De cualquier modo el libro, desde la primera página escrita hasta la última, encierra multitud de sorpresas para gozar de su lectura. Nada más empezar, llaman la atención las citas con que Luz Morales encabeza su excelente antología. Por ejemplo, de Benjamín Franklin: “La mano que mece la cuna mueve el mundo” y “Nunca hubo guerra buena ni paz mala.” De George Duhomel: “La civilización ha de estar en el corazón de los hombres... o no está en parte alguna.” De Ortega y Gasset: “Cuando no hay alegría, el alma se retira a un rincón del cuerpo, y hace en él su cubil.”
Y en cuanto a los textos seleccionados, necesitaría cuatro entradas como ésta para mostrar su acierto y excelsitud. Por ello copiaré aquí algunos fragmentos que se aproximarán a lo que se está afirmando de la Antología del Hogar de María Luz Morales acerca de su contenido y propósito.
“Eres tú, comedor, la despensa divina: ya sea que encierres el higo que mordió el mirlo, o la codorniz que sollozó el nocturno de las mentas, o la miel de otoño cogida bajo los rayos del sol moreno, o el aceite que contiene la luz provenzal, o la pimienta que traían sobre sus galeras traficantes de misteriosa sonrisa...” (Francis James, pág, 17).
“¡Qué quietas se están la cosas,/ y qué bien se está con ellas!/ Por todas partes sus manos/ con nuestras manos se encuentran./(...) ¡Cosas –amigas, hermanas,/ mujeres--, verdad contenta,/ que nos devolvéis, celosas,/ la más fugaces estrellas!” (Juan Ramón Jiménez, pág. 30).
“¿Sabe alguien de dónde viene la sonrisa que revuela por los labios del niño dormido? Sí. Cuentan que, en el sueño de una mañana de otoño, fresca de rocío,, el pálido rayo de la luna nueva, dorando el borde de una nube que se iba, hizo la sonrisa que vaga en los labios del niño dormido.” (R. Tagore, pág. 42).
“Si este hijo fuera mío, le haría caballero,/ sin espada al costado, ni coraza de acero;/ sin lanza ni rodela, sin paje ni bridón.../ a todos los peligros desnudo el corazón.../ (…) Si este hijo de mi afecto fuera de carne mía,/ mi corazón, al rojo, el suyo encendería/ en la hoguera perenne de esta caballería.” (María Luz Morales, págs. 51 y 53).
“La señora Luna/ le pidió al naranjo/ un vestido verde/ y un vestido blanco./ La señora Luna/ se quiere casar/ con un pajarito/ de plata y coral./ Duérmete, Natacha,/ e irás a la boda,/ peinada de moño/ y en traje de cola./ ¡Duérmete, mi niña;/ duérmete, mi rosa!” (Juana de Ibarbourou, Págs. 55 y 56).
“Un poco más tarde se les enseña a los niños a sonreír. Sonreír es tener alegría; tener alegría es ya saborear la dicha de vivir. Para hacer sonreír a los niños se les acaricia en la barbilla, lo cual agita su carnecita; se les ponen los ojos en los ojos, se mueven las manos; se pronuncian sílabas extrañas para hacerles fijarse en aquello que les gusta; cosas brillantes que son los ojos; cosas inquietas que son las manos, y hacerles escuchar sonidos agradables que están a la altura de su cerebro puesto que nada quieren decir.” (Charles Louis Philippe, pág. 75).
“Si todas las mozas del mundo la mano se quisieran dar,/ en torno del mar un gran corro podrían formar./ Si todos los mozos del mundo quisieran hacerse marinos,/ podrían formar con sus barcas un sólido puente larguísimo./ Y entonces en torno del mundo podríase un corro formar,/ si todas las gentes del mundo las manos se quisieran dar.” (Paul Fort, pág 84).
“No hay campo de batalla en la guerra, no lo ha habido nunca por muy cubierto de cadáveres que haya quedado, que no haya costado a las mujeres de la raza más angustias y más derramamiento de sangre que a los hombres que yacen sobre él. Pagamos el coste primario de toda vida humana.” (Olive Schreiner, pág. 92).
“Es preciso enseñar a los niños a admirar a los héroes y a las heroínas del mundo entero, sin distinción de nacionalidades; es preciso darles a los niños conocimientos internacionales y enseñarles a poner todas las artes al servicio del pacifismo. Que las banderas de todas las naciones ondeen en todas las escuelas, que los niños se acostumbren a creer en la fraternidad de los pueblos unidos bajo la paternidad de un solo Dios.” (Miss Holbrook, Pág. 97).
“Cultivo una rosa blanca,/ en junio como en enero,/ para el amigo sincero/ que me da , con su mano franca./ Y para el cruel, que me arranca/ el corazón con que vivo,/ cardo ni ortiga cultivo:/ ¡cultivo una rosa blanca!” (José Martí, Pág. 100).
“Entrega tu labor: tu tela, tu ladrillo, tu cántaro o tu poema. Hoy no tienes más hora segura que la que pasa; no puedes contar sino con estos latidos de tu corazón, este aliento que exhala tu boca, con la claridad de los ojos tuyos en esta hora. La muerte, tal vez, ya tiene tus pies dentro de tu telaraña aterciopelada y blanda, y sube... y sube... Y el pensamiento de que la muerte te espía, empinada por sobre tu cabeza, no te deje caer las manos, más bien te enardezca. Te hicieron un instrumento frágil, y tu maravilla es esa misma fragilidad.” (Gabriela Mistral, Pág. 102).
“No hay cosa menos valiosa y más despreciable, al parecer, que un puñado de tierra. Pues con ese elemento, un poco de agua, un horno elemental, y su ingenio, creó el ateniense la industria de la cerámica, una de las más típicas de Atenas y la más importante a la vez; como que excedía a la joyería y a las armas. Eran estas dos últimas muy prósperas, no obstante; sus productos tenían fama entre los mejores del mundo antiguo, con lo que más resalta el mérito de la otra.” (Leopoldo Lugones, Pág. 117).
“Yo te amo, ¡oh, Sol!, a ti, cuya luz lisonjera,/ para dar a una frente nimbo y miel a un rosal,/ penetrando en el cáliz y en la choza pechera,/ se reparte y se queda entera/ como el amor maternal./ Acéptame por preste que en cantarte se ufana,/ tú que no esquivas pompas de jabón disolver/ y eliges, cuando sientes ya la noche cercana,/ el cristal de humilde ventana/ para lanzar su adiós postrer./ (…) Yo te amo, Sol. Tú prestas al aire olor a rosas,/ antorchas a las fuentes, al bosque floración;/ tú besas a un ignoto arbusto y tú lo endiosas.” (Edmond Rostand, Págs. 126 y 127).
“La hierbabuena, ya lo dice el nombre, es una buena hierba. Pero si no estuviera ya honrada suficientemente por su mismo nombre, habría que declarar a la hierbabuena emblema del patriotimo. No existe ninguna hierba que se aferre a la tierra donde ha crecido como ella; se la puede arrancar, perseguir con el arado y la azada... es inútil; la hierba vuelve a retoñar indómita.” (Azorín, Pág. 154).
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