martes, 18 de marzo de 2025

MEMORIAS DE UN JUBILADO. LA VERDE HUMAREDA (I)

      


       Aunque todavía estamos en invierno, eso nadie lo duda pues sólo hay que salir de nuestras casas para cerciorarse de ello (nevadas, lluvias, mucho frío...), la verdad es que, sin embargo, la estación primaveral empieza en cuatro o cinco días y en nuestros desplazamientos vemos que algunos árboles adelantan su florecimiento y arboledas enteras  de hoja caduca muestran sus ramajes poblados por la verde humareda de que habla don Antonio Machado en el poema que empieza: "La primavera besaba/ suavemente la arboleda/ y el verde nuevo brotaba/ como una verde humareda."

      


En otro orden de cosas, yo que nací un 20 de febrero, piscis primerizo, siempre recuerdo la primavera como la luz que habitó mis ojos de vida nueva y mi corazón de la sensibilidad suficiente para saborear a gusto cualquier muestra artística y literaria, sin ir más lejos los versos del poeta sevillano que han dado origen a esta nueva entrada del blog. Antes de copiar el poema entero en que están incluidos conviene apuntar una breve explicación: el poema, que no tiene título, sino que viene encabezado por números romanos LXXXV, aparece en las POESÍAS COMPLETAS, edición de Manuel Alvar (Espasa Calpe, 1978-1988), incluido en el libro Soledades (1898-1907), en la sección Galerías, y eso que en la nota de pie de página nº 22 se afirma que este poema, titulado Nevermore, se publicaría en PÁGINAS ESCOGIDAS (Madrid, 1917), coincidiendo con la aparición de la obra cumbre de don Antonio, Campos de Castilla (1907-1917), cuyos tonos en algunos casos nos recuerdan los primeros versos que hemos escogido. Si no, léanse los versos que siguen pertenecientes a la segunda estancia asonantada de la sección Campos de Soria:

“En los chopos lejanos del camino,

parecen humear las yertas ramas

como un glauco vapor –las nuevas hojas--...”

Y ahora sí,  leamos completo el poema de Galerías LXXXV que ha dado pie a esta explicación:

“La primavera besaba

suavemente la arboleda,

y el verde nuevo brotaba

como una verde humareda.

Las nubes iban pasando

sobre el campo juvenil...

Yo vi en las hojas temblando

las frescas lluvias de abril.

Bajo ese almendro florido,

todo cargado de flor

—recordé—, yo he maldecido

mi juventud sin amor.

Hoy, en mitad de la vida,

me he parado a meditar...

¡Juventud nunca vivida,

quién te volviera a soñar!”

Y aquí quedan estos dos últimos versos clamando, "¡Juventud nunca vivida,/ quién te volviera a soñar!", que me recuerdan la canción VI, perteneciente a Otras canciones a Guiomar, que el gran poeta sevillano escribió "A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena": 

"Y te enviaré mi canción: 

“Se canta lo que se pierde”, 

con un papagayo verde 

que la diga en tu balcón."

 


Que no es otra cosa que una visión primaveral que el poeta, en mitad de su vida, experimentó en abril ante un almendro florido con las primeras hojas temblando que le hizo reflexionar con tristeza sobre su juventud sin amor.

           Y hablando de la primavera, siempre he sentido fervor por la resurrección de la naturaleza tras la muerte temporal que sufre en el invierno. De hecho, en algunos de mis libros hay constancia de ello. Y así, desde aquel CANGILONES DE VIDA de 1978 no he dejado de cantarla. Ya en este poemario lo hice en las secciones Jardín amenazante (En recuerdo, Narciso, Miguel Hernández), Primera antología para un amigo sentimental (Esperando un milagro, Cinco poemas de un tiempo extraviado y Equipaje de sueños).

I

Una tristeza como un cuchillo agrio

que me fuera abriendo el alma

siento a veces, madre,

cuando veo el campo

lleno de esperanza,

los pájaros tejiendo sus nidos

y los árboles con sus hojas tempranas,

mientras tú sólo eres

una inquieta emoción a la hora de nombrarte. (...)

 

II

No puedo hacer otra cosa

que recordarte, narciso,

ahora que sólo duerme tu bulbo

en una maceta arrinconada,

juguete de mis hijos,

donde un día floreció tu magia.

