Viena a las tres de la tarde del sábado 2 de abril es
una realidad que está a cinco grados de temperatura menos que en Barcelona. Una
realidad de verdes humaredas en movimiento y córvidos planeando al borde de la
autopista, cordón umbilical entre el aeropuerto y la ciudad imperial. Una
luminosa realidad de incendios de forsythias cuando el autobús nos deja a un
lado del Teatro del Pueblo y frente al Museo de Historia Natural, a escasa
distancia de la calle Geitredemark, donde nos espera la que será nuestra
residencia durante los siguientes días de sueño.
Viena a las ocho de la tarde del sábado 2 de abril es
una realidad completa y compleja bajo nuestros pies incansables, a la vista de
nuestros ojos atentos y ante la consideración sentimental y artística nuestro
corazón, hoy moldeable como una blanda arcilla. Una realidad de bellos
monumentos, columnas, estatuas, escalinatas, escaparates, atlantes y
cariátides, fachadas de cristal y de piedra sagrada, de torres y chimeneas, de
conversaciones, claxons de coches y tranvías y repiques de campanas. Una
realidad prácticamente estrenada cuando ya la noche ha caído sobre la ciudad y sobre
nosotros, sus asombrados visitantes españoles, que ya formamos parte de su ambiente
cosmopolita. Una realidad que cierra con broche culinario el primer peregrinaje
justo en el rincón de Lugeck donde Gutenberg sueña con el primer incunable, en
el primer piso del restaurante del mismo nombre con un plato de ternera
empanada típico de Viena.
Cuatro impresiones me traigo al apartamento de
Geitredemark tras la maratoniana salida del primer día: el lujoso interior de
la Ópera, mármol, cristal, estatua, tapiz rojo impregnados de arias y sinfonías;
el reflejo mágico del gótico empinado de San Esteban en la fachada curvilínea
del Haas-Haus; el arcángel San Miguel,
caída ya la noche de regreso a casa a nuestro paso por el Hofburg; y la última,
a punto de llegar, la alta y mayestática serenidad de Goethe, junto al
Burggarten, mirándonos desde su trono de perennidad literaria.
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