sábado, 16 de enero de 2016

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO. CAUCE VIVO VI


MARTES SANTO INTEMPORAL

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Que la casa, aquella casa de los tres balcones que miraban desde la plazuela de Belén a la ciudad de la muralla y los campanarios, mantuviera siempre viva la primavera, y que sus paredes, sus techos, sus salas, la cocina con su hornillo de serrín y su chimenea; el pasillo del desván, el desván mismo con su claraboya abierta al cielo azul; las escaleras de banzos de madera que crujían bajo nuestros pies de distinta manera según quien subiera o bajara y como lo hiciera, con cuidado o corriendo; los balcones que miraban a la ciudad…, que todo aquello de mi casa floreciera y exhalara cariño por todos los rincones se lo debían a mis padres porque hicieron allí su nido y lo habitaron de presente y futuro en nosotros, sus hijos.

Y que yo no dé un latido sin que suenen dentro de mí repiques de campanas y murmullos de aceñas y de azudas, se lo debo a mis padres porque siempre sembraron en los surcos de mi infancia semillas de juncos y espadañas de aquel Duero, que siempre fue uno más de nosotros, como de la familia; porque siempre sembraron en los surcos de mi infancia llantos y risas de aceñas y de azudas, albas y crepúsculos de badajos, manifiestos religiosos de campanas. De ahí que este desasosiego que crece dentro de mí cuando amanece abril en todos los calendarios de España y la Semana Santa vuelve a sonar en los clarines del recuerdo renovada y reverdeciente se lo deba también al amor que me infundieron mis padres por los pasos y las andas de las procesiones, con las varas de los cofrades golpeando marcialmente el empedrado de las calles viejas de la ciudad del Duero, con los tambores resonando solemnes en medio de la noche. Y vuelven mis pies a perder suelo cuando veo desfilar por el puente de mis ojos nostálgicos al mítico Barandales, a Longinos o al Yacente…

El primer Barandales que conocí se llamaba España. Con su cara curtida y sus fuertes manos, armadas de campanas, encabezaba las procesiones a las que nos llevaban a ver nuestros padres a los sitios más estratégicos y emblemáticos de la ciudad, el Arco de doña Urraca, Santiago el Burgo, San Ildefonso, la Rúa de los Notarios, la lonja de la Catedral, la plaza de Viriato, la cuesta de Pizarro… Bajo el silencio nocturno o nada más rayar el alba, Barandales abría la procesión haciendo voltear las campanas que llevaba  figura marradas a sus muñecas. Su figura inconfundible, embutida en el hábito propio de la cofradía que desfilaba, arrancaba de nosotros los más pequeños una encendida admiración que estallaba en aquella frase que le dedicábamos y que no he podido ni querido olvidar nunca: “Tío Barandales, dales, dales…”
 
 
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“Tío Barandales, dales, dales…
suena en el alma de los chavales
mientras los pasos pasan solemnes
por las callejas viejas, perennes.
Esas campanas, como latidos,
suenan a tiempos nunca perdidos
en lo más hondo del corazón
como una eterna, viva canción.
Tío Barandales, dales, dales…,
las campanadas suenan iguales
en la distancia y en la presencia,
en los adultos y en la inocencia,
Semana Santa de mi ciudad.
Los pensamientos son de piedad
mientras voltean esas campanas
y las personas tras sus ventanas
miran con ojos tiernos, llorosos,
los latigazos tan dolorosos
que sufre Dios en su soledad.
Sigue sonando, tío Barandales,
tío Barandales, dales, dales…
para que nunca nos olvidemos
de aquellas cosas que hoy no tenemos
y siempre fueron nuestra Verdad.”

