Capítulo V
Me confunden con otro hombre
Domingo, 17 de
mayo
El barco llega a Génova a las 7 y media de la mañana. Se
oyen sus motores mientras todo él se estremece bajo nuestros pies. Está
entrando en la dársena del puerto acompañado de una pequeña bandada de
gaviotas. En el muelle de enfrente un barco viejo, oxidado, recuerda, atracado a
él, mejores tiempos. El Fantasía, este gigantesco hotel flotante en el que
estamos viviendo, maniobra lentamente buscando su perfecto acoplamiento,
mientras la ciudad natal de Colón baila alrededor con su silueta característica
y el sol matutino entra de rondón en el camarote. Aparece, al paso lento del
nuestro, el transatlántico Caribbean Princess, que ya lleva atracado un tiempo,
cuya inmensa y bella mole cautiva nuestra mirada. Abajo, en el muelle, aguardan
con las maromas en las manos para atracar el Fantasía los empleados de la
naviera. Noto que el barco está ansioso por extender su pasarela a nuestros
pies para ponernos en contacto con la ciudad. Yo también estoy ansioso por
visitar Génova.
Y ahora, pasada la una del mediodía, estamos de vuelta
de nuestra visita ante la hermosa fachada de la Estazione Maritima, junto a la
enorme hélice dorada que sirve de monumento a la marina. Tras la presentación
de la cruise card y la identificación correspondiente, buscamos con alivio el
ascensor que nos lleva a nuestro camarote. Y en el balcón, ahora en sombra, y a
la vista de la fachada posterior de la Estazione, tomo asiento para escribir lo
que recuerdo de la visita a la ciudad.
Una vez que cruzamos la estrada, avistamos la Via
Pré y por ella andamos unos metros hasta el Mercado Comunale. Por la escalera
pegada al pretil descendemos hasta la concurrida Via Gramsci y caminamos por la acera hasta llegar
a la altura del Galeón de Neptuno, que está atracado al otro lado de carretera
y cuya imponente estampa (mascarón de proa, casco, mástiles, jarcias y demás
componentes) me recuerda uno de aquellos que se usaban en la época del
descubridor de América para dominar los mares. Cruzamos la Vía y durante unos
minutos examinamos su enorme volumen. Después curioseamos aquí y allá por el
bullicioso paseo entre vendedores ambulantes y llegamos hasta la plaza de San
Jorge. Curiosa mezcla entre las pinturas exquisitas del exterior del Palacio
del mismo nombre y el rastro casi miserable que se extiende a sus pies donde se
venden objetos y prendas de vestir de cuarta, quinta o enésima mano. Algo más
adelante enfilamos la calle de San Lorenzo hasta dar con la hermosísima
catedral de su nombre. El santo mártir y su famosa parrilla aparecen en el
tímpano de la entrada principal mientras que en los extremos de su bellísima
fachada, construida entre los siglos XII y XIV y con elementos góticos y
románicos (la torre del campanario y la cúpula son del siglo XVI), dos
soberbios leones de mármol son montados por chiquillos ante la pasiva mirada de
sus padres (¡qué le vamos a hacer!, el incivismo está a la orden del día y la educación de los padres y tutores de los pequeños en total penumbra).
Preferimos
contemplar el interior del templo. Enseguida llaman la atención, entre otros
detalles, los arcos subidos sobre otros que sirven para separar la nave central
de las laterales, el mármol verde y blanco tanto en arcos como en columnas, el
colorido del rosetón y las vidrieras, los sepulcros y sus magníficas estatuas,
el órgano con puertas abiertas decoradas con bellas pinturas, la bóveda de
estucos y medallones que rodean los frescos de Tavarone…, todo formando una
sinfonía arquitectónica solemne pese al gentío que entra y sale, deambula aquí
y allá portando cámaras de fotos (yo no me excluyo: si no añado a la
información escrita previa que llevo conmigo la gráfica del instante vivido
estoy absolutamente perdido); lo que no soporto de ninguna manera son los
comentarios en voz alta que unos y otros hacen a mi lado casi en el pabellón de
mi oreja. Menos mal que la belleza es incorruptible.
