viernes, 19 de febrero de 2016

TEATRO PARA PENSAR. INVERNADERO, DE HAROLD PINTER

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Invernadero, traducida por Eduardo Mendoza, dirigida por Mario Gas e interpretada en sus principales papeles por Gonzalo Castro, Tristán Ulloa y Jorge Usón, es espiritualmente considerada (sólo es una forma de decirlo porque la obra no es nada espiritual; al contrario, muestra en su significado global un frío y brutal distanciamiento respecto a todo cuanto tenga que ver con la ética), es una crítica a la burda e insensible burocracia de una institución medio asilo medio sanatorio, cuyos profesionales, representados principalmente por su director Root (Gonzalo Castro), el ayudante de éste, Gibbs (Tristán Ulloa) y el enfermero jefe Lush (Jorge Usón), hablan de los pacientes como si fueran simples números (por ejemplo, del 6457, que acaba de morir, o el 6459, que acaba de traer un niño al mundo). Evidentemente esta forma cruel de tratar a los pacientes sufre insatisfactorio castigo (la muerte de casi todos los profesionales del Invernadero), y digo insatisfactorio porque quien lleva a cabo ese drástico castigo, Gibbs, es tan culpable como todos los demás.

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Dejando a un lado el hecho de que puntos esenciales de la trama suceden fuera de la escena, asunto siempre discutible, y que el argumento de Invernadero me resulta en muchas ocasiones totalmente inverosímil (¿acaso eso forma parte del teatro del absurdo del que Pinter tiene mucho que decir?), lo que más me satisfizo de la representación fue la parte física de la misma: la música (la sinfónica de alto volumen para velar el rodar y el giro de los escenarios, la música propia de Navidad, tiempo en que transcurre la acción teatral), las grabaciones y los impactantes gritos y lamentos de los pacientes, que se dejan oír en momentos clave de la obra, el vestuario, el atrezzo, el mobiliario (tan funcionales como necesarios: trajes de los profesionales, batas de trabajo, uniformes de subalternos como el de Tubbs, Javivi Gil Valle, tan adecuado y diferenciador, la tarta que oculta el micrófono, los cuchillos, los cables y demás elementos del equipo de la sesión de electroshock al que someten Gibbs y la señorita Cutts (Isabelle Stoffel) a empleado sin futuro Lamb (Carlos Martos), el escenario giratorio y los fundidos y la luminotecnia de que se sirve (linternas la mayoría de veces) para efectuar sus constates cambios (diversos despachos, sala de electroshock, escalera de caracol, ventanales traslúcidos, puertas…). Y la interpretación, soberbia en sus tres principales actores, Castro, Ulloa y Usón, y con solvencia en los casos de Javivi y Martos; la única interpretación que a mi juicio, está a un nivel inferior es la de Stoffel (señorita Cutts), a quien, pese al convincente despliegue de sus arrumacos y demás artes propias de su sexo ante Root y Gibbs (y también ante Lamb), le falta algo de convicción y mucho de voz teatral. Caso aparte es el del último actor en salir a escena, Ricardo Moya (Loob), cuya función es escuchar la versión que da en la última escena Gibbs del horrible desenlace de Invernadero. Con sólo 7 actores Pinter, y en este caso Mario Gas llevan a cabo un trabajo excepcional: pintar con acidez e insensible distanciamiento la corrupción, el cinismo y la inhumanidad con que por un lado los profesionales gestionan el funcionamiento del asilo-sanatorio y por otro tratan a sus pacientes.

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