La siesta nos sienta bien. Ya estamos dispuestos a
vivir el resto de la tarde como si fuera la primera. El sol que quedaba en la
parte más alta de la fachada de enfrente del hotel se acaba de evaporar, y en
espera de echarnos a la calle a un nuevo paseo nos ponemos a leer y a escuchar
a Brahms. El piano melancólico imprime sus notas en este silencio que nos hace tan buena e
impagable compañía. El Concerto número 1 avanza hacia un final imposible. De
Brahms me gusta casi todo. Hasta la estatua del músico que encontré en mi
camino hacia el palacio de Belvedere durante el viaje a Viena que realizamos
los Tres hace unos años me impresionó tanto que hace poco puse como foto de
perfil de Facebook una que me hizo mi hijo mayor sin que yo me diera cuenta
escribiendo en mi libreta de relángrafos a los pies del pedestal del autor de
este Concerto número 1 que ahora suena en esta habitación de hotel mientras la
luz de la tarde va oscureciendo a ojos vistas en el cristal de la puerta que
sale a la terraza. Lo bueno que tiene la música que nos hace compañía es que la
podemos pausar según las circunstancias y la podemos volver a escuchar cuando
la necesitemos. Y así lo hago. Hasta la próxima, Brahms. Tal vez cuando volvamos
del paseo. O quizás …
Al llegar a los cipreses del palacio modernista nos
hemos encontrado con el chaaaar incesante de los estorninos de cada tarde. Su
piar en do oscuro y prolongado es un toque de alarma en medio del silencio de
la noche y el susurro de las hojas caídas pisadas por los escasos caminantes que
como nosotros se atreven a desafiar el viento frío que viene del mar, que a
unos pasos de nosotros emite su melopea duradera, más duradera que la de estos
pobres pájaros oscuros que buscan pasar la noche en compañía de centenares de
los suyos para rehuir el miedo, y que una vez pasado el mal trago nocturno al
cobijo del ropaje espeso de los cipreses, volverán, con la luz del día a pintar
el cielo con sus nubes negras movedizas y caprichosas.
Mientras caminábamos calle de Barcelona arriba hacia el
paso del tren con barrera, hablamos de los amigos con quienes vamos a ir a
comer un día del mes de diciembre próximo Los apreciamos mucho porque
generosamente han compartido con nosotros muy buenos momentos de nuestra vida.
Los recordamos con cariño acompañándome en más de un recital de poesía y al
conjuro de ese recuerdo brillan en mi mente imágenes de escenas repartidas a lo
largo del tiempo, entre enfermedades, decepciones, alegrías y bendiciones de
todo tipo. Y hemos ido envejeciendo podíamos decir que casi juntos y celebrando
acontecimientos sociales y laborales comunes. Les he dado la tabarra con mi
poesía y ellos la han aceptado con paciencia en varias cenas y comidas y desde
aquí les pido perdón por mi impudoroso atrevimiento.
Perdón por mi impudoroso atrevimiento,
amigos de siempre, hermanos de libros y de vida,
al daros la tabarra con mis versos.
Pero es que casi siempre los escribía
para daros las gracias por vuestra generosa paciencia
y para celebrar vuestra impagable compañía.
Sin vosotros no habría sido igual
mi camino del oficio y de la tiza.
En horas bajas estabais ahí para animarme
y hacerme comprender que la alegría
va siempre de la mano de la sombra
que proyecta la tristeza cada día.
Gracias por acompañarme y aplaudirme
en la lectura de mi modesta poesía,
sincera y sencilla como la amistad,
el amor, el destino y la familia.
Cuando de niños hacíamos una cosa mala nuestros padres
no nos echaban directamente la culpa de lo que habíamos hecho; se la echaban a
terceros diciendo “Son las malas compañías”, y eso en vez de dejarnos conformes
nos hacía pensar que si eso decían nuestros padres de nosotros, para los padres
de nuestros amigos éramos nosotros las malas compañías. Y es que realmente no
existen las malas compañías en sí mismas. Cada uno de nosotros sabíamos ya
entonces que si habíamos hecho algo malo éramos nosotros y no los demás los
responsables de nuestros actos. Pienso eso ahora aquí a muchos kilómetros y a
muchos años de distancia de nuestra infancia y adolescencia cuando en nuestra
excursión de hoy, sexto día de nuestra estancia en esta población del mar, un
día soleado aunque bastante azotado por el viento, por el llamado Camí de Ronda
a Playa Larga, lugar idílico donde los hubiera en los años ochenta donde
hicimos camping con nuestros dos hijos a la orilla del mar, entre rocas y pinos,
hemos mantenido una conversación con un ciclista del lugar, jubilado como
nosotros, en uno de nuestros altos en un banco al refugio del viento y con
espléndidas vistas al mar.
Durante nuestra conversación ha salido a relucir el
comportamiento de algunos aficionados a la política del país que están ganando
la sopa boba sin dar un palo al agua, y cuando algo les sale mal les echan la
culpa a los partidos políticos que no son el suyo, frecuentemente valiéndose de
insultos y de un lenguaje propio de rufianes y asiduos a las tabernas. Estamos
de acuerdo con el ciclista anónimo, que hacía un alto también en su ruta que
venía de Tarragona, en que muchos de esos aficionados a la política están en
ella sin méritos propios y sólo porque tuvieron la suerte de estar entre los
primeros de una lista votada por gente como ellos, sin preparación y sin
educación y con el propio interés como único motor para medrar en este mundo de
hipócritas, demagogos, libertarios y caraduras. Y como el ciclista empezaba a
sacar otros temas que a nosotros en medio de esta calma vacacional que hemos
elegido para disfrutar y ser feliz y no para criar mal espíritu no nos
interesaba, hemos continuado nuestro regreso a la población por las escalinatas
asomadas al mar inmenso y los pasos estrechos entre pinos retorcidos y fachadas
traseras de casas y hoteles que limitan con el acantilado,
Hace un rato que estamos en la habitación del hotel,
esperando la hora de bajar al comedor. Veremos a poca gente porque da la
casualidad de que el Da Vinci, que así se llama nuestro hotel, nombre artístico
y sugeridor donde los haya, cierra sus puertas con el mes de noviembre hasta
febrero en que volverá a abrirlas, y los huéspedes que vinieron antes que
nosotros se han ido yendo a sus casas. Más tranquilidad y menos atropellos en
el ir y venir a los bufetes a llenar nuestros platos. El que cada vez hay menos
gente en el hotel no sólo se nota en el comedor, sino también en las diversas
salas de esparcimiento con que cuenta el Da Vinci, en ascensores y pasillos, y
sobre todo en el baile nocturno y en los bingos colectivos que en ocasiones lo
preceden.
Pero allí estará, cuando entremos en el comedor, el
grupo de gente que ameniza el baile nocturno con su alegría y amenidad. Y permanecerá hasta el final como nosotros. Lo
forman siete u ocho parejas de pensionistas más o menos de nuestra edad que se
conservan muy bien y están abiertos a todo el mundo con una simpatía que es
poco frecuente en nuestros viajes. Los recordaremos como buena compañía.
Quiero decir con esto que nuestra estancia en esta
población del mar tiene las horas contadas. Pero, como nos gusta repetir, “Que
nos quiten lo bailao”
El mar, el Camí de Ronda, las noches de baile en el
Hotel, los paseos, la calma y la alegría sanas que hemos vivido bajo un cielo
casi siempre azul, con un poco de viento, calor y palmeras generosas que nos
regalaban dátiles de día y murmullos mecedores de noche en este rincón benigno
y hospitalario de la Costa Dorada, tan generoso, tranquilo y amable. Ahora
recuerdo que la vez anterior recibimos aquí la noticia artística que tiene que
ver con el creador de la Gioconda, y es que un cuadro suyo, el Salvator Mundi,
consiguió en una subasta el mayor precio de la historia, 450 millones de
dólares, un cuadro que paradójicamente, tras estar expuesto en el Buckingham
Palace y sobrevivir al bombardeo nazi de la segunda guerra mundial, había sido
vendido por únicamente 90 dólares.
Y justo hoy, penúltimo día de nuestra estancia en esta
población del mar (mañana a estas horas, las cinco de la tarde, cuando la franja
dorada del sol ha desaparecido de la parte más alta de la fachada de enfrente,
estaremos si Dios quiere en nuestra casa), y justo hoy se conmemora en Madrid
el quinto centenario del fallecimiento de Leonardo Da Vinci, (realmente se
cumplirá en 2019) mostrando grabados de los principales libros escritos sobre
la vida y obra del genio florentino , y como reclamo principal el verdadero
autorretrato de Leonardo; eso se hará en el Palacio de las Alhajas, y en la
Biblioteca Nacional se expondrán los Códices Madrid I y Madrid II, manuscritos
donde el artista del renacimiento italiano dejó rastros de los temas que
dominó, entre otros el arte, la mecánica y la ingeniería, así como el enorme
caballo diseñado para Ludovico Sforza, uno de sus más grandes proyectos.
Escribo esto mientras escucho en el USB conectado al ordenador el Rondo
Capriccioso Op. 14, de Mendelssohn, que destaco entre mis pequeñas piezas
musicales preferidas resueltas con el piano.
Tus raíces, tu familia, tus amigos, tus recuerdos…
sólo son una parte de tu vida, una parte de tus buenas
compañías.
Lo demás está en la fuerza de tus manos, en la luz de
tus palabras.
No pasa nada en noviembre: sólo el sol en la playa y
en la piel de mi amada
No pasa nada en noviembre: sólo el rumor del mar en la
playa
y la voz de mi amada.
Sólo el sol y el rumor de las olas y su verde mirada.
La playa silenciosa, la orilla del mar espera sin
cansarse nuevas olas.
Entre las palmeras del paseo clavadas en el tiempo que
no pasa
y las ruedas de las bicis que atraviesan la frontera
entre el presente y el futuro
está el deseo de seguir gozando de este poder inmenso
que me regala tu mirada.
En la Casa Bonet te tengo retratada como diosa del
tiempo.
Estás apoyada en la reja modernista
como un engarce de piedra preciosa.
Detrás, la escalinata de mosaicos,
y en la fachada del paseo, el reloj de sol de
cerámica,
mostrando su absoluta independencia
de cualquier estilo artístico por su gnomon seguro.
Debajo de él, en letras neogóticas,
escrita la
verdad que sólo entiende el que vive ahora mismo:
“Aprovecha el tiempo que pasa y no vuelve”.
Moscas del paseo, tercas alas grises,
acompañan las horas sin descanso,
recorren las arrugas de mi piel
recordándome que soy cuestión de tiempo.
Aguanto con indómita filosofía sus altivos insultos.
Que rían cuanto puedan.
Sus tercas alas grises durarán mucho menos.
Dentro de poco, unos días acaso,
el frío del otoño, las lluvias del invierno
las habrán borrado de este mapa vivo que yo habito.
De cara al mar, el horizonte azul
y las olas viniendo a nuestro encuentro,
al plácido noviembre como un amigo más en nuestras
vidas.
Regalo de los dioses, este poder seguir gozando juntos
de esta brizna de paz, de estos ratos de soledad
buscada y consentida.
Rutas doradas. Esta población del mar, sal, arena y
sol.
El Camí de Ronda llega hasta las rocas
y las olas de calas solitarias.
Y hasta la Playa Larga, tan llena aún de pinos como
recuerdos.
La Pineda, sol, arena y sal. Pinos de hierro y agua
que da salud.
Por Port Aventura se llega al cielo de la aventura.
Por los Pinos de Hierro, a culturas milenarias.
Reus, tierra de artistas. Las almas de Gaudí y de
Fortuny
llenan la historia de las calles.
Tarragona, mar e historia, teatro y amores en las
ruinas,
espadas escondidas en el viento,
y en la Rambla castellers al cielo.
El Vendrell, piedras y olivos, muy cerca, el rumor del
mar,
y en sus calladas calles el eco de las cuerdas de
Casals,
olas y notas que se abrazan. El cant dels ocells.
Hay que buscar como sea y donde sea la buena compañía,
porque buscándola ya creamos en nosotros un buen deseo y auténticas
expectativas para seguir adelante. No veremos tan grandes nuestros problemas
cotidianos y adquiriremos la fuerza suficiente para afrontar los que de verdad merecen
nuestra atención y energías.
Si sois amantes de la poesía y os decidís a expresar
vuestros sentimientos, evitad los versos de tonos pesimistas y en vez de
escribir “El cielo está apagado. Están muertos los árboles de la calle y no
pasa nadie por ella”, decid “El cielo ha perdido algo de luz. Los árboles de la
calle, solitarios, están esperando a que pase algún ser vivo por ella para que
les haga compañía.” Así no os entrarán ganas de retirar las palabras de la
pantalla del portátil y condenarlas a la papelera de reciclaje.
No podéis quedaros sin hacer nada. La soledad ahoga.
Es como una tristeza que ocupa cada rincón del alma. Moved el cuerpo y ocupad
la cabeza en una actividad. ¿Tenéis alguna afición? ¿Os gusta pintar? Cualquier
cosa que hagáis os parecerá mejor que compadeceros de vosotros mismos o
quedaros muertos de asco en un rincón. Los bodegones son un buen ejemplo. Un
plato blanco con manzanas rojas sobre una mesa ocre, y de fondo una pared
violeta, puede servir.
Hace una semana, antes de hacer este viaje con mi
mujer, bajé la guardia y la soledad vino a buscarme, a acosarme, a ponerme
entre la espada y la pared. Reaccioné algo tarde, pero me sirvió recordar que
en altillo había dejado días atrás un lienzo en blanco con unas líneas trazadas
con carboncillo, para armarme de valor y subir las escaleras que me separaban
de mi desánimo. Recuerdo que había empezado a llover y la luz era tan escasa
que apenas percibía las líneas del carboncillo sobre la nieve del lienzo, las
cuales me recordaron las huellas de una gaviota impresas sobre la arena mojada de
la orilla del mar. Silencio. Se oía la lluvia caer suavemente sobre el jardín, como
andares sigilosos de gatos sobre un parquet.
