martes, 18 de marzo de 2025

MEMORIAS DE UN JUBILADO. LA VERDE HUMAREDA (I)

      


       Aunque todavía estamos en invierno, eso nadie lo duda pues sólo hay que salir de nuestras casas para cerciorarse de ello (nevadas, lluvias, mucho frío...), la verdad es que, sin embargo, la estación primaveral empieza en cuatro o cinco días y en nuestros desplazamientos vemos que algunos árboles adelantan su florecimiento y arboledas enteras  de hoja caduca muestran sus ramajes poblados por la verde humareda de que habla don Antonio Machado en el poema que empieza: "La primavera besaba/ suavemente la arboleda/ y el verde nuevo brotaba/ como una verde humareda."

      


En otro orden de cosas, yo que nací un 20 de febrero, piscis primerizo, siempre recuerdo la primavera como la luz que habitó mis ojos de vida nueva y mi corazón de la sensibilidad suficiente para saborear a gusto cualquier muestra artística y literaria, sin ir más lejos los versos del poeta sevillano que han dado origen a esta nueva entrada del blog. Antes de copiar el poema entero en que están incluidos conviene apuntar una breve explicación: el poema, que no tiene título, sino que viene encabezado por números romanos LXXXV, aparece en las POESÍAS COMPLETAS, edición de Manuel Alvar (Espasa Calpe, 1978-1988), incluido en el libro Soledades (1898-1907), en la sección Galerías, y eso que en la nota de pie de página nº 22 se afirma que este poema, titulado Nevermore, se publicaría en PÁGINAS ESCOGIDAS (Madrid, 1917), coincidiendo con la aparición de la obra cumbre de don Antonio, Campos de Castilla (1907-1917), cuyos tonos en algunos casos nos recuerdan los primeros versos que hemos escogido. Si no, léanse los versos que siguen pertenecientes a la segunda estancia asonantada de la sección Campos de Soria:

“En los chopos lejanos del camino,

parecen humear las yertas ramas

como un glauco vapor –las nuevas hojas--...”

Y ahora sí,  leamos completo el poema de Galerías LXXXV que ha dado pie a esta explicación:

“La primavera besaba

suavemente la arboleda,

y el verde nuevo brotaba

como una verde humareda.

Las nubes iban pasando

sobre el campo juvenil...

Yo vi en las hojas temblando

las frescas lluvias de abril.

Bajo ese almendro florido,

todo cargado de flor

—recordé—, yo he maldecido

mi juventud sin amor.

Hoy, en mitad de la vida,

me he parado a meditar...

¡Juventud nunca vivida,

quién te volviera a soñar!”

Y aquí quedan estos dos últimos versos clamando, "¡Juventud nunca vivida,/ quién te volviera a soñar!", que me recuerdan la canción VI, perteneciente a Otras canciones a Guiomar, que el gran poeta sevillano escribió "A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena": 

"Y te enviaré mi canción: 

“Se canta lo que se pierde”, 

con un papagayo verde 

que la diga en tu balcón."

 


Que no es otra cosa que una visión primaveral que el poeta, en mitad de su vida, experimentó en abril ante un almendro florido con las primeras hojas temblando que le hizo reflexionar con tristeza sobre su juventud sin amor.

           Y hablando de la primavera, siempre he sentido fervor por la resurrección de la naturaleza tras la muerte temporal que sufre en el invierno. De hecho, en algunos de mis libros hay constancia de ello. Y así, desde aquel CANGILONES DE VIDA de 1978 no he dejado de cantarla. Ya en este poemario lo hice en las secciones Jardín amenazante (En recuerdo, Narciso, Miguel Hernández), Primera antología para un amigo sentimental (Esperando un milagro, Cinco poemas de un tiempo extraviado y Equipaje de sueños).

I

Una tristeza como un cuchillo agrio

que me fuera abriendo el alma

siento a veces, madre,

cuando veo el campo

lleno de esperanza,

los pájaros tejiendo sus nidos

y los árboles con sus hojas tempranas,

mientras tú sólo eres

una inquieta emoción a la hora de nombrarte. (...)

