Ramón, sigas siendo un referente vital para mí. Cuando en una visita de hace años, me enseñabas tu primer caballete, añadías visiblemente emocionado que te lo había hecho mi padre en los años cincuenta; luego sentenciabas: “Ya ves que las manos de los hombres sirven también para hacer el bien.” Y me fijé una vez más en tus manos grandes y fuertes, manchadas noblemente de arcilla, mientras evocabas las de mi padre construyendo con madera sencilla aquella herramienta de trabajo creador que sirvió para sostener el barro que había de convertirse, bajo tus imaginativas manos, en obra de arte, en mujer, en niño, en gigantilla, Barandales o Merlú.
QueridoRamón, nadie podrá negar jamás que, además del creador de la Virgen de la Amargura, que desfila por las calles de Zamora todos los Lunes Santos, y acerca de la cual nos revelaste el secreto de que iba a ser una figura privada, esculpida para una persona que nada tenía que ver con la Semana Mayor y que luego las cosas fueron por otros caminos hasta hacerla acabar en “paso” fundamental de la Cofradía de Jesús en su Tercera Caída; además de ser el artífice de la bella figura femenina de la fuente que enriquece el claustro de la Diputación o de la estatua sugeridora que cada mañana y cada noche veíamos al entrar y salir del Hotel donde nos alojamos en este último regreso a la ciudad del alma, eres el artífice de la palabra amistosa, el compañero sincero, el anfitrión excepcional, el hombre sencillo que se codea con sus iguales en la calle, en la cafetería, en el mercado…
Y no lo digo aprovechando que te has ido, que será lo que hagan muchos. Es que no puedo por menos de recordar aquella vez que me citaste al día siguiente de una visita numerosa en tu sagrado taller de Sacramento (¡qué nombre tan sutil para ubicar tu refugio!). Me contaste con pelos y señales la aventura de arte, vino y zamorío que viviste en compañía de Blas de Otero y nuestro paisano Claudio Rodríguez, primero en barca surcando el agua del Duero y luego catando vino moro en una docena de tabernas, de pie, apoyados los cuerpos en la barra, para que el zumo de la tierra realizara su periplo sin obstáculos, y con las volutas del humo del cigarro pintando arte inocente alrededor de vuestras caras. Los ojos te brillaban hablándome de aquellas correrías de hombre joven que tiene toda la vida por delante y la muerte es sólo una palabra lejana. Aquel encuentro entrañable tuvo un final imborrable para mí: me regalaste un ejemplar de Claudio Rodríguez para niños mientras me decías en voz baja: “Éste es un hombre que ama con locura a su tierra, aunque su tierra no le ame tanto a él.” Recuerdo tus palabras como si las estuviese oyendo ahora, ahora que sé que ya no podrás con tus ojillos inteligentes, de sabio castellano, acompañar más tu voz en el futuro, ni a tus manos acariciando el barro para crear un cuerpo femenino.
Este es el momento, querido Ramón, ahora que posiblemente hayan llevado tu propio barro humano al cementerio, de decirte que la segunda cosa importante que hice nada más regresar a nuestra tierra esta última vez fue darme una vuelta por San Atilano para visitar la tumba de Claudio Rodríguez. Sobre el granito de la cabecera habían grabado este verso del Canto del despertar: “El primer surco hoy será mi cuerpo”. ¿Y sabes qué te digo? Que yo pondría sobre tu lápida, Ramón, mi querido Ramón, amigo y vecino mío para siempre, estas palabras a modo de epitafio: “Al fin descansan tus dedos, diez diamantes que hicieron vida y arte, que amaron y crearon. Nada más puede pedirte la tierra que te espera.”

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