martes, 21 de octubre de 2014

THE DEEP BLUE SEA El cine que hay que ver



The Deep Blue Sea 


Anoche vi en la 2 The deep blue sea (El profundo mar azul), película del Reino Unido (2011), basada en la obra teatral de Terence Rattigan y escrita y dirigida por Terence Davies. 
Los papeles principales son protagonizados soberbiamente por Rachel Weisz (Hester Collyer,  esposa de un juez del Tribunal Supremo), Simon Russell Beale (el juez del TS Sir William Collyer) y Tom Hidlestonn (Freddie Page, expiloto de la RAF y amante de Hester). 
La historia que se cuenta en la película es el típico triángulo amoroso, que esta vez acaba mal para la protagonista, la cual, en el Londres puritano de principios de los años cincuenta, pese a estar bien casada con el juez y no carecer de ningún bien material, decide dejar a su marido para irse a vivir con el expiloto, de quien está tan enamorada que asume riesgos extremos (en el plano económico llega a solicitar la cartilla de racionamiento, y en el meramente vital, por citar dos vertientes distintas, intenta suicidarse cuando su amante Freddie la abandona). 
Para mí el guión, basado como ya quedó dicho en la obra de Rattigan, está muy cuidado, especialmente en lo que se refiere al texto de los diálogos que mantienen entre sí y por separado los tres protagonistas mencionados, los cuales en ocasiones alcanzan alturas clásicas, como los habidos entre el matrimonio Collyer; el guión, digo, no es lo que más me llama la atención, sino algunos elementos propiamente cinematográficos, como las evocaciones y recuerdos (flash-back) de Hester en el sofá de su piso de alquiler tras su intento de suicidio,  o la escena alucinante con música y canción incluidas del andén del metro, soberbia en todos los sentidos. Y otras nocturnas en las calles de Londres o en sus famosos pubs, que con tanto cariño recuerdo por la reciente visita realizada a la capital británica. 
La belleza de la fotografía, la música y las canciones, el lirismo que respiran muchos momentos de la película son importantes factores que han influido también en su éxito en numerosos certámenes y festivales, entre otros, el Festival de San Sebastián 2011 (Sección oficial a concurso), Globo de Oro 2012 (nominación a mejor actriz drama Rachel Weisz) o Círculo de críticos de Nueva York 2012 (mejor actriz Rachel Weisz). 
Concluyendo, pese al pesimismo que parece dominar de principio a fin en la película, debido al enamoramiento adúltero de la protagonista, verdadero motor que desencadena un final casi esperado: la soledad de Hester, destacan también ciertos valores humanos, como la generosidad de William, su esposo, o la de la casera y el doctor que atienden en más de una ocasión a la protagonista, sin olvidar la esperanza y la vuelta a la vida de la última escena, cuando el día amanece en Londres y Hester descorre la cortina de la ventana para que entre la luz en su piso oscuro mientras abajo, en la calle, la gente mayor va al trabajo y a sus menesteres cotidianos y unos niños corren gritando.

jueves, 9 de octubre de 2014

POETA EN LONDRES






Va a hacer un siglo de mi viaje a Londres,
y aún sigo sintiendo los recuerdos
palpitándome debajo de la piel.
Recuerdos, emociones,
pinceladas de corazón,
colores de alma…
pintan mi presente con  vivencias de entonces,
compartidas con personas que quiero,
que hicieron de mi estancia un tiempo claro,
detenido en la paz que yo buscaba.



Comer al aire libre sobre el césped de St. James
bajo un plátano centenario,
vivir el tiempo sin que pase de largo
sintiéndonos más jóvenes, más libres,
como las ardillas que, a su antojo,
se mueven vivarachas,  
aceptan las caricias de los niños
y no muestran temor a los mayores.
Llenar la mirada de cuanto nos rodea
como si nunca volviéramos a verlo.
Eso era vivir, besar las horas
y no mirar atrás por si era un sueño.



Íbamos buscándolos,
queríamos palparlos con los ojos,
acariciar el bronce que los viste.
Y el disgusto fue inmenso.
Al Victory’s Park le habían robado
los burgueses de Rodin.






En la Tate Gallery
puedes encontrar desde puertas de automóvil
tiradas sobre el liso parquet
hasta restos sublimes del alma de William Blake.
Hay madera suficiente
para abastecer mil hogueras de San Juan
y un Rossetti que te levanta encendido del suelo.
Y un atleta luchando con Pitón,
apartando con su brazo extendido
las fauces abiertas de la serpiente.
Y un Grupo familiar de Moore…
Los tres miramos las figuras de bronce
y soñamos que somos inmortales…




Este soberbio Autorretrato de Turner,
mirada concluyente,
nos exige quedarnos en su sala,
y en la niebla amarilla
del Castillo de Morttam nos atrapa.
Somos como las almas de las urbes antiguas,
prendidas en sus nieblas.
Y quisiéramos ser como esta luz
que nace en las montañas y muere en el mar.




Sólo por regalar a la mirada
la Creación de Adán de Blake,
la Tate encabeza el cuadro de honor
de los museos del mundo.
O su Piedad, acompañada
de estos corceles blancos que se llevan
hechos cielo y sol a las alturas
la inocencia infantil.
O el limpio estremecimiento
de su Casa de la Muerte:
Dios contempla apoyado en una nube
la palidez augusta de los cuerpos
sometidos sin más a su destino.
Guardamos asiento unos instantes
para evitar que las visiones del artista
nos arrastren a sus misterios.






Una forma relajada de vivir Londres
es beber Londres en sus distintas cervezas,
cada una en un pub y en horas diferentes
mientras la mañana se aleja de Chinatown
y la tarde hace amagos de arrojarse al Támesis.



Con sus cuatro ojos
permanentemente abiertos
el Big Ben lo ve todo.
Dijimos una tarde
mientras cruzábamos el río
hacia la abadía de Westminster
y la torre bailaba
sin dejar de mirarnos.



Es así como hay que mirarla,
tumbados en la hierba.
Después cerrar los ojos
manteniendo el hervor
de la Abadía dentro,
su barroca belleza
de ladrillo esculpido,
de cristal asombrado.
Tan sólo unos minutos.
Y después entreabrirlos
para beber el cielo
que brilla entre los árboles,
fuente de claridad
que alumbra los sentidos.



Si St. Margaret Church tuviera pies
--le sobra corazón para sentirlo--,
se marcharía a otro barrio
para evitar la humillación que a su modestia
le inflige la Abadía
con su arquitectura exuberante,
pese a ser lugar de casamiento
de ilustres personajes  de la historia.


miércoles, 8 de octubre de 2014

LA EXTRAÑA SEMILLA




Antes de que se lo llevaran, estuve hablando con él del asunto que lo había puesto en aquella situación extrema. Entre palabras a medias y conversaciones alocadas, logré arrancarle lo que sigue.
“Yo tuve un duende, llamado familiar aquí en la isla, y lo cuidé con abundante comida y bebida, tal como los duendes exigen que sus amos los cuiden. Me ayudaba en la casa y en la huerta y rendía como tres hombres juntos. Mis vecinos no podían creer lo que veían sus ojos. El patio delantero siempre limpio, los muebles de la casa relucientes, la comida y la cena puestas a la hora en la mesa, el corral ordenado, con los animales atendidos y los aperos de la huerta preparados. Y en cuanto a la huerta, los vecinos se echaban las manos a la cabeza sin entender cómo sacaba adelante yo solo el trabajo de escardar, labrar, abonar, regar, podar, recoger la fruta y la alfalfa y almacenar la cosecha en las cámaras. “Debes de estar agotado”, me decían. Y yo me reía para mis adentros. Hasta que la redoma negra en que lo guardaba se me cayó de la repisa de la cocina y se hizo trizas. Entonces la semilla de la planta efímera, de la que estaba hecho, al contacto con la luz, se pudrió en un santiamén produciendo un olor tan nauseabundo que estuvo varias semanas apestando toda la casa. Ya no me dio tiempo a crear otro duende porque fue cuando se presentaron en casa los agentes de la ley para detenerme. Sé que fueron mis vecinos, que, envidiosos de mi buena fortuna, debieron avisar a la policía de que algo raro ocurría en mi casa.”
Esto fue lo que más o menos saqué en limpio de la historia que me contó el sujeto entre conversaciones alocadas y palabras a medias antes de que se lo llevaran al manicomio de la capital de la isla. Y un detalle de su historia se me había quedado flotando en la cabeza sin que acertara a explicarme su significado. Era el de la semilla de la planta efímera. ¿Qué clase de semilla debía de ser esa que, encerrada en una redoma negra, era capaz de crear un duende?
Así que deseando darle a la historia un viso de veracidad, me fui al manicomio de la capital de la isla a hacer una visita a mi hombre aun sabiendo que aquello no parecía tener ninguna lógica y cualquiera que se parara a examinar lo que pretendía hacer me habría tomado también por loco. De todos modos, me convencí a mí mismo de que hacerle una visita para que me contara algo más de la extraña semilla me serviría al menos para tener algo que narrar en el futuro más inmediato.
El caso es que, sin parar en mientes, me presenté en el frenopático a preguntar por el recién ingresado. Mentí al director diciéndole que era un pariente lejano, a lo que la autoridad del centro no puso ningún reparo; al contrario, me dio las gracias porque, según él, dado que el enfermo no tenía ningún pariente conocido, mi presencia allí le podría reportar algún bien. Sin embargo, antes de permitirme verlo, se interesó por el motivo de mi visita. Y ahora viene lo más curioso del caso, y es que, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, empecé a hablarle de la semilla… No me dejó terminar y esbozando una sonrisa escéptica me dijo sin rodeos que eso de la semilla de la planta que en un día germina, crece, se desarrolla y muere y que si se encierra en una redoma llega a crear un familiar que todo lo puede no era más que una superstición que corría entre la gente más crédula de la isla, cosas de películas, como la que Eduard Norton en El ilusionista ejecuta con la semilla de naranja, la cual, ante los espectadores que abarrotan el teatro, se hace en cuestión de segundos un naranjo con sus naranjas correspondientes, que arroja entre el público. A mí también me parecía que eso no podía existir nunca, pero que para crear una ficción valía. Y sonreí, como el director. Aunque también vi  que presionaba disimuladamente un timbre que tenía sobre la mesa, seguramente para llamar a los cuidadores del manicomio para que se hicieran cargo de mi persona; de modo que, pretextando una urgencia, puse pies en polvorosa ya que de ninguna manera quería acabar en una habitación parecida a la que ocupaba el protagonista de mi historia.