¡Quién pudiera ahora repetir esos ritos de la infancia!
Ver la procesión de la Vera Cruz desde el ábside de la Magdalena
cuando el sol da un poco todavía en la alta cornisa del Tránsito y
los velos sagrados de la Cruz que abre el desfile flotan al viento en
la esquina de Ramos Carrión. Asistir al momento en que las túnicas
moradas se tornan nocturnas, y en el olivo de la oración se enredan
las sombras mientras el ángel de Salcillo o de un escultor de su
escuela empieza a parecer un ser del más allá como un bello
recuerdo a punto de esfumarse en el aire del olvido, y la figura
borrosa del criado de Malco se echa mano a la oreja tras recibir el
tajo de San Pedro.
Ritos y recuerdos de un tiempo que sólo puede volver al conjuro de
la impenitente nostalgia. Como aquella tarde eterna en que camino de
casa tras la procesión de la Vera Cruz nos pasamos por San Cipriano
para hacer una visita al Yacente, el otro Cristo nuestro que esperaba
entre las pacientes sombras del templo la hora justa de salir en
andas a la calle. Cena rápida y vuelta a la ciudad para verlo en
activo. Un año lo vimos en la plaza de Santa Lucía acompañado de
penitentes que arrastraban cruces pesadas, y al año siguiente en la
plaza de Viriato, donde los cofrades, solemnemente formados en torno
a Él, le cantan el doliente Miserere. Pero el momento del Yacente
que con más emoción recordamos los dos es el que vivimos un año
lluvioso, una noche oscura y fría en que apenas había gente por la
calle, y menos en la cuesta de Balborraz, donde lo vimos. En andas lo
traían los cofrades de la Hermandad, y pasó a un palmo de nosotros.
Parecía un muerto común al que llevaban a enterrar, con su
seguimiento fúnebre y sus rezos tristes. La cabeza, inclinada sobre
un almohadón, mostraba sus rizos como ríos congelados y sus ojos
con la luz espantada detrás de los entreabiertos parpados. Lo de
menos era la sangre barroca recorriendo de arriba abajo su piel
amarillenta. Era el aspecto de cadáver normal que en medio de un
silencio desolador era conducido al cementerio lo que nos conmovía.
Mi padre me decía de niño que había conocido al Yacente en un
altar lateral de la Concepción, tapado púdicamente por una colcha
bordada por las monjas y que había sido más tarde, en 1941, cuando,
tras ser creada la Hermandad de Jesús Yacente, empezó a salir en
procesión las noches de Jueves Santo, acompañado por hermanos
vestidos con túnicas de estameña blanca, fajín de color morado,
caperuz de estameña blanca también y portando un alto hachón de
cera roja.
El tiempo no pasa en balde y a la vez es una goma de borrar
inexorable. Pero la memoria atenta se encarga de evocar momentos del
pasado y lo hace con tanta viveza que se asoman a nuestra mente como
fotogramas de películas cuyos protagonistas son gente nuestra que
actúan en los mismos escenarios que compartimos tiempo atrás. Se lo
digo a mi mujer y me mira sonriente. Estamos a casi mil kilómetros
del corazón de la Semana Santa, y sin embargo suena la Marcha
Fúnebre de Thalberg en nuestros oídos. Poco antes desayunábamos
chocolate con churros y aguardiente en un bar de la trasera de San
Juan, el templo del que sale la procesión del Viernes Santo. La
madrugada es fría. Los labios manchados de chocolate hablan de otros
Viernes Santos en que nuestros mayores estaban vivos y nosotros
éramos niños, de ojos asombrados y oídos abiertos para verlo y
oírlo todo hasta el mínimo detalle, hasta el menor susurro. Los
ojos de los cofrades perfilados por los orificios correspondientes de
los flojos caperuces, los roces de los pies desnudos de los
penitentes sobre el frío asfalto de Santa Clara.
Mi mujer me recuerda la costumbre de ir a las Tres Cruces a tomar las
sopas de ajo con los costaleros de los “pasos” hasta que el
Merlú, los dos cofrades que tocaban el clarín y el tambor para
avisar de que la procesión se reanudaba. Entonces las faldas de los
“pasos” bajaban otra vez y los costaleros, renovadas las fuerzas,
ponían de nuevo en movimiento las figuras de la Soledad, de la
Redención, del Cinco de copas o de La caída, ante la mirada atónita
de la gente apostada en las aceras, y volvía a sonar la Marcha de
Thalberg, que todos llevamos en las entrañas desde que comemos
aceitadas por Semana Santa. ¡Las aceitadas! Otro de los ritos de la
infancia que recuerdo con más cariño. El baúl de la sala materna
bajo el cual las guardaba mi madre, la casa entera oliendo a
aceitadas, mis viajes furtivos al lugar del dulce delito... Yo me
acercaba sigilosamente, esquivando las baldosas movedizas y ruidosas
que delataban mi presencia, al rincón del baúl, me agachaba junto a
él y alargaba la mano hasta tocar con los dedos las pequeñas panzas
de los dulces y la cruz abierta de su cima. Lo siguiente se lo puede
imaginar el lector. La harina dulce y tostada desgranándose en mi
boca era uno de los placeres más exquisitos que como niño yo
experimentaba durante la Semana Santa, y uno de mis mayores
desencantos, descubrir que las aceitadas iban desapareciendo a medida
que pasaban los días.
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