Ahora que hace unos días en casa releíamos Fortunata y Jacinta,
y sobre la novela y sus tres principales personajes, Fortunata, Jacinta y
Juanito Santa Cruz, hablábamos apasionadamente, caigo en la cuenta
de que, así como a Delibes (se cumple este año el centenario de su nacimiento)
le he dedicado unas cuantas entradas en mi blog para recordarlo, voy a hacer lo
mismo con Galdós porque en este año 2020 se cumple también el centenario de su muerte.
De Galdós y sus lecturas guardo hermosos recuerdos, casi todos referidos
a mi vida como docente, aunque también hay recuerdos que me llevan a mi
adolescencia y vida de estudiante, cuando descubrí La sombra, un relato
fantástico inspirado en otros escritores de mi preferencia entonces, entre otros,
Hoffmann y Poe, pero también en
Cervantes (de su novela El extremeño celoso, extrajo Gldós el nombre del
protagonista) y, sobre todo, de los cuentos de bruja que leyó en su infancia.
El doctor Anselmo es una especie de Fausto español, cuyos celos le
atormentan tanto que se materializan en una sombra que lo persigue a todas
partes. Pero eso es un pretexto para hablarnos de misterios, mitología, arte y
aventuras fantásticas.
He aquí algunos datos sobre la vida del doctor Anselmo:
“Vivía de cierta módica pensión que le daban no sabemos dónde, y de los
cuartejos que había realizado vendiendo los últimos restos de su fortuna.
Parecía, en resumen, uno de esos eremitas de la ciencia, que se aniquilan
víctimas de su celo, y se espiritualizan, perdiendo poco a poco hasta la vulgar
corteza de hombres corrientes, y haciéndose unos majaderos que sirven para
pocas cosas útiles, y entre ellas para hacer reír a los desocupados. Su hábito,
su temperamento, su personalidad era la narración. Cuando contaba algo, era él,
era el doctor Anselmo en su genuina forma y exacta expresión. Sus narraciones
eran por lo general parecidas a las sobrenaturales y fabulosas empresas de la
caballería andante, si bien teniendo por principal fundamento sucesos de la
vida actual, que él elevaba a lo maravilloso con el vuelo de su fantasía. Al
contar estas cosas, siempre referentes a algún pasaje de su vida, ponía en
juego los más caprichosos recursos de la retórica y un copioso caudal de
retazos eruditos que desembuchaba aquí y allí con gran desenfado. Su estilo no
carecía de arte, siendo por lo general difuso, vivo y pintoresco.”
También leí en mi época de
estudiante algunas novelas sentimentales y costumbristas, la más importante de
las cuales es Misericordia, de la que guardo un
recuerdo entrañable, centrado en la señá Benigna (Benina o Nina), el
prototipo femenino de la caridad cristiana. De ella dice Galdós:
“Respondía al nombre de la señá
Benina y era la más callada y humilde de la cominidad, si así puede decirse;
bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta sumisión a la divina
voluntad. Jamás importunaba a los parroquianos que entraban o salían; en los
repartos, aun siendo leoninos, nunca formuló protesta, no se la vio siguiendo
de cerca ni de lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y
con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con miramiento a
la Casiana,
con respeto al Cojo, y únicamente se permitía trato confianzudo, aunque sin
salirse de los términos de la decencia, con el ciego llamado Almudena (todos
estos nombres mencionados son de personas que iban a pedir como la Benina), del cual, por el
pronto, no diré más sino que es árabe (…). Tenía la Benina voz dulce, modos
hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de
cierta gracia interesante. (…) Eran sus manos como de lavandera, y aún
conservaban hánitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la frente;
sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos
que los de las otras ancianas. Con este pergenio y la expresión sentimental y
dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas, parecía una Santa Rita de
Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábale sólo el crucifijo y la
llaga en la frente, si bien podría creerse que hacía las veces de ésta el
lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media
pulgada más arriba del entrecejo.”
Y un par de Episodios Nacionales,
Trafalgar y Zaragoza, cuyo protagonista es Gabriel Araceli (personaje
ficticio), un muchacho gaditano, huérfano para más señas, que cuenta en
primera persona y desde su peculiar punto de vista lo que sucede en torno suyo y en ocasiones muy cerca de él. De un momento del sitio de Zaragoza dice:
“Los franceses nos abrasaron con un
fuego espantoso, porque, viendo que el reducto se deshacía pedazo a pedazo,
cobraron ánimo, llegando al borde mismo del foso. Era locura tratar de tapar
aquel hueco formidable, y, hacerlo a pecho descubierto, era ofrecer víctimas
sin fin al furioso enemigo. Abalanzáronse muchos con sacos de lana y paletas de
tierra, y más de la mitad quedaron yertos en el sitio. Cesó el fuego de cañón,
porque parecía innecesario; hubo un momento de pánico indefinible: se nos caían
los fusiles de las manos; nos vimos destrozados, deshechos, aniquilados por la
lluvia de disparos que parecían incendiar el aire, y nos olvidamos del honor,
de la muerte gloriosa, de la patria y de la Virgen del Pilar, cuyo nombre decoraba la puerta
del baluarte inconquistable. La confusión más espantosa reinó en nuestras filas.
Rebajado de improviso el nivel moral de nuestras almas, todos los que no
habíamos caído deseamos unánimemente la vida, y, saltando por encima de los
heridos y pisoteando los cadáveres, huimos hacia el puente, abandonando aquel
horrible sepulcro antes que se cerrara, enterrándonos a todos.”