 

II

No puedo hacer otra cosa

que recordarte, narciso,

ahora que sólo duerme tu bulbo

en una maceta arrinconada,

juguete de mis hijos,

donde un día floreció tu magia.

No puedo hacer otra cosa

que recordarte, narciso,

mientras tu bulbo aguarda

impaciente el beso de la primavera

para brotar en elegancia verde,

en cuchillos pacíficos

y en blanca geometría de ocultismo. (...)

 



III

Sé que quieres levantarte

para oler el campo

y caminar sobre la hierba.

Espera un poco, Miguel,

que ya la primavera está llegando

a todos los paisajes de nuestra España,

para volver,

para que ese rayo tuyo que no cesa

haga su aparición deslumbradora

para que esas sombras

que ultrajan todavía tu perfil

se desvanezcan sumisamente para siempre. (...)


IV

Te fuiste un día de mayo para siempre.

Cuando todo renacía bajo el cielo,

elegiste tu lenta destrucción.

En la luminosa primavera de la tierra,

tu silenciosa oscuridad.

Poco antes, Barcelona,

te esperaba como un diamante en bruto,

toda brisa, toda mar,

una casa mejor

y la calma que tanto merecías.

Y de pronto,

como irrumpe el mal en nuestra vida

el fuego más impío empezó a devorarte.

Y un día de primavera

no nos diste tiempo de decirte adiós. (...)



V

Contemplo este abril

que hay tras mi ventana

como un cuerpo tendido

sobre la piel amante del jardín.

Mira tú también tras la ventana

este abrazo verde de abril.

Puebla de amor tus ojos

y empuja tu deseo a vuelos mágicos.

Escucha cómo llena dulcemente

esta caliente imagen

la solitaria bodega de tu mente,

y déjate llevar por su oleaje

a la remota playa de la dicha...


VI

Yo le deseo, don Antonio Machado,

que pueda regresar un día

a la tierra que amó tanto

y vuelva a aspirar el olor de los surcos heridos,

y escuchar la música frondosa de los álamos.

Y acaso entonces pueda

con ese paso suyo, tranquilo y escorado,

cruzar la espesa niebla donde Dios le aguarda

y ver la Nueva Luz

de la otra vida buena. (...)




miércoles, 5 de marzo de 2025

MEMORIAS DE UN JUBILADO. EL INVIERNO EN MI INFANCIA

      


      El invierno en mi infancia era tan frío como en cualquier otro lugar de la meseta castellano-leonesa, y ejercía su influencia negativa principalmente en el río Duero, cuyo brazo menor pasaba por mi barrio natal, que en otras épocas del año, como primavera y verano, hacía más deleitosas nuestras aventuras. Pero en invierno el río se salía de madre e inundaba la parte del barrio más baja, que se convertía en un pequeño mar por donde bogaban enseres y muebles a la dereriva y llenaba de miedo las almas de nuestros padres hasta que el nivel descendía, mientras nosotros mirábamos asombrados cómo el agua pasaba por los ojos del puente y dejaba enganchada en los árboles la broza que había arrancado en sus poderosas embestidas.  

    


      En la escuela hablábamos de ello mientras don Andrés, el maestro, nos explicaba el Sitio de Zamora donde el traidor Bellido Dolfos mataba al rey don Sancho al pie del Postigo de la Traición por haber sitiado la ciudad, que gobernaba su hermana doña Urraca. La escuela que en invierno se llenaba de ruidos y silbidos del viento en las ventanas huérfanas de la masilla que los chavales habíamos hurtado para rellenar las chapas de ciclistas; la escuela cuyo techo aparecía tras las primeras lluvias con mapas de humedad, tan grandes como los mapas de verdad que el maestro colgaba a veces de la pizarra para que aprendiéramos a localizar los mares, los cabos, los golfos, las cordilleras y los ríos de España, y luego a señalarlos de espaldas con el puntero. Aquel maestro inefable que combatía su dolencia de estómago con pequeños saquitos de bicarbonato que se echaba al coleto de vez en cuando. La escuela era tan fría y húmeda que nosotros preferíamos quedarnos sin recreo y, durante la clase, inventábamos la mil y una para levantarnos a consultar con el maestro la duda más inverosímil con tal de arrimar nuestras manos a la estufa que había junto a la mesa de don Andrés.

