Después del viaje a Extremadura, estuve una
semana entera recordando todos y cada uno de sus pormenores, hasta que de
pronto me entró el mono de Tossa y no he podido resistirme a subir a este
pueblo marinero, que ya forma parte de nuestra vida. Sin embargo, antes de
seguir adelante, debo decir que a media semana, ocurrió un hecho inesperado que vino a compensar mi espera, y fue que una persona a quien quiero mucho me regaló una revista que acababa de encontrar en el Mercadillo de San Antonio, lugar muy frecuentado por ambos. Se trataba nada más ni nada menos que un número de la República
de las Letras, dedicado íntegramente a
recordar al admirado poeta zamorano Claudio Rodríguez a los
diez años de su muerte. Me hizo mucha ilusión. Abarca la portada la imagen del poeta, sentado
ante un paisaje marino, posiblemente perteneciente a la costa vasca donde solía
veranear en compañía de Clara, su mujer, que era originaria de allí. Y en el ángulo inferior izquierdo aparecen sobreimpresos los
cuatro versos siguientes del poeta:
“Como si nunca hubiera sido mía
dad al aire mi voz y que en el aire
sea de todos y la sepan todos
igual que una mañana o una tarde.”
En una primera ojeada a la revista, descubrí numerosas
ilustraciones referidas a la vida y a la obra de mi paisano, sin faltar
las que tienen que ver con Zamora, la ciudad del alma, incluida la pintura al
óleo del arista zamorano y amigo del poeta Antonio Pedrero, que decora la pared
principal del bar “La
Golondrina ”, de la Plaza
Mayor , en la que se ve, junto a las figuras humanas más
conocidas de la Zamora
del año 60 del siglo pasado, la de Claudio Rodríguez, casi un muchacho aún, con
un cigarrillo entre los labios junto a otro amigo común el escultor Ramón
Abrantes. En esa primera ojeada que dediqué a la Revista descubrí también varios nombres de escritores
que firmaban sendos artículos encaminados a pintar y recordar varios momentos
de la vida y obra del poeta homenajeado. Entre otros, los de Andrés Sorel, a
quien por otra parte se debe la dirección, diseño y maquetación del número en cuestión,
el 112, de abril 2009, Antonio Gamoneda, Jorge Rodríguez Padrón, Carmen Palomo,
Luis Ramos, A. L. Prieto de Paula, Ada Salas, José Manuel Diego o Jesús Hilario
Tundidor. Alguna cosa leí por encima de los artículos y de los poemas del
propio Claudio Rodríguez. Y entusiasmado con la idea de leer toda la Revista a fondo, me la he
traído conmigo a Tossa.
Antonio Gamoneda, en Recuerdos, habla de sus comunes “nocturnidades” y así nos hace partícipes de anécdotas
entrañables vividas con su amigo Claudio, como la que vivieron en Ávila una noche que volvían al hotel tras sus
libaciones de Baco y Claudio se empeñó en entrar dentro de un gran espejo que
encontraron en el rellano de la escalera para descubrir las verdades que les
ocultaba aquella noche, hasta que su mujer Clara invitó a ambos a que se
olvidaran de ello y se fueran a dormir. En otra nocturnidad, ésta sin la compañía de la mujer del poeta,
ocurrida en Alcalá de Henares tras una lectura poética, ambos empezaron un
recorrido de bebidas y rondas jugadas a los chinos, que perdió Claudio, el cual, buscando revancha, propuso dirimir las siguientes libaciones cantando letras que
solían cantar sus madres cuando ellos eran niños, como la siguiente:
“Al pie de un rosal florido
me hiciste tu juramento,
pero el rosal se secó
marchitado por el viento.”
El caso fue que, tras cantar algunas, Claudio acabó llorando. “¡Qué infantil pureza había
en su sentimentalidad”, exclama Gamoneda recordando el momento. Y luego añade
que Claudio llevaba siempre consigo una “inocente y dolorosa ternura”, para
concluir que, además de ser un poeta genial, era un “niño zamorano permanente.”
En Cuatro
postales y Claudio, Tomás Sánchez Santiago, comienza su particular
semblanza sobre el poeta de Zamora afirmando que, a diferencia de otros poetas
de su generación, como Biedma, Goytisolo o Brines, Claudio Rodríguez fue algo
así como el “mediador entre el mundo y el lenguaje del poema”. La primera
“postal” muestra a Claudio en 1977 en el Paraninfo del Colegio Universitario de
Zamora disertando sobre la poesía de uno de sus mentores, Vicente Aleixandre.
