sábado, 6 de diciembre de 2025

MEMORIAS DE UN JUBILADO. NOVIO Y UNIVERSITARIO (I)

 


 Siempre que empieza a acercarse la Navidad recuerdo con más cariño y comprensión las cosas del pasado y con una de ellas guarda entrañable relación lo que sigue.

       La clase me parecía más aburrida que de costumbre. Y eso que el profesor era el mismo. Lo que pasaba era que yo había cambiado. Mi padre no estaba bien y en casa el ambiente serio impedía cualquier síntoma de buen humor, y esa sensación la vivía en todas partes. De repente me había distraído justo en el momento en que el profesor, con un libro del autor del que nos había estado hablando hasta ese momento, se disponía a leernos unos versos: 

 


“Batilo, échame vino; / llena el vaso, muchacho; / mira que no lo llenas; / échale hasta colmarlo. / Echa otra vez; pues éste, / lo mismo que el pasado, / de un sorbo lo he bebido; / con la misma sed me hallo. / Échame otra vez, que éste / lo consumí de un trago; / que,  o bien mi sed es mucha, / o me han mudado el vaso. / Otra vez echa, ¡hay cosa!, / que en el vaso que acabo, / el anterior, y el otro, / efecto no he encontrado. / Pues echa éste, otro y otro, / y hasta mil sin contarlos; / porque, o mi sed es mucha, / o me han trocado el vaso."

El profesor, tras leer los versos, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa. Luego bajó de la tarima y se encaró con las gradas. “¿Quién de ustedes podría decirme a qué clase de género lírico pertenecen los versos que les acabo de leer?” Silencio. “¿Nadie? Pues se lo digo yo: se trata de un poema anacreóntico que ensalza al vino y al gozo de beber, en este caso, pero en otros, además de cantar el vino, la anacreóntica, que también se llama así, en femenino, porque su creador fue el poeta griego Anacreonte, canta los placeres de la vida, la alegría, el hedonismo y el amor. Hoy no hay más tiempo, pero les animo a que lean este poema y me traigan el próximo día de clase un breve comentario de texto.” 


He de reconocer que aunque no sabía el nombre del género ni había oído hablar todavía del tal Anacreonte, siempre me había gustado la poesía que trataba del vino como los versos del poema que nos había leído el profesor de Literatura de la Universidad. (Pero no tanto como el propio licor de la cepa, que quede claro.) Nunca había olvidado los versos de Quevedo, referidos al vino, “...al que llamamos divino / porque nos vino del cielo”. Ni los de Baltasar del Alcázar: “Comience el vinillo nuevo, / y échole la bendición; / yo tengo por devoción / de santiguar lo que bebo. / Franco fue, Inés, este toque; / pero arrójame la bota, / vale un florín cada gota / de aqueste vinillo aloque. / Esto, Inés, ello se alaba, / no es menester alaballo; / sólo una falta le hallo, / que con la priesa se acaba.” Ni los de Hilario Tundidor: “La poesía importa. / Especialmente andando por las tierras del vino. / Nunca tierra baldía, / nunca The Waste Land, tal vez. / El duro transcurrir por los senderos de la no realidad: / Tierra del Vino, tierra de un vino que jamás se ciega,  / vino varón, preñado amadamado, / terso como horizontes y llanuras profundas…  / Hay que nombrar las cosas, / si no mueren perdiéndose en el mar, en la marea. / Hay que denominarlas e indagarlas. / Y vivir. Que ya la noche hace su asomo / y muy borrachos vamos a estas horas  / y por los tesos y las jaras hembras en sombra  de Valverde / un calandrio es la luz por las encinas.” Ni los de Claudio Rodríguez: “Decidme, ¿cómo / veis a los hombres, a sus obras, almas / inmortales?  Sí, ebrio estoy, sin duda... / ...Y el sol, el fuego, el agua / cómo dan posesión a estos mis ojos. / Y corre el vino y cuánta, / entre pecho y espalda cuánta madre / de amistad fiel nos riega  y nos desbroza. / Voy recordando aquellos días. ¡Todos, / pisad todos la sola uva del mundo:  /el corazón del hombre! ¡Con su sangre / marcad las puertas! Ved: ya los sentidos / son una luz hacia lo verdadero.”  A Claudio Rodríguez lo leí todo. Sabía que era un gran bebedor de vino, pero mejor poeta. Y de Anacreonte aprendí algunos versos que ya he olvidado. Sólo se me ha quedado pegado en las entretelas de la memoria este fragmento: “¡Vamos! Tráenos, oh muchacho, / una copa para, de un largo sorbo / la beba, mezclando diez tazas de agua / con cinco de vino, para que una vez más / sin violencia celebre las fiestas de Baco...” 