   


   En las vacaciones de Navidad, cuando el frío era más intenso, mi hermana y yo, que éramos los más pequeños de la familia, nos encargábamos de encender el brasero en la plazuela a la puerta de la casa. Hacíamos un pequeño cráter en la montaña de cisco o picón, metíamos un papel en él y lo encendíamos arrimando a la llama el carbón para que fuera prendiendo y convirtiéndose en brasa, ayudándonos luego con el soplillo y la badila para ir formando
en condiciones el brasero. Finalmente le poníamos la alambrera y lo subíamos a la cocina para colocarlo en su sitio de la camilla con faldas. 

Y nos sentábamos al calor del brasero y jugábamos a la oca o al parchís, o leíamos y dibujábamos. mientras oíamos los aullidos del viento en el desván y veíamos por la ventana  el cielo cubierto, preparado para hacer cualquier cosa: si estaba negro, podía acabar lloviendo, y si tenía color de panza de burro, era capaz hasta de nevar. En días así  apenas salíamos a la plazuela. Pero si hacía sol y los amigos venían a llamarme, me abrigaba como decía mi madre y bajaba a reunirme con ellos en el rincón del Comedor de Ancianos, que era el lugar más acogedor, y allí planeábamos entre todos algo que hacer para entrar en calor, generalmente jugar a fútbol en la misma plazuela y evitar por todos los medios que la pelota no cayera en el portal del señor Longinos, que era el vecino que tenía las peores pulgas del mundo y podíamos quedarnos sin ella durate unos días; en cambio, buscábamos la manera de que de vez en cuando la pelota entrara rodando en la fragua del señor Pepe, que era una buena persona y nos dejaba a veces acercarnos al fuego y verle cómo golpeaba en el yunque el hierro al rojo vivo hasta darle forma de herradura, reja de arado o cualquier otro utensilio.


      Luego llegaban los días felices de Navidad y Reyes, y el frío y el mal tiempo en general se nos olvidaba de golpe al recibir el regalo de la caja con anguila o culebra de mazapán, que era el "no va más", pero que a veces se nos ponía mala de tanto esperar para comerla, o el trozo de turrón duro que nos tocaba en suerte la Nochebuena a la hora de cantar en familia los clásicos villancicos, alegres casi todos ("Pero mira cómo beben los peces en el río"; "En el portal de Belén han entrado los ladrones y al pobre de San José le han roído los calzones", y tantos otros), y también aquel villancico tan triste que se iba con nosotros a la cama y no nos dejaba conciliar el sueño ("La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más"). 


     Pero luego llegaban los Reyes y todo eran sonrisas en nuestros labios cuando estrenábamos los regalos en la plazuela delante de los amigos (la escopeta con el corcho atado a un cordel, que siempre acababa sin él para llegar más lejos, a veces tan lejos que acababa perdiéndose, circunstancia que favorecía la fabricación de nuevos proyectiles; la pelota Gaviota que brincaba más que las otras, los bolos, la lotería para jugar en familia..., pequeñas y pocas cosas pero de enorme felicidad, aunque a veces a algunos de nosotros  los Reyes les habían traído carbón por ciertas travesuras que habíamos hecho en casa.

      Y si había nieve, la ventura y la aventura eran mayores: junto al carábano de los aleros y los charcos, crecía entre nuestras manos el muñeco de nieve con nariz de zanahoria y una rama de árbol como bastón en la misma plazuela, al que día tras día veíamos cómo se deshacía lentamente desde cualquiera de los balcones que tenían nuestras casas; y también nos servíamos del talud de la carretera para convertirlo en pista de esquí, corta pero divertida, que llegaba hasta el potro donde el señor Pepe herraba los caballos.

    El invierno en la infancia, por mucho frío que se pase, es algo mágico que nunca se olvida porque aviva la imaginación de todos los niños y hace que la ternura anide con fuerza en sus corazones.


 

   Y cierro esta entrada sobre el invierno en la infancia con una frase que la escritora Isabel Allende incluyó en su novela Más allá del invierno: "En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible."

