Haikus
Salamanquesa.
Por la tapia alumbrada
la noche trepa.
Por San Lorenzo
la noche llora lágrimas
de luz y fuego.
La viña virgen
pone falda a las tapias
de los jardines.
Entre las sombras
las manos de la aralia
piden limosna.
La flor de moro
es humilde esmeralda
y botón de oro.
Las amapolas
llevan sangre en la falda,
luto en el pecho.
Sueño y realidad de Arias Gonzalo
1.
En el momento en que Bellido Dolfos abandonó a toda prisa la ciudad de
Zamora cuando la ciudad estaba siendo sitiada por el rey de Castilla Sancho II,
ya supo el alcaide Arias Gonzalo que un día habría de lamentar haber dejado
escapar a aquel vasallo desleal. Por lo pronto se asomó a las almenas para
avisar al monarca con aquellas palabras que siempre repetirían los romances que
se escribieron sobre el sitio de Zamora: “Rey don Sancho, cuídate del criminal
Bellido Dolfos, que va hacia ti con engaños.” Pero a pesar del aviso, la
historia siguió su curso y ocurrió que entre las sombras nocturnas de envidia y
mal bajo engaños de enseñarle al Rey la forma de entrar en la ciudad por un
postigo de la muralla, el traidor Bellido Dolfos hundió su puñal en la espalda
de don Sancho, y la noche se transformó en un mar de sangre, en un mar de
llanto, en un mar de maldad.
Y poco después de que el traidor, una vez cometido su terrible delito,
huyera a la ciudad perseguido por el Cid a lomos de su caballo sin ensillar y
sin calzar sus espuelas, y lograra burlar su lanza, que sólo logró clavarse en
la puerta del postigo, con lo que no evitó que el asesino se perdiera entre las
sombras de la noche, Arias Gonzalo, ya recogido en su lecho, soñó que al árbol
de su familia hachas de luto y de sal amenazaban romperlo rama a rama hasta
dejarle a él sumido en la tristeza y en la soledad.
Unos gritos le despertaron. Venían del campamento de los sitiadores y
pedían justicia.
2.
Arias Gonzalo ya no volverá a coger el sueño. Conoce de sobra la historia
y lo que le aguarda a Zamora y a los zamoranos, a él y a su familia. Al alba el
castellano Diego Ordóñez retará a toda Zamora con palabras que hacen daño tanto
al alma como al cuerpo. Ordóñez retará tanto a los vivos como a los muertos, a
las mujeres y a los hombres, a los mayores y a los pequeños, a los que ya están
nacidos y a los que están por nacer. Por retar, Ordóñez retará a la carne y al
pescado y hasta a las aguas del río Duero.
Y así sucede. Nada más rayar el alba, bien armado y montando un caballo
negro, el soberbio castellano Diego Ordóñez se arrimó al pie de la muralla y
desde allí, levantando la voz, llamó a la ciudad traidora y retó a todo el
consejo con las palabras que el viejo alcaide había escuchado en sueños. Con
gran dolor en el alma Arias Gonzalo le respondió con estas otras: “¿Qué culpa
tienen los niños, las mujeres y los muertos? No sabéis lo que decís, Ordóñez,
mal caballero. Pero si retáis así al linaje y al consejo, debéis saber, según
rigen las leyes de los retos, que habéis de lidiar con cinco caballeros
zamoranos.” Ordóñez le respondió tan pedante como necio: “Todos igual de
traidores o considera mi acero, y con él he de vengar la traición que aquí
habéis hecho.”
3.
El puente de piedra tiembla sobre las aguas del Duero cuando el viejo
Arias Gonzalo está preparando a sus hijos para lavar el ultraje que la ciudad
ha sufrido.
Y tal como viera en sueños, sus hijos son abatidos, sangre joven de su
sangre, las flores de su jardín.
Con los ojos arrasados por las lágrimas y el corazón hecho pedazos,
asiste el padre a las honras que el pueblo les ha ofrecido.
El Duero muele en la aceña con el alma en carne viva y en las murallas
los musgos rezuman llanto de siglos.
Pero Dios quiso que todo no fuera duelo y en vano, y el sueño de Arias
Gonzalo se cumplió con buen final. Ocurrió que Pedro de Arias, el segundo
hijo inmolado, antes de morir hirió al pedante enemigo y abrió la cabeza en dos
del caballo que montaba, y el animal, medio muerto y casi ciego, sacó del campo
al jinete, dando fin al desafío. Y el vivo fuera del campo, y el muerto dentro
del sitio, se decretó que no había ni vencedor ni vencido. Dios se había puesto
de parte del honrado Arias Gonzalo. Y bajo el puente de piedra rió el Duero
nuevamente, mientras todas las campanas repicaban afirmando que la ciudad de
Zamora no se gana en una hora.
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