 


La semana avanzaba por la calle de Tamarit arriba hasta la Plaza donde esperaba la pasión del libro y, tras las charlas en el bar de Letras, nos salían al paso las presiones, las prisas y los nervios, drogas blandas que inyectaban furiosos los exámenes. El resto era volver a los amigos, al trato del pincel y de los versos abiertos en canal por los puñales de la música dulce de San Remo. El resto era el placer del vino mago que hacía derramar poemas tristes a lo Buesa, o el deambular artístico por calles de Gaudí, donde unas torres, pétreas barras de pan, dan de comer a las aves del alma o unas cúpulas de fresa albergan camas donde el llanto aguarda tras la fiebre de la herida. Entre el aula y la escuela de la calle y la amistad crecí aquel año azul palpando el cubalibre del guateque y el pecho femenino tras la blusa.


Al fin la conocí. Ella era la vida, la brisa que esperaba la alta vela de mi barco dormido en la añoranza. Fue en la marabunta de la música y el ron con coca-cola, en un guateque casero como aquellos que montábamos en la casa del amigo pintor cuando sus padres se iban de fin de semana a su segunda residencia. Ella bailaba como una lluvia cálida, era toda bailable y bailarina y no sabía aún que yo la amaba, que más tarde, a las puertas de su casa, tras la fiesta, le pediría que fuera mi novia. Fue una Merced de calendario y cielo, de esas que duran una vida entera. El tranvía me llevaba cansado al otro extremo de la ciudad. El sereno acudía a mi llamada, golpeando la acera con el chuzo y agitando las llaves de la noche, mientras todo el mundo perseguía al Fugitivo en su televisión particular. Después caía yo en la cama como un Orfeo que ha abrazado a su Eurídice y sueña que el Infierno es un regreso constante a las delicias del Olimpo. ¡Qué tiempos aquellos cuando el alma se inundaba de música de disco (el Richard Anthony de Aranjuez mon amour) y mi cuerpo ardía mientras iba a buscarla a su trabajo! Un dios Pan, disfrazado de estudiante con apuntes del Cid y cien poemas temblando por hallar sus cauces vivos, era yo camino de sus besos. ¡Qué retornos más dulces a la casa con la brisa de su pelo enredada aún en el mío, con el gusto a manzana de sus labios aún besando la fiebre de los míos! Nostalgia inútil, te odio; sin embargo, también te amo porque aquel recuerdo me da todavía mucha vida y muchas ganas de vivir.


  Y viviendo la luz que me daba ella, otro barrio brilló bajo mis pies: su nombre, Horta, de casas y torres con glicinias y pisos heridos de aluminosis; de plazas donde el pueblo compartía su tipismo con vino de porrón, fuet y sardanas; de cines donde ardíamos sin ver las películas que proyectaban en las pantallas de aquellos cines románticos: "Diamante", "Astor", "Virrey", "Venecia", "Horta", "Maragall", "Odeón" (algunos ya hasta con fantasmas)...  Y también barrio de bailes donde juntábamos volcanes de deseos con músicas melódicas en tanto que la tarde, mareada, daba fe del amor enredado en nuestras yedras.

 


(Continuará) 

miércoles, 26 de noviembre de 2025

TEXTOS AFORTUNADOS (II) VERSiOneS

 




En medio de la torpe niebla que irradia la política actual proveniente de uno y otro lado, he pensado que leer poesía despeja el ánimo y regala calma en el corazón. Para esta ocasión he elegido unas cuantas versiones castellanas que hice hace ya algún tiempo, de poemas escritos por las autoras catalanas Maria Antònia Salvà, Clementina Arderiu,  Roser Matheu, Simona Gay, Mercè Rodoreda, Rosa Leveroni, Montserrat Abelló, Felícia FusterMaría Beneyto, Carmelina Sánchez-Cutillas..., que pueden ayudar a conseguir lo que se dice al principio.

  

 LA ABEJA

Soñando, habré pasado mi vida, volando por el viejo pinar o por la flor del brezo. Y mi labor la de una abeja deslumbrada o encerrada en la colmena.

Habré sido una romera de vestido humilde o una vagabunda que pide limosna en cada casa que encuentra en el camino, consiguiendo así gratis el tomillo, la menta y el romero, y todos me habrán perfumado las alas.

Mientras, el sol, mágico hechizo del momento, me habrá ido borrando la magia de los placeres y las galas hasta robarme del todo la atención.