“En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible.”

Fuente: https://citas.in/temas/invierno/
“En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible.” Isabel Allende libro Más allá del invierno

Fuente: https://citas.in/temas/invierno/

jueves, 20 de febrero de 2025

LECTURAS PARA EL INVIERNO (IV) TEATRO INVERNAL

       


      Para mí no hay ejemplo mejor para hablar de Teatro Invernal que El cuento de invierno, una de las últimas obras de William Shakespeare, donde en cinco actos se alían la fantasía y el realismo, la tragedia y la comedia, la antigüedad con la actualidad del autor..., cuya acción se desarrolla en dos tiempos con un intervalo de dieciséis años entre Sicilia y Bohemia y cuya temática trata de las relaciones entre padres e hijos y entre los propios cónyuges, principales protagonistas de la obra, Leontes y Hermiona. El título hace referencia a algo parecido a un cuento que podría ser contado al amor de la lumbre, en el cual intervienen desde espíritus a profecías, pasando por el capricho del destino...

    La trama comienza en la corte de Leontes, rey de Sicilia, casado con la virtuosa Hermiona, cuando ambos reciben la visita de Polixenes, rey de Bohemia, que es como un hermano para Leontes. Pero resulta que este último, presa de celos porque cree que Polixenes y Hermiona le están traicionando, le pide a Camilo, fiel consejero suyo, que envenene a Polixenes mientras que él ordena que Hermiona, embarazada, sea encerrada en un calabozo donde dará luz a una niña. Paulina, mujer del noble siciliano Antígono, intenta conmover al rey presentándole a la recién nacida. Sin embargo, Leontes, furioso porque cree que es fruto del adulterio, manda a Antígono que abandone a la niña, que recibirá el nombre de Perdita por su triste destino, en una playa desierta de Bohemia. 


      No sigo contando el argumento, que más bien parece propio de una novela bizantina como Los trabajos de Persiles y Sigismunda, de Cervantes, para incluir parte del final de la obra de Shakespeare, en la cual, arrepentido Leontes de todo el mal que ha hecho, se reconcilia con Hermiona y recupera a Perdita, la hija legítima de ambos. Cosa que ocurre en Sicilia en la capilla de la casa de Paulina.

“LEONTES: ¡Oh Paulina! No os honramos sino con el enojo que os causamos; pero hemos venido a ver la estatua de nuestra reina. Hemos atravesado vuestra galería no sin sentir gran placer al admirar sus numerosas rarezas. Sin embargo, no hemos visto lo que mi hija venía a contemplar; es decir, la estatua de su madre.

PAULINA: Así como vivió sin igual, así también su imagen muerta sobrepasa, creo, todo lo que habéis ya visto, todo lo que ha salido de la mano del hombre. Por ello la guardo sola y aparte. Pero está aquí. Preparaos a ver la vida representada con tanta vivacidad como el tranquilo sueño representó jamás la muerte. (Paulina descorre una cortina y aparece HERMIONA como una estatua) Me agrada vuestro silencio. Me muestra mejor vuestro asombro. Pero, no obstante, hablad; vos, el primero, mi soberano. ¿Es que esta imagen no se halla muy cerca de la realidad?

LEONTES: ¡Su actitud natural! ¡Acúsame, querida imagen de piedra, para que pueda decir que eres verdaderamente Hermiona! ¡O más bien tú le pareces más, no reprochándome, pues era dulce como la infancia y como la gracia! Pero, sin embargo, Paulina, Hermiona no estaba tan llena de arrugas, no era de edad tan avanzada como aquí parece. (...)

PAULINA: Eso no hace sino honrar más la excelencia del artista, que ha hallado el medio de dejar correr dieciséis años y de crear la imagen de la reina tal como sería si viviera ahora.

LEONTES: ¡Tal como podía vivir ahora, tanto para mi ventura como su ausencia es hoy cruel a mi alma! ¡Oh! Así estaba, con esa plenitud de vida en la majestad, ¡cálida vida, como es fría ahora!, cuando le hice la corte por vez primera. Me siento lleno de vergüenza. ¿Cómo no me rechaza éste mármol siendo yo más duro que él? ¡Oh obra maestra real! ¡Reside en tu majestad la magia, una magia que ha evocado mis faltas ante mi memoria y que se ha apoderado tan fuertemente del espíritu de tu hija, absorta de admiración, que adquiere como tú, la inmovilidad de la piedra!...