El Longinos era un paso descomunal y majestuoso a la vez, llamado así porque en él aparecía el centurión Longinos montado sobre un caballo encabritado y sólo sujeto a la mesa por sus patas posteriores. El caballo temblaba al andar el paso, y Longinos hacía equilibrios por no caer mientras con su mano derecha empuñaba la lanza, cuya punta amenazaba constantemente atravesar el pecho de Jesús crucificado. A mi padre le encantaba el paso del Longinos, aunque en realidad le gustaban todos los que había esculpido el mejor escultor zamorano de todos los tiempos, el imaginero Ramón Álvarez, y siempre que salía la ocasión, mientras veíamos pasar delante de nosotros al Longinos, me explicaba la historia sagrada que tenía que ver con ese momento tan doloroso de la Pasión de Cristo, porque no sé si ya lo he dicho en este viaje, pero mi padre era muy religioso (sin duda le venía su devoción de la que sus padres le habían inculcado de niño y de sus estudios en la Santa Espina) e intentaba inculcarnos la piedad sin fáciles sentimentalismos, y así, por ejemplo, la misa de los domingos y fiestas de guardar era de obligado cumplimiento. La cuestión es que siempre que se daba el caso mi padre nos recordaba lo bueno que era cumplir con las leyes de Dios y de la Iglesia. Por ejemplo, nunca olvidaré el momento en que por primera vez, acompañando a toda la familia, crucé el Puente de Piedra sobre el río para ir a besar la reliquia de Santa Lucía a la iglesia del mismo nombre, situada en la primera plaza que se encuentra nada más atravesar el Puente, junto al Palacio del Cordón, y cuya espadaña sostenía con esperanza y paciencia el gran nido de cigüeñas que por febrero volvía a ser visitado por una familia de estas aves zancudas tan características de nuestro cielo zamorano.

Volviendo a las procesiones que gustaban a la familia, una de las que más imponía por su dramatismo y solemnidad era la del Yacente, imagen estremecedora de Cristo muerto que, tendido sobre una sábana, los cofrades, vestidos con túnica y caperuza de estameña blanca, llevan en andas por las calles de Zamora hasta llegar a la Plaza de Viriato, donde hacen un alto para cantarle el Miserere en medio de un silencio sepulcral, guardado por miles de personas que asisten a tan emotivo acontecimiento.
 
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“Recuerdo con amor aquel Yacente
pasar en andas con la piel rajada
por las calles vetustas de la amada
ciudad en procesión lenta y doliente.
Y a su paso la zamorana gente,
dolido el corazón, la paz turbada
y la lágrima pronta en la mirada,
rompía en fiel plegaria de repente…”

Pero la procesión que más me gustaba a mí era la que estaba relacionada con nuestro barrio. Tenía lugar el Martes Santo por la noche y durante todo el día los chicos no parábamos de nerviosos que estábamos, si bien los nervios habían empezado  a jugarnos palas pasadas, por lo menos a mí, casi una semana antes, cuando, como cada año por esas fechas, descubrí desde el balcón central de casa venir por el Puente de Piedra a mi madre y a mis hermanas portando los baños y recipientes con los dulces de Semana Santa, entre los que se encontraban mis favoritos, las aceitadas, aunque no despreciaba los polvorones con aquella nieve de fino azúcar que los recubría tan prometedoramente, ni las magdalenas que tan generosamente rebosaban las fundas de papel que intentaban en vano contenerlas, ni los solemnes rebojos zamoranos o las surcadas galletas de limón.
 
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Pero eran las aceitadas las que me excitaban más que ningún otro dulce, como ya he dicho; su duro y a la vez  deleznable corazón de harina y aceite, y la cruz abierta como una herida santa en su curvada cima eran ingredientes suficientes para que, combinados de la exquisita forma como estaban combinados, convirtieran la aceitada en el dulce por excelencia. Yo era un chaval muy travieso, lo diré antes de que se me adelante el lector en verlo así, y recuerdo que un Martes Santo por la mañana, en ausencia de mis padres de la casa, me colé en la sala grande donde el baúl ocultaba el barreño de las aceitadas. Su olor inconfundible impregnaba muebles y paredes y embriaga el aire callado y medio a oscuras del interior. Con paso sigiloso evité pisar la baldosa movediza, cuyo cloqueo denunciaba mi presencia, y llegué con el corazón encogido y los jugos gástricos subiéndome a la boca junto al panzudo baúl bajo el cual me esperaban impacientes mis queridas aceitadas. Me tumbé en el piso y, sin encomendarme a santo alguno, alargué mi brazo debajo del mueble hasta que las yemas de mis dedos acariciaron la herida en forma de cruz de una aceitada. La cogí y la liberé de su escondrijo. Me arrodillé delante del altar que para mí era aquel baúl y me llevé con unción la aceitada a la boca. Al momento su tostada y dulce harina aceitosa se deshizo entre mis dientes, ¡qué placer de aroma y de sabor! Y de repente sentí un calambrazo en el pecho al oír la voz de mi madre que me llamaba imperiosa, sospechando sin duda que el diablillo de su hijo andaba haciendo alguna de las suyas. Al momento se deshizo el encanto de la aceitada. Le respondí como pude y cuando ella llegó hasta donde yo estaba, en vez de reñirme, me dijo mientras miraba con atención el pedazo de aceitada que aún temblaba en la palma de mi mano:
--No te vas a quedar así. Acaba de comértela.
Y me la comí como otras veces que había sido sorprendido in fraganti, sin ganas, sin emoción, sin aquel ribete de aventura que había experimentado las veces, pocas, eso sí, en que mi madre no me había sorprendido comiendo una aceitada fuera de tiempo.
 
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Ya es hora de volver a la procesión del Martes Santo, que era, como ya he dicho, la procesión de mi barrio y por la que yo sentía verdadera adoración. Cuando la noche se convertía en un gran palio de silencio y la luna colgaba de lo más alto como un pozo de luz amarillenta, ya hacía rato que, asomados a los balcones de la casa, mis padres en el de la sala grande, mis hermanos mayores en el de la sala mediana y nosotros dos, los hermanos más pequeños, en el balcón del centro, esperábamos la familia al pleno a que la procesión, con sus faroles encendidos, apareciera al otro lado del Puente de Piedra y empezaran a rielar en las aguas del río sus temblorosos reflejos luminosos. Dos pasos formaban la procesión: la de la Virgen de la Esperanza y la de Jesús del Vía crucis, que, cuando acababan de pasar el Puente, se paraban un momento en la bifurcación de carreteras que había a la salida, y, mientras la banda de la Cruz Roja tocaba sus tambores y trompetas, las dos imágenes se despedían para seguir sus caminos separados: la Esperanza con el rostro lleno de lágrimas y su manto verde con estrellas de oro, por la carretera de Salamanca hacia la iglesia de nuestro barrio, la de las Dominicas; y el Nazareno con la cruz a cuestas, por la carretera de Fermoselle,  hacia el templo de San Frontis, del barrio del mismo nombre. Aún teníamos tiempo de bajar a la calle para despedir a nuestra Virgen, cantándole la Salve, antes de que las puertas del templo se cerraran a sus espaldas. Luego, bajo la soledad en que se había quedado el barrio y el silencio estrellado de la noche, volvíamos a casa para vivir la última escena de la representación del Martes Santo. Allí esperábamos la visita de Demetrio, el amigo de mi padre que trabajaba con él en la Funeraria y que, como miembro de la cofradía de Jesús del Vía crucis, había acompañado a la imagen hasta su iglesia. La espera no duraba mucho y, cuando Demetrio hacía su aparición con la caperuza bajo el brazo, tenía lugar el rito que cerraba la noche: una aceitada y una copita de anís en familia. Pero yo, sentado a la mesa como los demás, sabía lo que me esperaba. Llegado el momento decisivo, mi madre me miraba con honda ternura y me decía:
--Ya sabes por qué no puedes ahora comerte la aceitada.
Y es que ese Martes Santo, como casi todos los Martes Santos, y los lunes y los miércoles y el resto de los días de la Semana Santa, me había adelantado comiendo mi aceitada fuera de tiempo.

¡Bendita aceitada que me trae siempre tu recuerdo, madre!

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