Ahora que siento llegarme la hora del silencio, la hora de acabar mi romería, recojo el eco de la jornada. Y aunque la gente de ahora prefiera otra miel y crea que la abeja cada vez importa menos, yo seguiré buscando por el cardo o por la rosa el camino del cielo.

(De Maria Antónia Salvà (1869- 1958)

 


 EL NOMBRE

Clementina me llamo, Clementina me llamaba. En otro tiempo fui un poco tímida; El nombre me era largo como un lamento Y se me encogía el corazón. Cuando mis amiguitas, para hacerme rabiar, muchas veces me lo recordaban: “¡Qué nombre más bonito! --decía alguna de ellas--, Pero no te conviene: Es nombre de princesa.” “¡Ay qué nombre más extraño!” Muchas otras decían, Y yo, en el fondo de todo, sentía envidia de sus nombres tan claros de María o Pepa.

Clementina me llamo, Clementina me llamaba. Pero un año se va y otro llega. Y aquel nombre que ayer me hacía tímida se volvió después un dulce rumor en los labios --yo misma lo decía--, ahora me honra y me maravilla.

No hay nombre más bello sobre la tierra como el que el amado me canta al oído, y entra en el claustro de mi nueva alma y me sube al cerebro y me cierra los párpados. Del cielo del amor caía una estrella…

Ahora el nombre me luce sobre la cabeza. Clementina me llamo, Clementina me llamaba

(De Clementina Arderiu (1889- 1976)

 


 DE QUÉ ME SIRVES

(Fragmento)

¡De qué me sirves, frágil cosa, misteriosa construcción donde tengo mi alma recluida, cuerpo mío, desesperante prisión!

¡De qué te vale este orgullo y esta vanagloria y los sentidos tan valientes y afinados, si apenas sabes obedecerme y casi nunca me haces feliz!

¡De qué te vale sentirte maravilla entre las maravillas de este mundo, si no puedes alcanzar una chispa de estrella con la inquietud y el sudor de tu frente!

¡De qué te vale este freno que no descansa, y la comedia y los finos ropajes, si no puedes traducir ni con palabras ni con gestos la sed inmensa que te grita dentro!

¿De qué me sirves? ¿Cuándo llegará la hora en que estemos de acuerdo en algo? Insaciable, ambicioso, exploras ya el deseo ya el recuerdo, que, del campo de tus locas aventuras vuelves mudo y desolado, hundida la ilusión en las impuras manos, la vergüenza estampada en la caída frente.

¿Por qué te he regalado tantos momentos cuidando de ti como de un enfermo, si como pago ni escarmiento te das, soberbio, y siempre a punto para el salto? ...

(De Roser Matheu, 1892- 1986)


 LA ESPERA

Del tronco de la cepa aprende la paciencia cuando espera la vida y sólo se bebe la ausencia de ella, en los helados inviernos, brazos desnudos al aire, parece muerta la cepa, y en la tierra las raíces conocen el esfuerzo callado de la primavera.

Subirá la nueva savia y triunfal estallará en el brote, y el día se aclarará con una tierna hoja. La alondra hará su nido y en el ramo se abrirá primero la flor y luego el grano.

Yo conozco la larga paciencia de la cepa. 

La eflorescencia se ha producido.

En todo árbol frutal, tempranero o tardío, se adivina el tiempo de la cosecha.

 La cepa, rama extendida, espera la visita del sol, cada día del verano gana la uva color más vivo, y quiere para cada grano la fina transparencia donde ríe la luz clara. 

Yo conozco la paciencia en el ritmo seguro; que espere como la cepa el bello racimo maduro.

(De Simona Gay, 1898- 1969

 


 LAMENTO DE CALIPSO

Veo tu tierra desnuda y candente, desierta, junto al mar violento bajo un acantilado, tu palacio de piedra como una boca abierta, el yermo donde zumba la avispa y pasa hambre el ganado.

Yo soy lo que se deja, lo que deserta y pasa: la muerte de las hojas, el rastro de un cometa, el borbotón que ríe y llora y aquella tierna masa de las abejas que hacen las horas más eternas.

Te he querido mío para siempre, cansado de ola y mar, seguro en mi carne, miel y curva exaltada, extranjero que vuelves a tu muerte de hogar, querría ser ahora león que juega y mata o el olivo inmóvil en su furia torcida, pero en el pecho se me muere un escorpión escarlata.

(De Mercè Rodoreda, 1909- 1983)

 



.TESTAMENTO

Cuando me llegue la hora del descanso, quiero solo el manto de un trozo de cielo marino; quiero el dulce silencio del vuelo de la gaviota dibujando el contorno de una cala finísima.

El olivo de plata, el ciprés más valiente y la rosa floreciendo al filo de la medianoche.

La bandera de olvido de una vela blanquísima haciendo más limpia y ardiente la blancura de la tapia.

Y saberme que soy en el suave refugio sólo una brizna de hierba de la divina paz.

(De Rosa Leveroni, 1910- 1985)

 

 PLANTAR SOBRE LA TIERRA

Plantar sobre la tierra los pies. No volver jamás a  tener miedo. Sentir cómo sube la savia. Crecer como un árbol. Y a su sombra consolar a alguien que se sienta solo, sola como tú y como yo.

(De Montserrat Abelló, 1918)

 


 NO ME DESNUDÉIS

Antes que el gran compás me paralice con la geometría de la muerte, no me desnudéis.

No me desnudéis del tiempo ni de aquellas palabras, que, incluso heladas, yo volvía calientes.

Sé que mi canto hoy no llegará ni a las órbitas más bajas, y el mundo me pesará.

No me importa. Dejadme. Dejadme el hormigueo de esta cabeza llena de fiesta y las alas de los puentes.

Dejadme blanca, cal apagada, encendida, poca cosa, nada, con los pies desnudos.

Sé caminar descalza. Y más. Y sé aún: sólo lo que se borra tiene importancia.

(De Felícia Fuster, 1921- 2012)

 

CIUDAD BOMBARDEADA

Se rompía la paz blanca de las nubes.

La alta muerte nos llovía hacia la vida, y la infancia se hacía un grito de piedra, una pequeña oscuridad.

Sólo era cierto que el cielo, sobre el milagro de otro día bienvenido, de otra esperanza iba haciéndose fuego por el mundo donde estábamos la reciente nidada.

Sólo era cierto que no llegaba el ángel que nos pudiese traer las letras de la alegría.

(Pensábamos ángeles muertos, bajo la llama la quemada pluma).

La ciudad en el entorno. Y el cielo en la tierra, todo él deshaciéndose en truenos desconocidos.

(¿Dónde la cocas con miel? ¿Dónde la ternura? ¿Dónde el Dios del pesebre?)

Gritábamos bajo los relámpagos con voz de chispa.

Roto el techo, acaso Dios miraba:

Sólo respondió en derrumbes, en silencios, por la ausencia más azul.

Era el grito infinito. Nuestra tierra, herido el corazón, nos decía sin palabras, pequeños nombres de la sangre derramada.

La tierra, desangrándose.

¡Ay, la infancia cerrada en la penumbra, cómo dejó marcadas con fuego sus señales!

Desde un eco de llama, bajo la ceniza, los pánicos ahogados todavía gritan.

(De María Beneyto, 1925- 2011)

 



EL LASTRE DEL TIEMPO

Cuatro y dos, seis a la mesa.

Pero cogen los libros y salen a la vida los hijos para hacerse mayores.

Y ahora que te mira alerta, medio pensando en tanta cosa inútil: los domingos, la casa, acabar la faena, cocinar el arroz de cada día, acostarme en la cama para ti (tanta cosa echada al viento), quisiera decirte, si es posible, nuevas palabras, pero tengo la garganta obstruida de un amargo silencio, y es falso incluso el ritmo de mi pulso, pues esta señal que llevo sobre la carne (el lastre del tiempo) no me deja reencontrarte.

(De Carmelina Sánchez-Cutillas, 1927- 2009)


















 

domingo, 16 de noviembre de 2025

MEMORIAS DE UN JUBILADO. APUNTES BIOGRÁFICOS (I)



Me alza el sol del día como a un fruto ya maduro. Es decir, aún sigo un día más entre el asfalto comido de remiendos y peino algunas canas del olvido. El corazón me late todavía en su desván de dudas y temores. A veces miento al mar donde aún estoy sufriendo de oleaje. Y puedo todavía alegrarme el alma con masajes de esper


Los poemas a veces quieren ser parte viva, chispa fiel del recuerdo, corazón de palabra, esquirla de saliva, nido poblado del beso de la amada, fugaz reflejo de la felicidad. ¡Vano deseo! Sólo el breve suspiro del silencio cuando el amor a solas se extiende más allá de la costa del cielo. Sólo el gesto de una mano que viene a cogernos la nuestra vale más que una oda de Píndaro. Esta música viva que nos pulsa las teclas de nuestro corazón es el mejor poema. Nada puede suplir el dolor o el misterio que se quedan temblando tras el fugaz, humilde, intransferible instante.


Armado contra el invierno y empapado de esperanza, pido que el cuerpo no duela más que lo que duele el alma. Al tiempo le pido tiempo, a la noche otra mañana y al buen lector como tú un voto de confianza. (¡Qué menos que pedir sueños para estos días de escarcha cuando el corazón del hombre duda en usar las palabras!) Y así, cuando me despierte y mire por la ventana, ¿será la vida más fácil y la muerte no tan mala?


Aquella atrevida primavera alzó mi corazón entre sus rosas, el despertar hambriento del amor y las dagas del sexo, las primeras desavenencias caseras y los vanos intentos de volar por otros vientos ajenos al perfume del hogar, las primeras caídas en las trampas engañosas del mundo, las segundas del sexo y las terceras de las alas de Salvador Gaviota, confundiendo la sabia libertad con el estúpido capricho de un momento. Yo también fui un día adolescente y me dejé llevar por aires fáciles y extraños. Pero la luz de hogar que cuando niño viví junto a la otra, que venía de arriba y me daba cobijo, me devolvió a los aires aprendidos, al gesto cotidiano de la libre aventura del mundo y sus cuidados, a las rosas y espinas que me daba por igual mi atrevida primavera.


Cuando calla la música que alienta la luz de nuestra alma y despierta a los tigres del olvido. Cuando el verso más lírico de amor cede el paso a la prosa del instinto más torpe. Entonces debe el corazón seguir su río interno, el viento de sus velas, el azar interior con que consigue tantas veces pactar con el sosiego. Tal vez así la calma, la ilusión de los sueños, enciendan la esperanza en nuestra pobre alma que camina siempre a oscuras.


El tiempo ajeno a amores y a latidosa labios que en la noche manifiestan secretos y temores, esperas y silencios… Ese tiempo no es tiempo. Nuestro tiempo es el tiempo que vivimos de verdad, ayer y hoy y siempre, el tiempo alimentado por la bondad de nuestros padres, por la paz de la casa en que crecimos… Ese tiempo es el río caudaloso de la vida que alimentamos con recuerdos y familia. Es la sangre, la luz, la tierra del camino que dejan diariamente huellas en el alma y acompañan la soledad con que vivimos.


Usar las palabras “aquí” y “ahora” y asumir que la trama de la vida es un canto al presente, y una elegía a la verdad certera de ser antes que nada flor que muere, fuego humilde que arde con la leña que el día le depara con segura certidumbre final de ser ceniza. Usar las palabras “amor” y “lucha” y aprender de los lances cotidianos que escribimos con ellos, verso a verso, el poema de triunfos y derrotas que es la vida. Y vivir y vivir y vivir, sabiendo que al final sólo nos vencerá el olvido.

 


Para bien o para mal se acabarán los capítulos de las vividas jornadas que jalonan mi camino. El tema: la vida misma con sus lunes y domingos, de vez en cuando un dolor, de vez en cuando un alivio, y escribir lo que se vive sin poder tachar lo escrito. Y en el fondo, muy al fondo, la nostalgia de ser niño mientras sigo siendo el hombre de mi tierra y de mi río, subiendo siempre la roca desde el lunes al domingo.


Sigo una norma que me ayuda a comprender a los demás. Nada más levantarme, me miro en el espejo sin caerme de vergüenza. Me quiero y me perdono. Luego escojo los libros de la vida y escribo lo mejor que me dicta el corazón. Nada viene solo. Hay que salir a ver el mundo, bajar a las tinieblas del acecho y probar los pomelos del olvido. Sufrir las podas de la edad y las lluvias que precisa el árbol para seguir trepando hacia la luz.


No hay nada de azar en las gaviotas que reman en las corrientes del viento, en las medusas transparentes, o en el encaje de espuma de las olas al abrazar la orilla. Como en nosotros, que dejamos de ser niños para volvernos maduros, proyecto que las manos de la edad modelan. Fruto en la rama esperándolo todo. Nada de azar en este andamio que vamos levantando contra el tiempo, como un poema de versos bien labrados.

 

Tengo conciencia de mantenerme asido a la cuerda del mundo, de discernir la voz sincera de los ecos fingidos, el amor revelador de la pasión sin fin. Tengo conciencia de ser fruta en sazón que ha llegado a su fiesta y se entrega a los labios de la vida como el grano que asume fiel su siembra. Tengo conciencia de ser vino maduro que en vez de emborrachar cura y alegra.

 


No me canso de mirar estos campos, esta piel de hierba que crece con los dedos y el cuidado de la gente del pueblo. Son los mismos campos que aquellos que me daban la espiga generosa de mi infancia. Pero estos campos también son aquellos campos que un día se convirtieron en mordazas para bocas humanas y en sepulcros para sueños de niños. Campos de vida. Campos de muerte.

 

Este barrio ya no es aquel barrio, ni mi casa esta casa. Los milagros no existen: sólo el tiempo que rompe la atadura que mantiene sujetas fugazmente las cosas a sus dueños. Ya no es nada lo mismo que fue ayer, ni yo tampoco volveré a ser los ojos que bebían la magia de mi barrio con su río, ni a tener aquella fuerza que encontraba tan extenso el milagro de los días. (Sueño falso de infancia que aquel tren empezaba a borrar mientras sin prisa llevaba mis maletas al futuro.) Supe entonces que para mí también la distancia es el olvido.

 

Debo deciros otra vez que ya no pierdo tiempo recordando el aire y el sol de otros vencejos, ni el pinar que un día conocí como si fuera el único. Ahora mismo sólo vivo este aire como si fuera el último, vivo este sol como si fuera capaz de llenarme de toda luz para siempre, y vivo este pinar que calma en mi regreso, al fin, mi herida abierta. Y os digo más. Este cuatro de julio, tan distinto de aquel otro lejano en que tuve que dejar mi nido, el aire me saluda, el sol canta mi dicha y el pinar me regala un palio de perdón ¡Qué diferente todo en mi regreso! El tiempo es el que late junto a mí aquí y ahora, caminando de nuevo por mi tierra. ¡Este pinar, este aire y este sol, testigos fieles para mi trigo en caña y bien maduro!






miércoles, 5 de noviembre de 2025

QUEVEDO PREMIADO

 


El pasado 2 de noviembre se dio a conocer en Torre de Juan Abad, lugar emblemático en la vida y la obra de don Francisco de Quevedo y Villegas, que fue señor de la villa y desterrado en más de una ocasión en ella,  se dio a conocer el fallo del IV Certamen Literario "La Torre desde Quevedo", del que he vivido el inmenso orgullo al obtener su Primer Premio, con el relato "Quevedo, el preso perenne". Quevedo fue siempre uno de mis poetas favoritos, al que no he dejado de leer ni de escribir sobre su vida y su  obra, tanto en verso como en prosa, y el último escrito hasta el momento es el relato con el que he ganado el Premio.

 


       QUEVEDO, EL PRESO PERENNE

       Yo soy Francisco de Quevedo y Villegas, aunque debían llamarme el preso perenne, como ya lo dije una vez: La vida es mi prisión y yo padezco en mí la culpa mía, y esto lo digo porque siempre me he sentido prisionero, primero moralmente debido a mi aprensión y ansia incansables de ser perfecto en mis pensamientos, creencias y palabras, y segundo físicamente porque tanto la justicia como su hermanastra la injusticia siempre se han puesto de acuerdo para encerrarme en calabozos oscuros e insalubres, cuando no para desterrarme una y otra vez a mi querida Torre de Juan Abad, de la que un día fui su señor y en donde me está esperando inexorablemente la Parca, pues ya la siento subir dentro de mí, con paso lento pero seguro hacia mi corazón, mientras no deja de repetirme: “Vive para ti solo, si pudieres, pues sólo para ti, si mueres, mueres”. Lo de sentirme preso y solo, bien lo aprendí en la gran prisión de mi vida, la de San Marcos de León (no en vano del vientre a la prisión vine en naciendo), sin que jamás se me hiciera cargo ni tomara confesión ni, después de mi salida, se hallara alguna cosa escrita jurídicamente. Y es que detenciones como la mía se pueden hacer siguiendo lo que se llama orden reservada. El caso es que enfermo de los huesos como estaba, el día 7 de diciembre, víspera de la Concepción de nuestra Señora, a las diez y media de la noche fui llevado, en medio del más frígido rigor invernal, sin capa y sin camisa, con sesenta y un años de edad, al convento Real de San Marcos, donde estuve encerrado enfermo con tres heridas, que con los fríos y la proximidad del río Bernesga, se me canceraron, y por falta de cirujano me las tuve que cauterizar yo con mis propias manos.

