jueves, 9 de octubre de 2014

POETA EN LONDRES






Va a hacer un siglo de mi viaje a Londres,
y aún sigo sintiendo los recuerdos
palpitándome debajo de la piel.
Recuerdos, emociones,
pinceladas de corazón,
colores de alma…
pintan mi presente con  vivencias de entonces,
compartidas con personas que quiero,
que hicieron de mi estancia un tiempo claro,
detenido en la paz que yo buscaba.



Comer al aire libre sobre el césped de St. James
bajo un plátano centenario,
vivir el tiempo sin que pase de largo
sintiéndonos más jóvenes, más libres,
como las ardillas que, a su antojo,
se mueven vivarachas,  
aceptan las caricias de los niños
y no muestran temor a los mayores.
Llenar la mirada de cuanto nos rodea
como si nunca volviéramos a verlo.
Eso era vivir, besar las horas
y no mirar atrás por si era un sueño.



Íbamos buscándolos,
queríamos palparlos con los ojos,
acariciar el bronce que los viste.
Y el disgusto fue inmenso.
Al Victory’s Park le habían robado
los burgueses de Rodin.






En la Tate Gallery
puedes encontrar desde puertas de automóvil
tiradas sobre el liso parquet
hasta restos sublimes del alma de William Blake.
Hay madera suficiente
para abastecer mil hogueras de San Juan
y un Rossetti que te levanta encendido del suelo.
Y un atleta luchando con Pitón,
apartando con su brazo extendido
las fauces abiertas de la serpiente.
Y un Grupo familiar de Moore…
Los tres miramos las figuras de bronce
y soñamos que somos inmortales…




Este soberbio Autorretrato de Turner,
mirada concluyente,
nos exige quedarnos en su sala,
y en la niebla amarilla
del Castillo de Morttam nos atrapa.
Somos como las almas de las urbes antiguas,
prendidas en sus nieblas.
Y quisiéramos ser como esta luz
que nace en las montañas y muere en el mar.




Sólo por regalar a la mirada
la Creación de Adán de Blake,
la Tate encabeza el cuadro de honor
de los museos del mundo.
O su Piedad, acompañada
de estos corceles blancos que se llevan
hechos cielo y sol a las alturas
la inocencia infantil.
O el limpio estremecimiento
de su Casa de la Muerte:
Dios contempla apoyado en una nube
la palidez augusta de los cuerpos
sometidos sin más a su destino.
Guardamos asiento unos instantes
para evitar que las visiones del artista
nos arrastren a sus misterios.






Una forma relajada de vivir Londres
es beber Londres en sus distintas cervezas,
cada una en un pub y en horas diferentes
mientras la mañana se aleja de Chinatown
y la tarde hace amagos de arrojarse al Támesis.



Con sus cuatro ojos
permanentemente abiertos
el Big Ben lo ve todo.
Dijimos una tarde
mientras cruzábamos el río
hacia la abadía de Westminster
y la torre bailaba
sin dejar de mirarnos.



Es así como hay que mirarla,
tumbados en la hierba.
Después cerrar los ojos
manteniendo el hervor
de la Abadía dentro,
su barroca belleza
de ladrillo esculpido,
de cristal asombrado.
Tan sólo unos minutos.
Y después entreabrirlos
para beber el cielo
que brilla entre los árboles,
fuente de claridad
que alumbra los sentidos.



Si St. Margaret Church tuviera pies
--le sobra corazón para sentirlo--,
se marcharía a otro barrio
para evitar la humillación que a su modestia
le inflige la Abadía
con su arquitectura exuberante,
pese a ser lugar de casamiento
de ilustres personajes  de la historia.


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