En El jardín secreto de Don Qujote, libro que adquirí en una caseta de la Cuesta de Moyano de Madrid la primera vez que fui a la capital de España a finales de los años sesenta, encontré varios puntos que hacían referencia a otro libro cuyo título era El ingenioso escudero Sancho Panza. Enseguida supuse que el autor quería así emular en parte el título de la obra de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. La cuestión es que, una vez hube llegado a la pensión de la calle de Toledo donde me había hospedado, me puse a leer dichos puntos que en realidad eran un conjunto de escenas en que hablaban algunos personajes del magnífico libro de Cervantes, la mayor parte los principales protagonistas de la historia, pero también otros como Teresa Panza, Doña Rodríguez, el Duque, La Duquesa, la condesa Trifaldi... Y comprendí que era Sancho Panza el que había elegido el autor de El jardín secreto para erigirlo en el principal interlocutor de dichas escenas.
Una de las que me llamó enseguida la atención fue la escena en que aparecen caballero y escudero saliendo del jardín secreto que acababan de construir a espaldas del ama y la sobrina, algún tiempo después de que Alonso Quijano, el Bueno, sufriese la quema de sus libros, Sancho Panza le dice a este último: “Como ha comprobado vuestra merced, no soy tan ignorante como dice y al fin convendrá conmigo en que a veces empleo mis refranes cuando la oportunidad se presenta, como hace un instante en que refiriéndome a lo que habíamos plantado en nuestro jardín para alimentarse vuestra merced, sentencié: "Al buen comer llaman Sancho”. A lo que el hidalgo respondió: “Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito, pero cargar y ensartar refranes a troche y moche hace la plática desmayada y baja ...” Sancho Panza, lejos de callarse, replicó a su amo: “Mire vuesa merced que yo no cargo ni ensarto refranes a troche y moche, sino que en la mayoría de los casos el refrán que digo se ajusta perfectamente a la situación en el que yo me encuentro. Por ello yo le dije que había de todo lo que le puede alimentar satisfactoriamente, incluida la mejorana, que además de servir como condimento para salsas y embutidos, es también un remedio para curar dolencias estomacales, abrir el apetito, favorecer el sueño y combatir el dolor de cabeza, que la lectura constante de los libros de caballería que hace vuesa merced algún día acabarán con echársela a perder.” El diálogo acabó con lo que dijo Don Quijote sobre el miedo a perder también la mejorana que acababan de plantar en el susodicho jardín: “Si algún día el capricho del destino llegara a destruir este recinto sagrado del jardín de mi cocina y me cogiera debajo de sus escombros, Sancho, hijo mío, salva al menos la mejorana, que no la vea el perverso sabio Frestón que tanto mal hace en el mundo y a la gente que defiende el bien. Te lo pido por favor y pensando en las personas que más quieres, tu mujer Teresa y tus hijos.”
Sin embargo, donde Sancho Panza mostró fehacientes pruebas de su juicio y prudencia, fue la ínsula Barataria que los duques de Villahermosa, Carlos de Borja y María Luisa, le habían entregado nombrándole gobernador de ella, al parecer con la intención de divertirse a su costa. Pero ya digo, el ingenio y la sensatez del fiel escudero de Don Quijote, se volvieron contra el Duque y la Duquesa, nobles ociosos y con poco corazón, que recibieron ejemplares lecciones de prudencia y cordura. ¿Era así como satirizaba Cervantes a la indolente nobleza española de su tiempo? Para comprender lo ingenioso y cuerdo que era Sancho ejerciendo el cargo de gobernador de Barataria basta con que leamos lo sucedido durante los litigios ciudadanos que tuvo que dirimir Sancho Panza mientras gobernó su ínsula.
En el primer juicio entraron en la sala dos hombres: un sastre y su cliente. El cliente le había dado al sastre un trozo pequeño de paño para que le confeccionara tantas caperuzas como pudiera ya que desde un principio desconfiaba de la honradez del sastre. Acordaron cinco caperuzas, pero el sastre le entregó a su cliente cinco caperuzas inservibles ya que eran excesivamente diminutas. Y el sastre se quejaba ante Sancho de que su cliente se negaba a pagarle el trabajo realizado. Sancho, tras escuchar a los dos litigantes, sentenció que el sastre se quedara sin sus honorarios y el cliente sin el paño, pues los dos habían actuado con mala intención.
A continuación se presentaron en la sala del juicio dos ancianos, uno de los cuales venía apoyado en un bastón de caña alegre y confiado, mientras que el otro, que era el denunciante, se mostraba visiblemente enfadado. Sancho pidió que expusieran sus litigio, y este último dijo: "A este hombre que ve aquí le presté hace días diez monedas de oro y aún no me las ha devuelto, y quiero, señor gobernador, que solucione el problema." Sancho se dirigió al otro y le dijo: "Jure vuestra merced que le ha devuelto las monedas a este hombre." Entonces el hombre que se apoyaba en la caña, ni corto ni perezoso, le dejó su bastón al denunciante y juró que le había devuelto las monedas. Entonces Sancho, sospechando la verdad, le pidió al denunciado la caña, acto seguido la rompió y cayeron de su interior las diez monedas de oro, que devolvió a su dueño.
Finalmente hicieron su entrada en la sala del juicio una mujer muy alterada y un ganadero. Cuando Sancho les pidió que expusieran su caso, la mujer dijo: "Este mal hombre de aquí me ha violado y pido una justicia recta." Sancho, una vez escuchada la mujer, se dirigió al ganadero: "¿Y vuestra merced qué tiene que decir al respecto?" El aludido respondió: "Yo venía de vender cuatro cerdos y el dinero que me dieron por ellos lo he perdido casi todo debido a los impuestos; y en el camino me encontré con esta mujer y, después de haberle pagado, yacimos juntos. Eso es todo." Sancho le exigió al ganadero que le diese a la mujer el dinero que llevaba encima. Así lo hizo el hombre, y la mujer, dando las gracias a Sancho con muchas reverencias, salió del juzgado. Después el ingenioso juez le dijo al ganadero que fuese tras la mujer y le quitase el dinero a la fuerza. El hombre obedeció a Sancho y aunque intento quitarle la bolsa a la mujer no lo consiguió. Y ambos volvieron al juzgado. Una vez en la sala, Sancho pidió a la mujer que le devolviera la bolsa al ganadero y ella se lo dio sorprendida ante la petición de Sancho. Entonces éste le dijo a la mujer: "Si hubiese vuesa merced defendido su cuerpo como ha defendido la bolsa, habría sido imposible que este hombre le hiciera lo que vuestra merced ha contado aquí." El ganadero le dio las gracias y todos admiraron el buen juicio y las sentencias de Sancho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario