Cada vez que pruebo una aceitada, viene a mi memoria la Semana Santa de mi tierra.
Y me veo solo o acompañado de alguno de los míos en medio de aquel ambiente prístino que tienen todas las cosas íntimas y personales; y una de ellas es sin duda la Semana Santa que empecé a querer desde niño en mi barrio del Duero.
El domingo ha amanecido claro. Suenan los típicos estampidos de los
cohetes y su humo blanco se deshilacha en el cielo azul más alto. La
iglesia del barrio está llena de gente y el incienso puebla la nave
del templo mientras el sacerdote bendice las palmas y los ramos de
laurel. Detrás de nosotros el inocente del barrio repite en un latín
macarrónico las jaculatorias del cura. Y al fondo, las monjas siguen
flotando con su hábito blanco en la penumbra del otro lado de la
reja de clausura.
Hemos crecido lo nuestro, pero seguimos siendo niños a la vista de
todo esto que nos recuerda nuestra entrañable Semana Santa. Miro a
mi mujer, sentada a mi lado, y recuerdo el Domingo de Ramos de
siempre, como si fuera hoy. Esta tarde irá de procesión y se pondrá
aquella falda blanca que le hacía parecer una flor de primavera
recién abierta, con ganas de perfumar el aire que respirábamos
todos a su alrededor. La Borriquita saldrá de la misma iglesia y un
mundo de niñas y niños endomingados flanquearemos el “paso”
donde Jesús, a lomos de una borrica, conmemora su triunfal entrada
en Jerusalén. ¡Qué alegría nos llenaba al verlo en la Plaza Mayor
envuelto en palmas y ramos, mientras una multitud de gente compuesta
de mayores y pequeños lo vitoreábamos y cantábamos canciones
felices! ¡Qué poco sospechaba Él lo que le aguardaba sólo unos
días después! Aunque Él, como es Dios, seguro que lo sospechaba,
pero fingía para contagiarnos su gozo. Lo decía a las claras Su
cara serena y Su gesto apaciguador. Florentino Trapero supo darle, en
la madera de pino con que lo talló, la alegría divina de Su mirada
y la paz ultraterrena de Sus manos.
¡1950!
Ha llovido lo suyo desde entonces. De niños, después de haber
acompañado a la Borriquita, jugábamos en la plazuela, los niños a
la pelota y las niñas a la comba, y de repente la tarde sonrosada,
llena de vencejos que cosían el aire con sus giros oscuros, adquiría
un extraño recogimiento. Entonces, al unísono, los niños dejábamos
la pelota y las niñas la comba para acudir corriendo a la vecina
carretera de Fermoselle porque en ese momento el Nazareno de San
Frontis, con su cruz a cuestas, se encaminaba hacia el Puente de
Piedra, cruzaba el río y, entre callejas retorcidas, buscaba la
cuesta que lo llevaba a la iglesia del Seminario. Todo pasaba en un
tiempo breve ante nuestros ojos de niños, pero en nuestras almas
intemporales permanecía el recuerdo de lo que pasaría dos días
después, y era que de esa iglesia del Seminario el Nazareno de San
Frontis saldría otra vez en procesión para regresar a su templo por
el mismo recorrido, pero de noche cerrada, sólo alumbrado de faroles
y seguido de la Virgen de la Esperanza, que ya era mucho.
Hoy, en la mirada de mi mujer vuelve a ser la noche eterna de todos
los Martes Santos en que tiene lugar la procesión del Nazareno de
San Frontis y la Virgen de la Esperanza, allí en nuestro barrio.
Algunas horas antes se habrá acercado a la ciudad con su madre a
hacer algún recado, visitar templos o recoger el último vestido
para estrenarlo esta noche.
La luna llena derramando su luz pálida sobre la plazuela y sobre
nuestras cabezas. Estamos apostados a la salida del Puente de Piedra,
dando la espalda a los balcones cerrados con tablas de la que fue
nuestra casa, adonde tantas veces tanto mis padres como mis hermanos
y yo mismo habíamos salido para regar las macetas o contemplar, por
encima de la calzada del puente, las peñas, las murallas, los
campanarios y el cielo azul de nuestra querida ciudad. Por un momento
me imagino abiertos los balcones y, apoyadas sobre la barandilla, las
figuras de imposible olvido de mis padres, mirando hacia el puente
para ver llegar los pasos del Nazareno de San Frontis y la Virgen de
la Esperanza, iluminados por faroles y escoltados por sus respectivos
cofrades, oyendo con cariño los sonidos vibrantes de las cornetas y
los redobles de los tambores de la banda de la Cruz Roja.
Dentro de poco llegará el gran momento de la procesión de nuestro
barrio y, sin embargo, todo ha cambiado tanto, hay tanto muertos ya
en nuestras respectivas familias, que parece un milagro que todo siga
igual en las trompetas, en los tambores, en los hábitos y faroles
que acompañan a las imágenes de siempre, el Jesús de mirada
infantil puesta en el camino que le lleva a la muerte, la Virgen sola
y desconsolada que, paradójicamente, se llama de la Esperanza. Y es
que ahora lo entiendo: la esperanza es la repetición emotiva del
buen recuerdo, que se vuelve eterno en el alma, del paso de la
procesión por el Puente de Piedra, bajo la mirada misteriosa de la
luna llena.
Y al abrir los ojos veo que a la salida del puente, está
efectuándose la eterna despedida entre la Madre y el Hijo, que, con
la cruz a cuestas, momentos más tarde se internará por la carretera
de Fermoselle para cobijar su tristeza en el templo de San Frontis.
Mientras que la Virgen, la de la lágrima, la del manto de estrellas,
iniciará a su vez el camino de la iglesia de las Dueñas, en el
corazón de nuestro barrio, para recoger también su inconsolable
congoja a un paso de las monjas de clausura. Finalmente, recogida ya
toda la familia en la casa de los tres balcones, en la memoria
permanece la llegada a casa del amigo de mi padre que fue cofrade
durante mucho tiempo de la procesión del Nazareno de San Frontis.
Entonces compartiremos con él un polvorón y una copita de anís, un
clásico de nuestra Semana Santa.
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