De entre las personas entrañables del barrio destaco hoy al vagabundo que los más pequeños del barrio
llamábamos tío Tizas, sin saber muy bien el origen de tan curioso nombre. De
cualquier modo, el tío Tizas era único, especial porque representaba para
nosotros el anuncio del verano y de todas las aventuras que tenían lugar en esa deliciosa época del año. Contra él no podían nada las leyendas domésticas sobre los seres
que daban miedo. Ni la del coco que solían cantarnos de pequeños nuestras
madres:
“Duérmete, niño,
que viene el coco
a comerse los niños
que duermen poco”.
Ni aquel otro mito que nos contaban, ya más crecidos, sobre el tío
Sacamantecas, que salía al encuentro de los niños traviesos que se alejaban de
sus casas sin decir nada a sus padres, y los mataba en descampados y sitios
escondidos para sacarles la manteca con la que fabricaban pócimas y ungüentos
extraños.
Y mucho menos la leyenda del Hombre del saco, que atraía con golosinas a
chicos malos para hacerles increíbles barbaridades antes de matarlos y meterlos en el
saco que siempre llevaba a sus espaldas. Y nosotros, en pequeñas discusiones,
decíamos medio en broma medio en serio sobre el particular:
--Alguna vez tiene el Hombre del Saco que vaciar su saco.
--Porque muy grande es el peso que lleva a sus espaldas.
--Además olerá a muerto.
Y cosas por el estilo.
Otra cosa bien distinta nos inspiraba el tío Tizas. El tío Tizas era un
vagabundo feliz y pacífico cuya procedencia nadie conocía, pero que
indefectiblemente a principios de cada verano aparecía por la carretera de
Pinilla con su manta al hombro y su saco (que no era ni mucho menos que el del
Hombre del saco porque muchas veces habíamos visto de qué lo llenaba);
aparecía, como iba diciendo, con su saco colgado de la espalda, encorvado y
lento, con la mirada dividida entre el alquitrán de la carretera y los árboles
de la orilla del Duero, donde los pájaros parecían darle también la bienvenida.
Su primera parada siempre era el Puentico del Carruco, por el que, a
aquellas alturas del año, ya no fluían las aguas de las lluvias propias de
abril. A su sombra el vagabundo se dedicaba a su primer despioje. Todo cuanto
hacía formaba parte de un extenso ritual que nos fascinaba. Su recorrido y sus
acciones eran de lo más pintoresco y aleccionador. Tras el despioje en el
Puentico, seguía su marcha hacia nuestro barrio para instalar su vivienda de
temporada en el portal del Comedor de Ancianos, que el Servicio Social había
tenido abierto hasta hacía poco y que ahora no era más que un montón de ruinas.
En el portal, lugar que aún se mantenía en pie de verdadero milagro, el
tío Tizas extendía su manta sobre uno de los bancos de piedra que flanqueaban
la desportillada puerta, abría su saco y se preparaba el almuerzo con dos
trozos de pan y achicoria, cuyo olor característico flotaba a cien metros
a la redonda, en cuanto hervía el agua del bote que llevaba siempre consigo.
En el saco del tío Tizas había de todo y al final del día le servía de
almohada en aquel lecho duro formado por el piso del portal del Comedor de
Ancianos.
Tras el breve almuerzo, recogía todo, limpiaba el suelo, arrinconaba
debajo de los bancos de piedra los ladrillos del fuego y, echándose a la
espalda el saco y sobre el hombro la manta, salía del recinto y enfilaba la
carretera de San Francisco.
Antes de llegar a las ruinas del convento del mismo nombre, justo al
final de la huerta del Serranillo, bajaba al río por la cuesta que empieza allí
y acaba en la vereda del agua, para siguiendo la orilla recoger de los montones
de basura cualquier cosa que pudiera servirle. Nosotros le espiábamos desde la
carretera, asomados al pretil. No salíamos de nuestro asombro al ver con qué
paciencia y conformidad se agachaba sobre la basura donde escarbaba con un
palito en busca de cualquier cosa que pudiera serle útil.
Siempre acabábamos cruzándonos con él en el soto, junto a los volcados
tajamares del antiguo puente de San Atilano, nido de abejarucos y de sueños
infantiles. Entonces nos deteníamos a mirarle a los ojos, unos ojos donde
reinaba la paz y la comprensión. Sonreía mientras aguantaba nuestras miradas con
una sonrisa beatífica. Jamás cambiamos palabra alguna con él, pero en aquella
manera tan sincera que tenía de sonreírnos, mientras aguantaba nuestras
miradas, leíamos con claridad meridiana las palabras verdaderas de la vida, las
que hablan del bien y del mal, las que nunca se quejan de cómo aparecen las
cosas en el camino diario y las que aceptan como nuevas oportunidades que nos da la dura existencia para seguir vivos.
Espero que cuando lea todo
esto el amigo de la infancia que me acaba de dar la noticia de que nuestro
querido barrio, escenario de nuestras dichas y aventuras de antaño, va a ser
partido por la mitad para construir una carretera, vea resucitar en su corazón
la ternura hacia lo que vivimos allí cuando éramos niños, que eso siempre está
bien, quiero decir la ternura hacia lo que fue parte de nuestra vida; pero que
no se deje llevar por la nostalgia, que es la cosa más inútil que hay si se
quiere seguir viviendo.
En Agua vivida, 1979,
intenté retratarlo así:
“El viejo vagabundo aparecía
con la manta de siempre en
la arboleda
como la antigua, inexorable
rueda
del tiempo, cuando el verano
volvía.
Yo quería al tío Tizas. Lo
quería
lo mismo que al verano, la
vereda
del río, las azudas, la
arboleda,
las aceñas o el puente de la Vía.
Ya no puedo olvidar la alta
verdad
que repartió en mi infancia
su presencia
de pájaro de paso y sin
destino.
Añoro su lección de
libertad,
su estoico caminar, su
limpia ciencia
aprendida en el libro del
camino.
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