Durante la disertación leyó una carta y varios poemas del autor de Espadas
como labios. El articulista, que presenció el acto a media distancia,
prudentemente, recuerda a Claudio como “un ángel demasiado empaquetado en su
propio cuerpo”, y luego matiza más aún: “un ángel agitado dentro de un traje
azul marino.” El segundo encuentro fue en Salamanca, en 1978 ó 1979. Allí Sánchez Santiago saludó por primera vez a
su admirado Claudio Rodríguez, y se fijó en que llevaba el jersey al revés, con
el pico del cuello atrás. Iba a hacer una lectura de su poesía en el Colegio
Mayor “Ana Moragas”. La sala escogida
era discreta y apenas había más de doce personas. Pero Claudio leyó sus
poemas tranquilamente, sin prisas, con exactitud y manoteando como siempre para
ayudar a salir al poema. Cuando Sánchez Santiago recuerda aquella “postal”,
aparecen unidos dos recuerdos: el del jersey azul de pico puesto del revés y
aquella manera de leer sus propios poemas como si fuese un niño que jugaba a
atravesar palabras en el mundo”. La tercera “postal” se originó la vez que
ambos participaron en el jurado de un premio de poesía de las fiestas de San
Pedro de 1981, en Zamora, cuyo galardón era el Ajo de Plata. La cuestión es que
Claudio no se presentó a fallar el premio hasta pasado el banquete. Y lo hizo
reclamando para sí el mérito de haber dado con el poema ganador pues mientras
el resto del jurado sólo había leído los poemas seleccionados previamente por
manos blancas, él los había leído todos, todos, sin dejar uno. El problema se solucionó,
según dice Santiago, porque el poema que Claudio daba por vencedor coincidía
con uno de los seleccionados por el resto del jurado. Cosas de los jurados de poesía, de los que yo sé alguna cosa. Aquella misma tarde,
recordaron la intentona que habían sostenido ciertas instituciones municipales
para que el poeta y su mujer se viniesen a vivir a Zamora, pese a que entre las
autoridades zamoranas y el poeta había habido siempre reticencias que hacían
imposible la aceptación de dicha proposición y más porque ésta se había producido a
deshora. Concluye el articulista en que de aquella jornada recordaba sobre todo
la “doble frecuencia vital del poeta, entre la alegría irremediable y el
control insospechado del último alcance de las cosas de la vida, fueran éstas
un certamen poético de signo local o una propuesta municipal para venirse a
vivir a la ciudad.” El cuarto y último encuentro tuvo lugar en 1991 en Burgo de
Osma adonde le había invitado Santiago a leer por primera vez poemas de Casi una leyenda, el último libro del poeta, que había visto la luz de la imprenta por esas fechas. El caso fue que la noche
anterior a la lectura estuvieron bebiendo hasta las tantas y con el alba se
fueron todos a acostar. Y el articulista, temiendo que el poeta se durmiera o
se despistara y no apareciera a la hora de la lectura, que iba a tener lugar a
media mañana, decidió ir al hotel de Claudio a buscarlo sobre las nueve. Pero
no estaba. Se había ido al monte. Y lo encontró de regreso de él. Claudio, sin
inmutarse, le dijo que nada más entrar en la habitación escuchó a la calandria
y había bajado a ver por dónde andaba. “Le hechizaba la materia del alba”,
concluye Santiago. Y es que el alba para Claudio Rodríguez era la hora en que
la claridad viene del cielo.
La última lectura de la Revista que realicé en la
playa es el ensayo de Jorge Rodríguez Padrón titulado Rastros de la memoria. En él afirma que apenas había escrito acerca
de la poesía de Claudio Rodríguez, aunque siempre lo había tenido como un
maestro y que nunca se había desligado de él, “de su mundo poético y de su
moral como escritor”. Y menciona la fascinación que sentía por su primer poema,
aquel que comienza “Siempre la claridad viene del cielo”. Don de la ebriedad, su primer libro, es “un aliento silbado, que queda
apenas balbuciendo entre amor y muerte.” Claudio Rodríguez le dio otro aire a
la poesía, afirma Padrón, y fue el primero que se decidió “a llevar la palabra
hacia la aventura del conocimiento”. De ahí que la poesía del zamorano tenía
mayor exigencia: “el alumbramiento del poema hacía nacer, abría, el espacio del
pensar.” Continúa: “Él hizo que las cosas estuvieran en el poema, que el poema
permitiera verlas y nos dejara pensar sobre ellas”. Más: “La poesía sólo puede
ser una búsqueda del resplandor definitivo”. Y esa búsqueda debe ser
predisposición a darse y dejarse poseer. Por eso concluye: “La poesía exige
perderse en la complejidad, en el misterio de las cosas y del mundo, e ir a
tientas hasta la palabra precisa que ha de alumbrarlo.” Y acaba citando al
propio Claudio Rodríguez: “El poeta busca asimilar e identificarse tanto con el
objeto del poema que llega a un punto en que su personalidad se desvanece en
ese proceso creador.”
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