       PERDITA: Permitidme que me arrodille, e implore su bendición, y no me digáis que es superstición obrar así. Señora, cara reina, que habéis terminado vuestros días cuando yo apenas comenzaba los míos, dadme a besar vuestra mano.

PAULINA: ¡Oh calma! La estatua se ha colocado recientemente y aún no están secos los colores.

CAMILO: Mi señor, es un pesar demasiado profundamente doloroso aquél que no han podido llevarse los huracanes de dieciséis inviernos, ni desecar los ardores de tantos calurosos estíos. Apenas existe en el mundo una alegría que haya durado tanto tiempo, ni dolor que no se haya suicidado más pronto.

POLÍXENES: Mi querido hermano, permitid al que fue la causa de todo esto que use de su poder para aliviaros de tanto pesar tomando una parte de él para sí.

PAULINA: En verdad, mi señor, si hubiera pensado que la vista de mi pobre imagen os había de afectar así, como la estatua es de mi propiedad, no os la hubiera mostrado.

LEONTES: ¡No corráis la cortina!

PAULINA: No la miraréis más. Tengo mucho miedo de que vuestra imaginación se figure que va a moverse de un momento a otro.

LEONTES: ¡Sea! ¡Sea! ¡Ojalá hubiese yo muerto, visto que...! Pero, ¡cómo!, me parece que ya... ¿Quién es el autor de esta estatua? Ved, mi señor: ¿no afirmaríais que respira y que la sangre corre verdaderamente en esas venas?

POLÍXENES: ¡Es una obra magistral! Sus labios parece que tienen el calor mismo de la vida.

LEONTES: ¡Los ojos inmóviles parecen moverse! ¡Tan grande es la ilusión del arte!

PAULINA: Voy a correr la cortina. Su imaginación le lleva tan lejos, que pronto va a pensar que vive.

LEONTES: ¡Oh mi dulce Paulina! ¡Dejadme pensarlo veinte años seguidos! ¡Los razonamientos más sabios del mundo no valen el placer de semejante locura! Déjala como está.

PAULINA: Estoy desolada, señor, de veros entregado a tales emociones. Pero podía afligiros aún más.

LEONTES: Hazlo, Paulina, pues semejante aflicción tiene un sabor más delicioso que cualquier consuelo cordial. Continúo creyendo que emana de ella una respiración. ¿Qué cincel delicado pudo nunca dibujar esos labios? Que nadie se burle de mí. ¡Quiero besarla!

PAULINA: ¡Cuidado, mi buen señor! El rojo se halla todavía húmedo en los labios. Lo borraréis si la besáis y mancharéis los vuestros de pintura grasa. ¿Corro la cortina?

LEONTES: ¡No, en veinte años!

PERDITA: Otros tantos estaría yo aquí mirándola.

PAULINA: Cuidado el uno y la otra. Abandonad inmediatamente la capilla, o preparaos a nuevos asombros. Si podéis sostener este espectáculo, voy a hacer, en efecto, que se mueva la estatua. Descenderá y os cogerá de la mano. Pero entonces pensaréis, aserción contra la cual protesto, que estoy asistida por potencias malvadas.


LEONTES: Todo cuanto podáis hacerle ejecutar seré feliz de verlo. Todo cuanto podáis hacerle decir seré feliz de oírlo, pues tan fácil es hacerle hablar como caminar.

PAULINA: Es necesario que despertéis en vos todo lo que tenéis de fe. Permaneced todos tranquilos; o los que crean ilícita la obra que emprendo, que se retiren.

LEONTES: ¡Hacedlo! Nadie se moverá.