     


       Allí pasé mi infierno en la tierra, intentando aliviarlo con la oración y la lectura: de diez a once, rezando, y desde las once a la doce
leyendo en buenos y malos autores; y digo buenos y malos porque no hay ningún libro, por despreciable que sea, que no tenga alguna cosa buena. Mientras Catulo comete sus errores, Quintiliano peca de arrogancia, Cicerón de algún absurdo, Séneca de alguna confusión y el satírico Juvenal de sus disparates; sin que por ello le falten a Egecias algunos conceptos, a Sidonio medianas sutilezas, a Enodio acierto en algunas comparaciones y a Aristarco, con ser tan soso, demuestra propiedad en bastantes ejemplos, como dos pensamientos suyos que llevo siempre en la cabeza: el primero, “La contemplación del cielo estrellado invita a reflexionar sobre la fugacidad de la vida”, y el segundo, “No temas cuestionar lo establecido pues en la duda reside la búsqueda de la verdad.” De unos y de otros autores intento aprovecharme de los malos para no  seguirlos, y de los buenos para imitarlos. 

       Salí de aquel infierno terrenal en junio de 1643 tan achacoso y tan cerca de la muerte que mi sobrino Pedro Alderete creyó al verme que me iba a morir en sus brazos y las primeras horas que me acompañó no dejó de llorar. Sé que cuando yo me muera de verdad cuidará de mis escritos y no permitirá que el zote de Salas toque una sola de mis comas. Pero muerto el burro la cebada al rabo, dice un refrán catellano. Y entonces ya veremos qué pasa, habida cuenta de que mi pobre sobrino tiene más corazón y voluntad que cerebro.

      


       Con todo, y mientras tarde en llegar la guadaña a proyectar su sombra sobre mí, seguiré escribiendo la vida de Marco Bruto. Nadie puede hacerse la idea del placer que sentí cuando escribí: “No le faltó estatua a Marco Bruto, que en Milán se la erigieron de bronce; y pasando César Octaviano por aquella ciudad, y viéndola, dijo a los magistrados: --
Vosotros no me sois leales, pues honráis a mi enemigo en mi presencia. Ellos, turbados por no entenderle, dijeron que dijese quién era su enemigo. Señaló César la estatua de Marco Bruto. Afligiéronse todos, y César, riendo, alabó a los ciudadadanos de la Lombardía, porque aun después de la adversidad honraban a los amigos; y mandó no quitasen la estatua de su lugar, dando a entender generosamente que vivía de manera que tampoco le aborreció vivo.” Y ahora que hablo de estatuas y de honras, ¿de qué les sirven éstas a los hombres si nacen para morir y sólo son pañales y mortajas, presentes sucesiones de difuntos? Por eso, tras renunciar a la Corte, le pedí a mi sobrino que me trajera a la Torre, donde quiero entregar mi alma a Dios. Y antes de que llegue ese momento le pediré también a mi sobrino que ponga a buen recaudo las espuelas de oro que yo encargué en Italia para celebrar mi nombramiento como Caballero de la Orden de Santiago y que sólo usé esa vez con el único objetivo de disimular mi cojera; y, finalmente, rogué  a mi sobrino Pedro que las guardara bien en casa y no permitiera que me enterrasen con ellas puestas, para evitar que algún descarado de tantos como hay en el mundo se le ocurra profanar mi tumba.

     


   Bromas aparte, aquí estoy retirado en la Torre desde que publiqué en 1644 la Primera parte de la vida de Marco Bruto, esperando como Job que se cumpla mi destino, porque queramos o no, antes que sepa andar el pie, se mueve camino de la muerte. Y sólo ayer escribí mi última carta en la que decía a un amigo íntimo que me conoce bien que hay cosas que sólo son un nombre y una figura. Finalmente y antes de que me sorprenda la Parca diré a Dios
: “Un nuevo corazón, un hombre nuevo ha menester, Señor, el alma mía: ¡desnúdame de mí, que ser podría que a tu piedad pagase lo que debo!”

        Poco después, el 8 de septiembre de 1645, Francisco de Quevedo y Villegas, el preso perenne, entregaba a Dios su alma, liberada por fin de la prisión de su cuerpo, en el convento de los padres Dominicos de Villanueva de los Infantes.



 

viernes, 24 de octubre de 2025

TEXTOS AFORTUNADOS (I) BALADA DEL ERMITAÑO Y EL CAMINANTE

 


(Adaptación libre del poema de O. Goldsmith

incluido en el Cap. VIII de su novela El vicario de Wakefield.)


El caminante dice:

--Llevadme, buen ermitaño,

por mi senda solitaria

hacia el lugar más tranquilo

de la más alta montaña.

Voy de un sitio para otro,

Son inciertas mis pisadas

y el camino es tan agreste

que no encuentro la llegada.