No puedo hacer otra cosa

que recordarte, narciso,

mientras tu bulbo aguarda

impaciente el beso de la primavera

para brotar en elegancia verde,

en cuchillos pacíficos

y en blanca geometría de ocultismo. (...)

 



III

Sé que quieres levantarte

para oler el campo

y caminar sobre la hierba.

Espera un poco, Miguel,

que ya la primavera está llegando

a todos los paisajes de nuestra España,

para volver,

para que ese rayo tuyo que no cesa

haga su aparición deslumbradora

para que esas sombras

que ultrajan todavía tu perfil

se desvanezcan sumisamente para siempre. (...)


IV

Te fuiste un día de mayo para siempre.

Cuando todo renacía bajo el cielo,

elegiste tu lenta destrucción.

En la luminosa primavera de la tierra,

tu silenciosa oscuridad.

Poco antes, Barcelona,

te esperaba como un diamante en bruto,

toda brisa, toda mar,

una casa mejor

y la calma que tanto merecías.

Y de pronto,

como irrumpe el mal en nuestra vida

el fuego más impío empezó a devorarte.

Y un día de primavera

no nos diste tiempo de decirte adiós. (...)



V

Contemplo este abril

que hay tras mi ventana

como un cuerpo tendido

sobre la piel amante del jardín.

Mira tú también tras la ventana

este abrazo verde de abril.

Puebla de amor tus ojos

y empuja tu deseo a vuelos mágicos.

Escucha cómo llena dulcemente

esta caliente imagen

la solitaria bodega de tu mente,

y déjate llevar por su oleaje

a la remota playa de la dicha...


VI

Yo le deseo, don Antonio Machado,

que pueda regresar un día

a la tierra que amó tanto

y vuelva a aspirar el olor de los surcos heridos,

y escuchar la música frondosa de los álamos.

Y acaso entonces pueda

con ese paso suyo, tranquilo y escorado,

cruzar la espesa niebla donde Dios le aguarda

y ver la Nueva Luz

de la otra vida buena. (...)




miércoles, 5 de marzo de 2025

MEMORIAS DE UN JUBILADO. EL INVIERNO EN MI INFANCIA

      


      El invierno en mi infancia era tan frío como en cualquier otro lugar de la meseta castellano-leonesa, y ejercía su influencia negativa principalmente en el río Duero, cuyo brazo menor pasaba por mi barrio natal, que en otras épocas del año, como primavera y verano, hacía más deleitosas nuestras aventuras. Pero en invierno el río se salía de madre e inundaba la parte del barrio más baja, que se convertía en un pequeño mar por donde bogaban enseres y muebles a la dereriva y llenaba de miedo las almas de nuestros padres hasta que el nivel descendía, mientras nosotros mirábamos asombrados cómo el agua pasaba por los ojos del puente y dejaba enganchada en los árboles la broza que había arrancado en sus poderosas embestidas.  

    


      En la escuela hablábamos de ello mientras don Andrés, el maestro, nos explicaba el Sitio de Zamora donde el traidor Bellido Dolfos mataba al rey don Sancho al pie del Postigo de la Traición por haber sitiado la ciudad, que gobernaba su hermana doña Urraca. La escuela que en invierno se llenaba de ruidos y silbidos del viento en las ventanas huérfanas de la masilla que los chavales habíamos hurtado para rellenar las chapas de ciclistas; la escuela cuyo techo aparecía tras las primeras lluvias con mapas de humedad, tan grandes como los mapas de verdad que el maestro colgaba a veces de la pizarra para que aprendiéramos a localizar los mares, los cabos, los golfos, las cordilleras y los ríos de España, y luego a señalarlos de espaldas con el puntero. Aquel maestro inefable que combatía su dolencia de estómago con pequeños saquitos de bicarbonato que se echaba al coleto de vez en cuando. La escuela era tan fría y húmeda que nosotros preferíamos quedarnos sin recreo y, durante la clase, inventábamos la mil y una para levantarnos a consultar con el maestro la duda más inverosímil con tal de arrimar nuestras manos a la estufa que había junto a la mesa de don Andrés.