Pero fue en mi etapa de profesor de Literatura donde me interesé más por la figura del escritor canario y su obra centrada preferentemente en el Madrid decimonónico, si bien en mi libro La lengua diaria ya había incluido en uno de sus capítulos un fragmento de Trafalgar como punto de partida para estudiar los diversos aspectos de la lengua, lectura oral y comprensiva, vocabulario y expresión escrita. Éste:
“Por todos lados descubríamos
navíos dispersos, la mayor parte ingleses, no sin grandes averías y procurando
todos alcanzar la costa para refugiarse. También los mismos españoles y
franceses, unos desarbolados, otros remolcados por algún barco enemigo. Marcial
reconoció en uno de éstos al “San Ildefonso”. Vimos flotando en el agua
multitud de restos y despojos, como masteleros, cofas, lanchas rotas,
escotillas, trozos de balconaje, portas, y, por último, avistamos dos infelices
marineros que, mal embarcados en un gran palo, eran llevados por las olas, y
habrían perecido si los ingleses no corrieran al instante a darles auxilio.
Traídos a bordo del “Trinidad”, volvieron a la vida, que recobrada después de
sentirse en los brazos de la muerte, equivale a nacer de nuevo.
“El día pasó entre agonías y
esperanzas; ya nos parecía que era indispensable el trasbordo a un buque inglés
para salvarnos, ya creíamos posible conservar el nuestro.”
En resumidas cuentas, Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria,1843- Madrid, 1920), como persona fue liberal y amante de su país, y como novelista intentó reformar lo que no le agradaba de lo que sucedía a su alrededor, suponiendo que el conocimiento de los problemas y el planteamiento de los mismos por escrito podría ayudar a solucionarlos. Y empezó su labor en el pasado más reciente, escribiendo los citados Episodios Nacionales, comenzando con la batalla naval de Trafalgar (1805) , en que España y Francia se aliaron para luchar contra Inglaterra, y acabándololos aproximadamente setenta años más tarde, coincidiendo con la Restauración de la monarquía borbónica.
Aí pues, ese Madrid decimonónico está
presente ya en muchos Episodios Nacionales ( El 19 de marzo y el 2 de mayo, El
equipaje del rey José, La estafeta romántica, Prim, España trágica…) y en gran
parte de sus novelas ( Miau, Fortunata y Jacinta, La desheredada, Misericordia,
Nazarín, las novelas que tienen de referencia la figura de Torquemada…)
Tal vez sea Fortunata y Jacinta la
novela de Madrid. La capital de España, como centro y resumen del vivir
español, fue el escenario elegido por Galdós para hablar de las diversas clases
sociales que conviven en ella, desde la aristocracia venida a menos hasta los
mendigos y gente de mal vivir, sin olvidar a los clérigos, a los burgueses
adinerados, a los funcionarios que aparentar tener lo que no tienen, a los
comerciantes que malviven con sus pequeñas tiendas o los que sobreviven de un
escaso jornal…, todos obligados a cumplir las leyes sociales (recordemos, a
propósito, lo que Fortunata, verdadera protagonista de la novela, perteneciente
al pueblo madrileño, tantas veces viéndose obligado a vivir marginado, tiene
que hacer antes de morir: entregar a su hijo al matrimonio Santa Cruz, formado
por Jacinta (de los Arnáiz) y Juanito (de los Santa Cruz), pertenecientes a
sendas familias de la burguesía adinerada.
Me gusta destacar siempre un par de fragmentos de la novela que se refieren sendos personajes de cierta edad donde Galdós, instalado en su provecta vejez, se retrata a sí mismo. Uno es Evaristo González Feijóo que aconseja varias veces a Fortunata a que se vaya a vivir con su marido Maximiliano e intente vivir tranquila y pendiente de los asuntos de su casa y su familia, sin pensar en el calavera de Juanito, que sólo puede traerle desgracias.
“Era un hombre de edad, solterón, y
vivía desahogadamente de sus rentas. Era el único individuo de la tertulia que
no tenía trampas ni apuros de dinero. Hacía gala de ser tolerante con el amor.
Por eso no se quiso casar. No olvidemos que Feijóo vivía en dichosa soledad,
bien servido por criados fieles, dueño absoluto de su casan y de su tiempo, no
privándose de nada que le gustase, y teniendo todos los deseos cumplidos al
filo mismo de su santísima voluntad.”
El otro personaje es Plácido
Estupiñá, empleado de los Arnáiz y ejemplo del pequeño comerciante, que parecía
ser un frecuente asiduo de las tertulias que tenían lugar en muchas tiendas de
Madrid y con cuya presencia se animaban las conversaciones. Y cuando dejó de
trabajar para Arnáiz para montar su propia tienda de bayetas y paños en la Plaza Mayor, “su
tertulia fue la más dicharachera de todo el barrio.” La cosa es que Galdós, al
referirse al Estupiñá de las tertulias de antaño, dice de él:
“En 1871 conocí a este hombre que
fundaba su vanidad en haber visto toda la historia de España en el presente
siglo. Había venido al mundo en 1803 y se llamaba hermano de fecha de Mesonero
Romanos, por haber nacido, como éste, el 19 de julio del citado año. Una sola
frase suya probará su inmenso saber en esa historia viva que se aprende con los
ojos: --Vi a José Primero como le estoy viendo a usted ahora. Y parecía que se
relamía de gusto cuando le preguntaban: --¿Vio usted al duque de Angulema, a
lord Wllington…? –Pues ya lo creo—su contestación era siempre la misma--: Como
le estoy viendo a usted.”