Sin embargo, allí, en el lienzo, el carboncillo
insinuaba una mesa cubierta con un mantel, y sobre él, en ascenso, una fila de
manzanas y una jarra. Nada más. y ya había dejado de notar la soledad
ahogándome. Me puse manos a la obra. Tracé con acrílico negro, sobre las líneas
del carboncillo, el borde de una mesa, y sobre ella el borde de un mantel, y
sobre el mantel, las esferas picudas de unas cuantas manzanas. Y sobre ellas,
en el centro del lienzo, la esbelta silueta de una jarra. Poco más de diez
minutos me ha llevado trazar el negro del acrílico, y ese tiempo apenas lo he
notado. Lo demás os lo podéis imaginar.
Pero si lo que os gusta es leer, enfrascaos en la
lectura de un libro antes de que la soledad acabe por ahogaros. Haced lo que yo
en cierta ocasión en que andando por estos mismos lugares hace ya algún tiempo,
envuelto por un clima de viento y lluvia que no me dejaba ni respirar, eché
mano a uno de los libros que había metido en la maleta por si acaso y me olvidé
a las primeras páginas del mundo de fuera, que se mostraba tan poco
hospitalario. El libro era El bosque animado de Fernández Flórez y enseguida me
interné en la fraga de Cecebre para ver qué pasaba en ella. Y pronto fui
testigo del diálogo que mantienen los árboles del bosque con el poste de la luz
que los hombres plantan en medio de ellos y las razones que les da a todos para
que adopten su actitud de colaborar con el progreso humano en vez de alojar
nidos de pájaros y cantos que no son de ninguna utilidad. También conocí parte
de la historia de Geraldo y Hermelinda y sus respectivos destinos, tan
opuestos. Y a Xan de Malvís, mejor
conocido como Fendetestas, un bandolero cuyo principal ideal era robar la casa
de algún cura. Os aseguro que para entonces ya había dejado de oír el ruido de
la lluvia y el gemido de las hojas rodando por el asfalto de la calle. Como un
personaje más de El bosque animado he vivido las circunstancias del fantasma de
Fiz Cotobelo, del topo Furacroyos, la de Fuco, el rapaz que vive del carbón que
se cae del tren de La Coruña a su paso por Cecebre tras poner una piedra de
cuarzo sobre un carril de la vía…
Leyendo en El bosque animado, descubrí la silenciosa y
modesta vida de las hermanas Roade, Amelia y Gloria, que alquilan una casita
cercana a la fraga de Cecebre, en cuyo huertecillo hay un ciruelo…Y zas, por
arte de la magia que tiene la lectura, que ofrece siempre una de las mejores
compañías que conozco, podéis creerme, me acordé de repente del ciruelo que
tenemos en nuestro jardín, a cien kilómetros de aquí y a mil de Galicia, que es
donde está situada la fraga de Cecebre, todos los años nos regala la mirada con
una bellísima y lírica nevada de sus pétalos rosas, una nevada que el viento
hacía traspasar las vallas del jardín y hacía caer en los jardines de los
vecinos, cuando no los levantaba en el aire y los llevaba más lejos.
Leer por un lado o por otro crear una realidad ajena a
la habitual como hacen los autores de los libros que soléis leer os ayudará a
espantar la soledad que ahoga.
Escribid lo que
observáis.
El viento es un viejo elemento meteorológico invisible
que siempre anda cabreado y molestando a cuantos
seres,
humanos o no humanos, tropiecen con su paso.
Arriba y abajo. Lo mismo da.
Si es arriba, que es el lugar que más le gusta,
despeinando las palmeras, haciendo sonar los cables de
los mástiles
o zurrando el trapo de las banderas.
Y si es abajo, en el mundo de las personas,
revolviendo los cabellos de la cabeza
o flagelando el trozo de cara que dejan al
descubierto,
cuando no es levantando la arena de la playa
para arrojarla contra sus ojos.
Y ya puestos, ¿por qué no crear otro elemento
invisible,
confabulado con las cosas y los seres perturbados por
el viento,
para vengarse en su nombre,
y en sacos irrompibles e imperecederos
ir recogiendo ráfagas impetuosas hasta que no quedara
ninguna
y llevar esos
sacos a altamar y sumergirlos en las profundidades marinas
hasta ahogar todas las ráfagas de viento.
Leer, escribir, pintar, dar un paseo o ir al cine,
realizar cualquier actividad que sirva para olvidar, para no pensar en la
soledad que siempre acecha, que nunca descansa, que siempre está buscando
nuestra ruina o alzando muros infranqueables entre nuestro ánimo y la buena
compañía, venga de donde venga, que también está esperándonos siempre, que
nunca está dispuesta a tirar la toalla como el corazón humano.
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