Por la ventana del salón
Por la ventana del salón contemplo
bajar la lluvia en vuelo, en luz, en calma.
Es un día de otoño generoso,
casi vivo, casi humano, con alma.
Los acantos inclinan sus cabezas
para que los bautice el agua clara
que desciende del cielo como un beso
tejido con la miel de la esperanza.
Es un cuadro de amor limpio, perfecto,
consentido, entre el jardín y el agua.
Las perlas suspendidas en las hojas
son cuentas del collar que los abraza.
No necesito viajar mucho ahora
para ver que el amor es siempre llama.
Me basta con lo que estoy contemplando
en esta amable lluvia, esta mañana,
en que el amor más libre y limpio arde
entre el acanto adónico y el agua,
como un fuego de besos suspendido
a lo largo de una columna sacra.
Siempre tengo a mi alcance un paraíso
en el cuadro sin fin de mi ventana.
Que Dios me lo conserve siempre a mano
para cuando el amor me dé la espalda.
(en recuerdo de José García Nieto)
Lléveme al infierno
El mecánico le mostró al visitante en el fondo del garaje un automóvil
prácticamente nuevo.
“Este es el coche, le dijo, intacto, impecable, y nadie en este pueblo
quiere comprarlo por este precio irrisorio.” Y le mencionó el precio.
“Trato hecho, contestó el forastero echando mano a la cartera. Ahora
mismo me lo llevo.”
“Sin embargo, añadió el mecánico, me veo obligado a decirle que pesa
sobre el coche una singular maldición.”
“Me da igual, afirmó el comprador mientras ponía sobre la mesa del
encargado del taller un fajo de billetes. No creo en supersticiones.”
“Aun así, deje que le explique lo que ocurrió en él. No quiero que luego
se arrepienta de la compra.”
“Adelante, cuente. No soy nada impresionable.”
“Pues cuentan que su anterior propietaria fue estrangulada mientras
conducía.”
“Habladurías de la gente ociosa. Me lo llevo.”
“A pesar de su firmeza, podemos hacer una cosa, volvió a la carga el
mecánico recogiendo el dinero de la mesa. Primero dé una vuelta con el
automóvil y si nota algo raro mientras va al volante, lo trae al taller y le
devuelvo el dinero. ¿Está de acuerdo?”
El forastero sonrió incrédulo y aceptó la condición. Subió al coche, lo
arrancó, puso marcha atrás para salir del garaje y a los pocos minutos rodaba
por una carretera comarcal flanqueada por dos hileras de chopos. Se miró un
instante al espejo retrovisor, se dedicó una carcajada triunfal y pisó ufano el
acelerador. De repente, mientras los chopos volaban a una velocidad increíble a
su paso, el conductor sintió una fuerte presión de dedos huesudos y helados en un brazo y una
voz hueca y destemplada junto a su oído izquierdo: “¡Lléveme al infierno!”
Fueron unos segundos de angustia irrefrenable, pero enseguida todo volvió a la
normalidad. Sin embargo, para entonces el comprador ya no mostraba ni una pizca
de fanfarronería. Giró en redondo el coche con la taxativa intención de
devolver el maldito vehículo al oscuro rincón de garaje de donde no tenía que
haber salido nunca.
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