Los ismos literarios
Querido amigo:
Como sabes, el mundo anda demasiado
revuelto y las tablas de valores están sujetas a continuas
transformaciones. Por eso hoy más que nunca necesitamos reflexionar
más y hablar menos, afirmar menos y argumentar más. Sabes también
que sobre gustos hay mucho escrito. Y construir
una opinión, una crítica, a partir sólo del propio gusto no deja de
ser aventurado. Hoy la belleza de las cosas muchos la medimos por la
atracción que ejerce sobre nosotros. Y están de moda, además, la prisa y la pereza mental y en menor grado la afición por la falsa
cultura que nos ofrecen los “sofisticados” medios de comunicación
social. Por el contrario, se menosprecian la sensibilidad y los
sentimientos, como si el ser humano estuviera hecho sólo de ojos
para ver la televisión y manos para el volante.
Es cierto que debemos amoldarnos al
mundo que nos está tocando vivir. Y da la casualidad de que en este mundo el ser humano se
sigue encontrando con los problemas cotidianos relacionados con su
hogar y su familia, su trabajo y sus utensilios adecuados, sus creencias e inquietudes religiosas, sus amores y
amistades, sus dolores, temores y esperanzas, incluido su deseo de
ser cada vez más libre.
Y pasando al motivo de esta carta, que es el de los "ismos" literarios, debo empezar diciendo que cada "ismo" o movimiento literario nació siendo una negación u oposición con respecto a algún factor o
característica perteneciente al movimiento literario anterior; pero que,
superado ese afán de vanguardismo, “snobismo” o como quiera
llamársele, volvía a considerar lo de siempre, lo que no cambia, que se reduce al ser humano en sí y a sus problemas existenciales. Por ejemplo, los poetas de la Generación del 27 iniciaron su
trayectoria poética abominando de los sentimientos y refugiándose
en las vacías y hueras imágenes que, unas encima de las otras,
levantaban el poema, muy bien construido según unos, pero muerto y
distante según la mayoría. Por ello, a las primeras de cambio, se dieron cuenta de que sin contar con el destino humano, difícil y maravilloso a la
vez, el poema adolecía de vida, que, por otra parte, es lo que
sustenta el arte en todas y cada una de sus manifestaciones.
Los poetas que con fervor inician su
iluminado camino poético prefieren lo nuevo, lo que rompe con la
tradición, lo hacen más por imitación y la inercia de la propia
edad que por verdadera reflexión. Y con el paso del tiempo ven que
todo cuanto mueve noblemente el mundo hacia delante son las raíces,
lo que la historia ha respetado con el correr de los siglos. Y si es
verdad que la razón gobierna la obra humana, es más verdad que el
corazón discreta y prudentemente templa la razón.
Si nos fijamos en la historia de
nuestra poesía, descubrimos que siempre el sentimiento y el corazón
han presidido sus cotas más altas. Ahí tenemos a Jorge Manrique,
que sentenciosa y melancólicamente lamenta en sus Coplas la
fugacidad de la vida, la belleza y el placer. A Garcilaso de la Vega,
afirmando que nadie podrá nunca quitarle el dolorido sentir si antes
no le quitan el sentido. A San Juan de la Cruz, poeta de lo inefable
y del amor sublimado. A Francisco de Quevedo, para quien el hombre es
un ser trágicamente nacido para la muerte. A Gustavo Adolfo Bécquer,
lamentándose de la insuficiencia del idioma para expresar los
sentimientos más acendrados del ser humano: el amor, el dolor, el
más allá. A Antonio Machado, situando en el tiempo la palabra
existencial del hombre. Ahí están tantos buenos poetas del 27, como
Pedro Salinas, Luis Cernuda, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre,
Federico García Lorca o Miguel Hernández, que construyeron el calor
de sus poemas con el fuego de los sentimientos.