PAULINA: ¡Tocad música, despertadla! (Música) Ya es tiempo. Desciende. Cesa de ser de piedra. Acércate. Hiere de asombro los ojos de los que te contemplan. Venid; cerraré vuestra tumba. Moveos. Vamos. Avanzad. Legad a la muerte vuestro entumecimiento, pues una vida preciosa se redime de ella. (HERMIONA desciende lentamente del pedestal) ¡No os sobrecojáis! Sus acciones serán tan santas, que os declaro que mi mandamiento es legítimo. No os apartéis de ella antes de haberla visto morir de nuevo, pues entonces la mataríais dos veces. Vamos, presentadle vuestra mano. Cuando era joven la cortejabais. Ahora que tiene más edad es ella la que hace las insinuaciones.

LEONTES: (Abrazándola) ¡Oh! ¡Siento su calor! ¡Si es cosa de magia, que sea un acto tan ilícito como la acción de comer!

POLÍXENES: ¡Ella le abraza!

CAMILO: ¡Se suspende de su cuello! ¡Que hable también y pertenezca a la vida!

POLÍXENES: ¡Sí; y que nos manifieste dónde ha vivido o cómo se ha escapado de entre los muertos!

PAULINA: Si se dijera que está viva, esta afirmación sería silbada como un viejo cuento. Pero parece que vive, aunque no hable. Esperad todavía un poco. Procurad intervenir bella princesa. Arrodillaos e implorad la bendición de vuestra madre. Volveos, buena señora y reina. Nuestra Perdita es hallada. (PAULINA presenta a PERDITA, que se arrodilla delante de HERMIONA)

HERMIONA: ¡Oh vosotros, dioses, dirigid aquí abajo vuestras miradas y verted de vuestras sagradas urnas vuestras mercedes sobre la cabeza de mi hija! Dime, hija mía: ¿dónde has sido conservada? ¿Dónde has vivido? ¿Cómo te has encontrado en la corte de tu padre? Pues debes saber que, informada por Paulina de que el oráculo había dado la esperanza de que tú vivías, me he conservado en la vida, a fin de ver el desenlace.

PAULINA: Tenemos tiempo para todo ello. Sería de temer que por esa demanda estos señores turbasen vuestras alegrías, exigiendo de vos una relación semejante. Id juntos, ilustres y felices ganantes, mientras lo sois. Cambiad vuestros regocijos con compañía. Yo, vieja tórtola, iré a suspenderme de alguna rama seca y allí lamentaré hasta el fin de mis días la pérdida de mi compañero que nunca será hallado.

LEONTES: ¡Oh, silencio, Paulina! Debes acceder a recibir un esposo de mi mano, como yo recibo una esposa de la tuya. Es un contrato a que estamos unidos los dos bajo juramento. Tú has encontrado a mi esposa. ¿Cómo? Está aún por saber, pues la creí muerta, como muerta la vi, y en vano dije no pocas plegarias sobre su tumba. No tendré que buscar lejos para hallarte un honorable esposo, pues conozco en parte sus sentimientos. Avanza, Camilo, y toma por la mano a esta dama, cuya nobleza y virtud notoriamente célebres, son atestiguadas aquí por nosotros, pareja real. Abandonemos este sitio. Vamos, vuelve tus ojos sobre mi hermano, perdonadme los dos haber colocado mis malas sospechas entre vuestras castas miradas. He aquí a vuestro yerno, el hijo del rey, que por el favor del Cielo es el prometido de vuestra hija. Buena Paulina, condúcenos fuera, a un lugar donde a satisfacción podamos interrogarnos y respondernos el uno al otro sobre nuestras aventuras durante este largo espacio de tiempo que ha transcurrido desde nuestra separación. Guíanos pronto."








jueves, 6 de febrero de 2025

LECTURAS PARA EL INVIERNO (III) POESÍA INVERNAL

 


La estación invernal es uno de los temas más cultivados por los poetas de todo el mundo y los españoles no iban a ser menos. Aquí incluyo poetas españoles y extranjeros contemporáneos. Entre los españoles, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Antonio Colinas; y entre los extranjeros. William Shakespeare, Robert Frost y Williams Carlos Williams.

