sábado, 10 de noviembre de 2007

I.

Para los primeros amigos barceloneses

Atrás quedaron versos y dibujos
sembrados en efímeros papeles,
y nombres, vivos nombres que evocaban
momentos de amistad: los Baños Viejos,
Canuda, Petritxol, el Pino..., puertas
abiertas a la magia de Barcino.

Las borracheras duraban lo que duraba
el fiel arrobamiento. Luego
volvíamos al refugio de los Beatles
y descendíamos por toboganes
de magia creativa. Afuera, el mundo
ascendía en andamios acrobáticos
y las palomas pintaban las estatuas
con sus grises de olvido y de ceniza.

El tema era el placer del vino mago
que hacía derramar poemas tristes
a lo Buesa, o el deambular romántico
por calles enjoyadas de Gaudí
o altares de Picasso.
Pero había
un viejo nubarrón que amenazaba
la mies de la familia, un huracán
dispuesto a derribar la luz de casa.

Un tren de medianoche atravesó
sin un descanso lágrimas y tierras
mientras en el macuto me quemaban
mil versos contra Dios, contra la vida,
contra la primavera que inundaba
los campos de lujuria. Llegué, limpio
de llantos, hasta el lecho donde el padre
aguardaba mi beso, mi palabra,
tal vez la aceptación de que él había
significado todo para mí.
Y nada hice ni dije: tristemente
lo miré como al barco que se aleja
dejando tras de sí una ausencia blanca.

Y los amigos siguieron compartiendo
conmigo borracheras y cigarros,
poemas y pinturas. Pero todo
había ya cambiado sin remedio.
Y las palabras nos sonaban lejos
porque sabíamos que algo puro, vívido,
a punto estaba de desvanecerse.
Como el perfume de una mujer bella
que deja nuestro cuarto tras amarnos.
Como si aquella Barcelona nuestra
estuviera diciéndonos adiós.

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