Y hay también otros poetas que
algunos encasillan como menores (Gabriel y Galán y Vicente Medina
son dos ejemplos claros), tal vez por no haber hecho un esfuerzo en
comprenderlos, que además de llevar el castellano regional a la
poesía, han llevado la poesía al hogar, a la familia, a la vida del
campo, a los niños, y lo han hecho con tanta ternura y esencialidad
que encendieron la admiración de otros vates considerados
superiores, como Joan Maragall o Miguel de Unamuno, cuyo fervor por
el maestro rural de Frades de la Sierra es de sobre conocido.
Por todo lo anterior, querido amigo,
te pediría que, sin menospreciar de antemano los “ismos” que en
poesía surgen paralelamente a los avances imparables de la
humanidad, tengas en cuenta el camino recorrido en nuestra historia
literaria, porque sin él caminaríamos todos sin rumbo, sin
convicción en nuestros cometidos, como quien de pronto pierde la
memoria y tiene ante sí un futuro sin anclajes en la vida. Y sigue
frecuentando la lectura de nuestros clásicos, porque aunque no nos
demos cuenta, mucho de lo que somos, se lo debemos a ellos.
Y por favor, sigue contando con mi
amistad y mi apoyo.
Poesía española de posguerra, 1
Me pides, querido amigo, que te hable
de la poesía y los poetas españoles desde la Guerra Civil hasta la
muerte del dictador Franco. Se trata de hacer un recorrido tan íntimo, tan lírico, tan comprometido con
la vida española y el respeto a los semejantes, tan amante de
nuestras cosas buenas y tan crítico a la vez con las que no salen
bien o han significado oprobio para algunos y riquezas para otros.
Por eso intentaré dibujarte un modesto panorama de la poesía y los poetas que más han hecho por enriquecer el género. Y comienzo por el mismo año en que saltó a la palestra nuestra nunca aceptada
guerra civil.

En 1936 tres poetas bien diferentes
dieron a conocer sendas obras, cuyo tema común es el
amor: Pedro Salinas, con Razón de amor; Miguel Hernández, con El rayo que
no cesa, y Luis Cernuda, con La realidad y el deseo. Los tres son excelentes portavoces
del sentimiento más grande del ser humano aunque en tres vertientes
distintas: la de la fuerza del amor para lograr el entendimiento más
íntimo, el dolor y el amor apasionado que representa pertenecer al
género humano y comprometerse a defenderlo hasta sus últimas
consecuencias, y la desazón que media entre lo que el ser humano
desearía conseguir: la libertad, el amor, la paz y el respeto de los
demás, y la dura e inexorable realidad que trae consigo la
frustración y la impotencia. Y así, Pedro Salinas nos dejó dicho
que se siente el amor “en la resistencia a separarse”:
“Cada beso perfecto aparta el
tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el
mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se
abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.”
Por su parte, Miguel Hernández,
dentro del amor que experimenta, se define a sí mismo por la pena
que siente como ser humano (“pena es mi paz y pena mi batalla”) y
por la impotencia que le causa penar tanto para morirse al final:
“Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero
importuno.
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y de cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!”
Y por lo que respecta a Luis Cernuda,
en los poemas que recogió con el título La realidad y el deseo
hasta 1936 (después iría añadiendo bajo el mismo título nuevos
poemarios hasta su muerte en México en 1963), habla de su
experiencia humana, angustiada por su peculiar manera de sentir los
afectos amorosos en un mundo reacio a comprenderlos:
“Donde habite el olvido,
en los vastos jardines sin aurora;
donde yo solo sea
memoria de una piedra sepultada entre
ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus
insomnios.
Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa en brazos de los
siglos,
donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor,
ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea
mientras crece el tormento.
Allá donde termine ese afán que
exige un dueño a imagen suya,
sometiendo a otra vida su vida,
sin más horizonte que otros ojos
frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más que
nombres,
cielo y tierra nativos en torno de un
recuerdo;
donde al fin quede libre sin saberlo
yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia,
ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
donde habite el olvido.”
Por hoy, nada más, amigo mío, salvo mi apoyo, absolutamente incondicional..