Antonio Machado en “Sol de invierno” describe con notas impresionistas, la estampa invernal de un parque a mediodía. Paseos blancos, elevaciones iguales, árboles de hoja caduca... Sólo parece haber vida en el invernadero (macetas con naranjos, una palmera metida en un tonel verde). En el exterior, mientras unos niños juegan, un viejecillo se alegra de sentir la caricia del sol. Un romance sencillo que elogia también de modo sencillo la presencia del astro rey en el invierno.



Sol de invierno


“Es mediodía. Un parque.

Invierno. Blancas sendas;

simétricos montículos

y ramas esqueléticas.

Bajo el invernadero,

naranjos en maceta,

y en su tonel, pintado

de verde, la palmera.

Un viejecillo dice,

para su capa vieja:

«¡El sol, esta hermosura

de sol!…» Los niños juegan.

El agua de la fuente

resbala, corre y sueña

lamiendo, casi muda,

la verdinosa piedra.”



Juan Ramón Jiménez en “Canción de invierno” realiza un juego fonético a partir del canto de unos pájaros cuya procedencia ignora el propio poeta ( el juego se resume en los tres último versos del poema: “Yo no sé dónde cantan/ los pájaros -cantan, cantan-/los pájaros que cantan”) En este poema, aparentemente sencillo, cuyos versos tienen todos la misma rima (asonante en a-a) el autor de una obra tan musical, poética y entrañable como Platero y yo nos muestra su habilidad de maestro de la poesía al componer toda una canción basándola fundamentalmente en la repetición de la forma verbal “ cantan”. Y en cuanto a las referencias que hace el poeta al invierno, bastan para situarnos en la estación dos o tres rasgos invernales ( la lluvia, la ausencia de hojas nuevas, la lejanía del valle...)

 

 

Canción de invierno

“Cantan. Cantan.

¿Dónde cantan los pájaros que cantan?

Ha llovido. Aún las ramas

están sin hojas nuevas. Cantan. Cantan

los pájaros. ¿En dónde cantan

los pájaros que cantan?

No tengo pájaros en jaulas.

No hay niños que los vendan. Cantan.

El valle está muy lejos. Nada…

Yo no sé dónde cantan

los pájaros -cantan, cantan-

los pájaros que cantan.”



Respecto a Antonio Colinas, en su poema “Invierno tardío” habla de un invierno concreto en que su ánimo se semeja a una primavera que se ha adelantado o a un almendro en flor bajo la nieve y aunque la estación invernal muestre sus rasgos más negativos: nevar sobre el almendro florido (“nieva sobre la nieve”, paranomasia, aliteración, metáfora, imagen... todo unido) o haga demasiado frío (metáfora de indiferencia, insensibilidad, dureza inhumana) en el mundo la tarde de su contemplación, al abrir la puerta a su perro, entra con el fiel animal el calor (nótese la antonimia frío-calor, inhumanidad-humanidad), calor (metáfora de benevolencia, caridad, compasión, misericordia, piedad humana). 

 


Invierno tardío

No es increíble cuanto ven mis ojos:

nieva sobre el almendro florido,

nieva sobre la nieve.

Este invierno mi ánimo

es como una primavera temprana,

es como un almendro florido

bajo la nieve.

Hay demasiado frío

esta tarde en el mundo.

Pero abro la puerta a mi perro

y con él entra en casa calor,

entra la humanidad.



William Shakespeare en los versos de su “Viento invernal” trata un tema parecido al de Antonio Colinas, pero a la inversa. Aunque un fenómeno meteorológico de la estación (aquí el viento helado) aun personificado, cause daños, no será tan negativos como la ingratitud. El poeta convierte en un tú animado al viento invernal (“sopla... pues nunca harás tanto daño...”; “tu diente...”, “nadie te ve”, “por rudo que seas”). Y eso en la primera parte del poema, separada de la segunda por un estribillo, que se repite al final, donde el bosque es el principal escenario para hacer el amor que, además de ceguera y traiciones, es vida y placer.  En la segunda parte, se repite la estructira y el tratamiento verbal de la primera ( el tú del viento glacial: "hiela...",  "no podrás cortar como lo hace el olvido", "puedes el agua herir...", "no eres tan hostil... como el pérfido amigo").  En resumen, el viento invernal puede causar daños, pero nuca serán equiparables con la ingratitud o con el olvido, mientras el amor reine en el mundo, que además de vida y placer provoca indiferencia y traiciones.