   


   En las vacaciones de Navidad, cuando el frío era más intenso, mi hermana y yo, que éramos los más pequeños de la familia, nos encargábamos de encender el brasero en la plazuela a la puerta de la casa. Hacíamos un pequeño cráter en la montaña de cisco o picón, metíamos un papel en él y lo encendíamos arrimando a la llama el carbón para que fuera prendiendo y convirtiéndose en brasa, ayudándonos luego con el soplillo y la badila para ir formando
en condiciones el brasero. Finalmente le poníamos la alambrera y lo subíamos a la cocina para colocarlo en su sitio de la camilla con faldas. 

Y nos sentábamos al calor del brasero y jugábamos a la oca o al parchís, o leíamos y dibujábamos. mientras oíamos los aullidos del viento en el desván y veíamos por la ventana  el cielo cubierto, preparado para hacer cualquier cosa: si estaba negro, podía acabar lloviendo, y si tenía color de panza de burro, era capaz hasta de nevar. En días así  apenas salíamos a la plazuela. Pero si hacía sol y los amigos venían a llamarme, me abrigaba como decía mi madre y bajaba a reunirme con ellos en el rincón del Comedor de Ancianos, que era el lugar más acogedor, y allí planeábamos entre todos algo que hacer para entrar en calor, generalmente jugar a fútbol en la misma plazuela y evitar por todos los medios que la pelota no cayera en el portal del señor Longinos, que era el vecino que tenía las peores pulgas del mundo y podíamos quedarnos sin ella durate unos días; en cambio, buscábamos la manera de que de vez en cuando la pelota entrara rodando en la fragua del señor Pepe, que era una buena persona y nos dejaba a veces acercarnos al fuego y verle cómo golpeaba en el yunque el hierro al rojo vivo hasta darle forma de herradura, reja de arado o cualquier otro utensilio.


      Luego llegaban los días felices de Navidad y Reyes, y el frío y el mal tiempo en general se nos olvidaba de golpe al recibir el regalo de la caja con anguila o culebra de mazapán, que era el "no va más", pero que a veces se nos ponía mala de tanto esperar para comerla, o el trozo de turrón duro que nos tocaba en suerte la Nochebuena a la hora de cantar en familia los clásicos villancicos, alegres casi todos ("Pero mira cómo beben los peces en el río"; "En el portal de Belén han entrado los ladrones y al pobre de San José le han roído los calzones", y tantos otros), y también aquel villancico tan triste que se iba con nosotros a la cama y no nos dejaba conciliar el sueño ("La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más"). 


     Pero luego llegaban los Reyes y todo eran sonrisas en nuestros labios cuando estrenábamos los regalos en la plazuela delante de los amigos (la escopeta con el corcho atado a un cordel, que siempre acababa sin él para llegar más lejos, a veces tan lejos que acababa perdiéndose, circunstancia que favorecía la fabricación de nuevos proyectiles; la pelota Gaviota que brincaba más que las otras, los bolos, la lotería para jugar en familia..., pequeñas y pocas cosas pero de enorme felicidad, aunque a veces a algunos de nosotros  los Reyes les habían traído carbón por ciertas travesuras que habíamos hecho en casa.

      Y si había nieve, la ventura y la aventura eran mayores: junto al carábano de los aleros y los charcos, crecía entre nuestras manos el muñeco de nieve con nariz de zanahoria y una rama de árbol como bastón en la misma plazuela, al que día tras día veíamos cómo se deshacía lentamente desde cualquiera de los balcones que tenían nuestras casas; y también nos servíamos del talud de la carretera para convertirlo en pista de esquí, corta pero divertida, que llegaba hasta el potro donde el señor Pepe herraba los caballos.

    El invierno en la infancia, por mucho frío que se pase, es algo mágico que nunca se olvida porque aviva la imaginación de todos los niños y hace que la ternura anide con fuerza en sus corazones.


 

   Y cierro esta entrada sobre el invierno en la infancia con una frase que la escritora Isabel Allende incluyó en su novela Más allá del invierno: "En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible."

“En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible.”

Fuente: https://citas.in/temas/invierno/
“En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible.” Isabel Allende libro Más allá del invierno

Fuente: https://citas.in/temas/invierno/