y 25.
No quiero terminar sin dedicar unas palabras al recuerdo de Quique, que en aquella ocasión se quedó sin oír en directo la voz de la Máxima Autoridad, bello sacrificio que sin duda alguna redundaría en sus méritos personales. Buen espíritu, en dos palabras, tan necesario para agradar a la Máxima Autoridad, meta y camino de sus actividades.
No quiero terminar sin dedicar unas palabras al recuerdo de Quique, que en aquella ocasión se quedó sin oír en directo la voz de la Máxima Autoridad, bello sacrificio que sin duda alguna redundaría en sus méritos personales. Buen espíritu, en dos palabras, tan necesario para agradar a la Máxima Autoridad, meta y camino de sus actividades.
Quique, originario de Badalona, era maestro y daba
clases en Elemental con verdadera dedicación. Numerario ejemplar, solía repetir
y poner en práctica una de las normas referidas a la discreción, recogidas en
el opúsculo escrito por la Máxima Autoridad que casi nadie observaba: “La buena
administración ni se ve ni se oye”. Quique hablaba, actuaba, servía a los demás
sin pregones ni heraldos. ¡Qué diferencia había entre él y otro numerario tan
soberbio y quisquilloso como Molino, que cualquier iniciativa que emprendía al
momento alguien, si no el mismo, se encargaba de darla a conocer a los cuatro
vientos! En cambio, Quique entraba en las clases y sólo se ocupaba de dar la
lección como Dios le daba a entender. Y si entraba en el Oratorio se recogía en
un lugar retirado, lejos de los bancos del altar, y allí se componía a solas
con su alma. Y si cantaba una canción durante la fiesta de Navidad de
profesores o recitaba algún poema que previamente me había pedido, pues cantaba
y recitaba poniendo en ello lo mejor que tenía.
Dada su forma de ser y su discreción probada, apenas
contaba nada que no tuviera que ver con su profesión. Por ello, algunos de
nosotros, los que nos llevábamos bien con él, empezamos a apreciarlo más el día
en que Juanmari nos contó la desgracia que pesaba sobre la familia de Quique. Se
ve que una hermana melliza suya había contraído de muy joven una enfermedad
atroz que la fue consumiendo poco a poco hasta postrarla en la cama para
siempre sin haber cumplido aún los treinta años. Y ahí no acabó su dolor
porque, declarado un incendio en la casa donde agonizaba, nadie pudo evitar que
su cuerpo fuera devorado por las llamas. Juanmari me confió que, desde
entonces, en la cartera de Quique hay dos estampas juntas: la de su hermana y
la de la Máxima Autoridad.
Quique pasaba inadvertido en el Colegio, como todos
los que realmente cuentan a la larga en la memoria de las gentes. Para mí Quique
formaba parte del grupo auténtico del Colegio, y no contaba para esta
clasificación ser o no “religioso”, ni el que de vez en cuando me pidiera
alguna poesía mía indicada para niños, para hacérsela aprender de memoria y
escribirla en sus cuadernos con letra caligráfica. Un día me enterneció al enseñarme
una postal que había encargado hacer a los chicos a partir de mi poema La
escoba. Se trataba de dos viñetas a todo color. En una de ellas
aparecía una escoba estilizada que bailaba entre restos de papeles y en la
segunda, una bruja cabalgando a lomos de otra escoba. Y en forma de caligrama, el
texto de la poesía:
“La escoba siempre arrastra
los pelos por
el suelo;
su cuerpo,
tieso y flaco,
barriendo mira
al cielo.
Furiosa el
polvo empuja,
y dicen que de
noche
sobre ella va
una bruja.”
Le di las gracias emocionado. También montaba algunas clases de Lectura y
Ortografía con mi Copla del cisne:
“Sobre la línea del agua
el cisne blanco
es un dos,
un dos de tiza
que nada
y se arrodilla
ante Dios.”
Lo que más me gustaba de Enrique era la serenidad que
respiraba su persona y la conformidad con que se entregaba a su trabajo y
quehaceres cotidianos sin decir “ya lo he hecho” o “aprended de mí a hacer las
cosas". Evidentemente, seguía su
norma interior: “Las buenas obras son para hacerse, no para pregonarse.”
***
Ahora ya pasó todo aquello. La pesadilla y el túnel son sólo recuerdos, recuerdos que se van difuminando poco a poco ante los eventos que van sucediendo alrededor de nosotros, los del grupo que un día empezamos nuestra senda laboral en aquel colegio privado con nombre de sendero, pura contradicción. ¿Sendero de qué?, ¿adónde conducía?
Hace unos días acompañábamos a Llerón en un pequeño
homenaje que la Escuela Pública donde trabajaba le dedicó el último día del
curso, a punto de jubilarse. Yo mismo, para tal ocasión, escribí unos versos
parodiando los que Machado dirige a su amigo José María Palacio en Campos
de Castilla. Con ellos
quiero dar carpetazo a los fantasmas de aquel pasado, afortunadamente ya lejos
de nuestras vidas tranquilas de ahora, en que estamos felizmente jubilados:
“Escucha, viejo amigo,
¿quedó por fin
la tiza a buen recaudo
al fondo del
cajón de lo vivido?
¿Quedó por fin
cerrada la ventana
que daba a la
arboleda de tu horario?
¿Aún sigues sintiendo
la luz fiel
de los ojos
alumnos en tu espejo?
Es algo que no
muere. Todavía
está reciente
el aire que lo mueve.
Aún respira
tu alma los
aromas del oficio.
Pero todo algún
día pasa y teje
su nido en la
memoria y pone huevos
de pálida nostalgia.
También tú
vivirás lo
agridulce de esa hora.
Los ecos, no
las voces; el reflejo
del alma en la
corriente. Pero ahora ,
Llerón, mi viejo
amigo,
disfruta de
esta magia, de este gozo
que da el saber
que has hecho los deberes
con alta nota. Brillan todavía
en tus manos
las uvas que plantaste.
Bebe el vino de la satisfacción,
que el recuerdo
es la copa ya bebida.”
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