El ermitaño dice:

--Cuidado con los fantasmas

que vagan entre las sombras

para llevarte a sus trampas.

Al caminante perdido

alojo siempre en mi casa.

Tengo poco para darle,

mas lo doy de buena gana.

Come todo lo que quieras,

luego te daré una cama

para que pases la noche

hasta que amanezca el alba.

Con el ganado del campo

nunca empleo mi navaja.

Dios tiene piedad de mí

y yo aprendí bien a usarla.

Busco inocentes manjares

por esta fértil montaña.

Sus aguas me dan las fuentes;

hierbas y frutos me bastan.

Quédate aquí, caminante,

y no te apures por nada;

Pocas cosas necesitas

y el tiempo rápido pasa.


Es la voz del ermitaño

como el cielo sosegada,

y el sencillo caminante

alegre cruza la entrada.

Solitaria entre la fronda,

se levanta la cabaña,

abierta para el mendigo,

para el cansado posada.

En su interior no hay riquezas,

la guardia no es necesaria:

Una puerta sin cerrojos

a los dos abre la casa.

Es ya la hora prevista

del descanso en la jornada.

El ermitaño hace fuego

en un rincón de la estancia

y al caminante le ofrece

sus frutas y otras viandas

mientras le cuenta leyendas

para acortar la velada.

Como amables compañeros,

un gato a su lado salta,

un grillo canta y el fuego

crepita ardiendo en cien llamas.




                              Sin embargo, al caminante

no puede animarle nada:

muy grande ha de ser la pena

que le hace saltar las lágrimas.

Compasivo, el ermitaño

le invita a que le abra el alma

Y le dice: 

                                  --¿Qué motivo

te causa tanta desgracia?

Por un azar engañoso

¿perdiste fortuna y casa?

¿Te hizo mal algún amigo?

¿Te olvidó quizás tu amada?

¡Ay, los goces del dinero

son malos y pronto acaban

y los que a ellos se entregan

acaban perdiendo el alma.

La amistad es traicionera:

no es más que una gris palabra

que se acerca en tiempos buenos

y en las tormentas se apartan.

¿Y el amor? Palabra hueca,

juguete de las malvadas.


                              Sólo se encuentra en el mundo

en los nidos de las ramas.

Joven, olvida tus penas

y a las mujeres.


                                        La cara

del caminante, de pronto,

se enciende como la grana.

Se sorprende el ermitaño

al ver lo que no esperaba:

su huésped resulta ser

una hermosa y joven dama.


--Perdonadme la mentira,

¡pobre de mí—ella exclama--,

que mis pasos llevé al cielo

y encontré vuestra cabaña.

Compadeceos de mí:

Por amor es mi desgracia.

Yo busco reposo y sólo

encuentro desesperanza.

Mi padre es un caballero

bueno y rico en abundancia.

Soy su única hija, y todo

para mi bien lo guardaba.

Para apartarme de él,

pretendientes aspiraban

a mi dinero y belleza

con pasión sincera y falsa.

Esta corte de ambiciosos

de continuo me halagaban,

entre ellos el buen Edwin,

aunque de amor no me hablaba.

Sencillo en vestir, poderes

y riquezas le faltaban,

mas no el juicio y la virtud,

que a mí mucho me gustaban.

Al ir juntos por el campo,

cantos de amor me cantaba,

cantaba el bosque con él

y su aliento perfumaba.

El rocío de las hierbas

o la flor abierta al alba

no podían compararse

a lo puro de su alma,

porque el rocío y las flores

pierden pronto su fragancia,

y la fragancia era de él

y era mía la inconstancia.

Yo empleaba malas artes,

inoportunas y vanas,

y aunque su amor me vencía,

yo sólo en su mal gozaba.

Se alejó, al final, de mí

dejándome en mi arrogancia,

y él a solas y olvidado

murió de muerte callada.

Arrepentida ahora estoy

y está mi vida acabada;

ahora busco soledad

para librar a mi alma.


--¡El cielo te guarde!—grita

el ermitaño y la abraza.

La joven se queda atónita:

es su Edwin, quien le habla.

--Mi amada y bella Angelina,

mi encanto, alegra esa cara,

que Edwin, tan lejos de ti,

vuelve al amor y a su amada.

Quiero tenerte en mis brazos:

la ofensa ha sido olvidada.

Nada puede separarnos,

mi amor, mi todo, mi alma.

Desde este instante seremos

tal ejemplo de constancia,

que, al morir, en un suspiro

daremos nuestras dos almas.