 



Viento invernal

Sopla, viento invernal,

pues nunca harás tanto daño

como la ingratitud.

Tu diente es menos cruel,

porque nadie te ve,

por rudo que seas tú.

¡Eh, oh, el verde del bosque!

Amor es ceguera; amigos, traiciones.

¡Eh, oh, el bosque!

Es vida y es goce.

Hiela, aire glacial,

pues no podrás cortar

como lo hace el olvido.

Puedes el agua herir,

mas no eres tan hostil

como el pérfido amigo.

¡Eh, oh, el verde del bosque!

Amor es ceguera; amigos, traiciones.

¡Eh, oh, el bosque!

Es vida y es goce.

 

Robert Frost en su poema "La noche invernal de un anciano", de Robert Frost, tiene dos espacios, el exterior y el interior de la vivienda, que se alternan en los versos para hablar del grado de soledad en que vive ese anciano : el exterior de la vivienda (el frío que barre la ventana, las sombras, el mundo que mira su rostro); el interior (la habitación vacía, lámpara inclinada sobre su rostro mientras duerme que le impide ver el mundo el anciano ha perdido la memoria y ya ni recuerda "en qué tiempo llegó hasta estos lugares y por qué está aquí solo, rodeado de barriles se encuentra perdido”; el exterior (el aullido de los árboles, el crujido de las ramas... Sólo la luna, de cuyo amparo el viejo espera que la nieve no hunda el tejado ni los carámbanos se descuelguen del muro, existe para su rostro inmóvil.); el interior (al anciano, dormido, lo despierta un leño que se cae en la estufa, y tiene miedo. Conclusión: un viejo solo no puede llenar una casa solitaria, una parcela del campo, y menos en una noche de invierno. “No puede./ Así un anciano guarda la casa solitaria,/ en la noche de invierno. Y está solo. Está solo.”

 


 

La noche invernal de un anciano

Más allá de las puertas, a través del frío

que barre la ventana formando unas estrellas

dispersas, en la sombra, el mundo observa su cara.

La habitación está vacía. Y duerme.

La lámpara inclinada muy cerca de su rostro

le impide ver el mundo, Ya no recuerda.

La vejez le impide recordar en qué tiempo

llegó hasta estos lugares y por qué está aquí solo.

Rodeado de barriles se encuentra perdido.

Los árboles aúllan allá fuera;

todas las ramas crujen. Tan solo hay una luz

para su rostro, inmóvil, una luz en la noche.

A la luna confía –en esa luna rota

que ahora vale más que el sol-- el cuidado

de velar por la nieve que yace sobre el techo,

de velar los carámbanos que cuelgan desde el muro.

Sigue durmiendo. Un leño se derrumba en la estufa.

Despierta con el ruido. Sobresaltado se agita.

Es la noche. Respira suavemente.

Un viejo solo no puede llenar toda una casa,

un rincón de los campos, una granja. No puede.

Así un anciano guarda la casa solitaria,

en la noche de invierno. Y está solo. Está solo.

 

Williams Carlos Williams, en su poema “Ventisca” pinta un paisaje igualmente personificado, ahora en la nieve, que al caer desata la ira después de un tiempo que parecía paralizado. Y es la ventisca que arrastra su pesada profundidad de tiempo indefinido e indefinible (“¿tres días/ o sesenta años?”). Y cuando vuelve la calma (“¡Después/ el sol!”), irrumpe en la mirada del poeta la soledad salvaje de la naturaleza, y en medio de ella, destacando sobre todo lo demás, la soledad del género humano (“su huella solitaria extendida/ sobre el mundo”).

 



Ventisca

Cae la nieve:

años de furia detrás de

horas que flotan perezosas

la ventisca

arrastra su peso

más y más hondo ¿tres días

o sesenta años, eh? ¡Después,

el sol! una maraña de

copos azules y amarillos

árboles que parecen hirsutos

sobresalen en los callejones largos

por encima de una soledad salvaje.

El hombre se da vuelta y ahí

su huella solitaria extendida

sobre el mundo.”