Y salimos de la catedral
para seguir subiendo. Algo más arriba, a la izquierda, damos con el Palazzo
Ducale, en la piazza Matteotti, ocupada por un mercadillo de alimentos
artesanales. El palacio fue sede del gobierno de la República y hoy de grandes
eventos, exposiciones y actividades de prestigio. Teatro, pintura, mucha luz y
claustros lisos, casi minimalistas, hechos sólo para buscar la paz y el
equilibrio, paréntesis entre los actos encaminados a la recreación del
espíritu. Tras dejar atrás el Palacio, llegamos a la Plaza Ferrari. La
sensación fue ver en el centro la fuente con un chorro de agua rosa, detrás la
fachada circular de la Bolsa y a la izquierda la estatua ecuestre de Garibaldi
defendiendo las columnas del Teatro de Carlo Felice. Por el XII de octubre
bajamos hasta encontrar escondido en un jardín particular la réplica blanca del
David de Miguel Ángel. Foto obligada, lo mismo que en otros sitios, camino ya
del paseo marítimo, como la Puerta Soprana, la efigie de Elvis Presley en la
entrada de un bar próximo o, ya en el muelle, la esfera de la vida frente al
acuario y junto a la hélice gigantesca que reposa delante de la Estazione
Maritima. Aún hay tiempo de cruzar nuevamente la estrada y enfilar la Via
Garibaldi para acercarnos al Palacio Blanco y admirar las pinturas de Veronese
y Caravaggio, entre otros, especialmente su magnífico Ecce Homo. Algo cansados volvemos a la Terminal. El Fantasía parece
desde fuera un animal fabuloso que espera sorprender a cada instante al
pasajero que va a entrar en su grandioso vientre. Como un Jonás voluntario,
entro en él en busca de nuevas sorpresas, pese a llevar tres días a bordo y
haberlo visto casi todo.
Es la hora de comer y lo hacemos en Il Cerchio D’Oro.
Nos acompañan dos parejas españolas, una andaluza y otra madrileña, que, por lo
visto comparten mesa por la noche. A una pregunta, contestamos que es nuestro
primer crucero y en seguida se turnan las dos parejas para hablarnos
excelencias de los cruceros que han realizado. Luego dicen que se han quedado
en la zona de las piscinas disfrutando del agua, el sol y los refrescos. No han
bajado a ver Génova porque ya la conocían de otras veces, añade el hombre
andaluz, que aprovecha para quejarse de algunos servicios del barco, a lo que
el madrileño intenta quitar hierro diciéndole que ha debido de haber algún
malentendido por culpa del idioma, que los camareros son muy simpáticos y bla
bla bla. Se interesan por nuestra procedencia y al conocerla nos preguntan
sobre el tema del independentismo catalán. Preferimos emplear generalidades para evitar
que la comida nos siente mal.
A las cuatro y media de la tarde, después de haber tomado
el café y una averna con hielo en El Capuchino Bar y de subir al camarote a
reposar un poco, decidimos subir en bañador a la zona de las piscinas a tomar
el sol y si hay sitio a probar las burbujas del jacuzzi. Con las toallas
naranjas bajo el brazo alcanzamos la cresta del animal fantástico, que a esas
horas está bastante habitada por gente medio en cueros. Buscamos un par de
hamacas vacías, extendemos las toallas y nos colocamos adecuadamente sobre
ellas. Al poco rato, ya no puedo aguantar más el calor y me acerco a la barandilla superior. Me apoyo en
ella notando en la cara la brisa del mar. Es agradable mirar desde aquí arriba
cuanto se nos ofrece a los ojos. Abajo, enfrente mismo, se abre el jardín de un
palacio. Hay una fuente rematada con una estatua, posiblemente un dios marino,
Neptuno tal vez (es uno de los motivos estatuarios más recurrentes), acompañado
de dos caballos del mar; en los paseos del jardín deambulan como hormigas en
busca de su hormiguero unas cuantas personas. Al fondo del jardín nacen dos
escalinatas que se juntan en la explanada donde se levanta el palacete, en el
que destaca el juego de arcos y columnas de la fachada principal. Detrás de
éste asciende la montana hasta un cielo azul apenas habitado de unas nubecillas
desleídas como gasas desprendidas de un vestido turquesa, y en la ladera verde
de la montaña brotan aquí y allá casas blancas, torres de iglesias y otros
palacetes. De vuelta a la hamaca opto por meterme en el jacuzzi junto a tres
jóvenes italianos que hablan sin parar. Me relajo. Luego llega mi mujer y hace
lo mismo y los tres jóvenes siguen metidos en las burbujas sin hacer intención
de salir del jacuzzi. Nasi y yo intercambiamos unas palabras sobre el asunto y
decido dejar la pequeña piscina circular y regreso a la hamaca. Tomo el
cuaderno y me pongo a escribir un párrafo sobre la poca atención y la nula
generosidad que mostramos las personas con los demás cuando estamos en un sitio
común, llámese jacuzzi o sauna o chorros de agua caliente en un SPA, al que de
pronto consideramos de nuestra absoluta propiedad. En ese momento llega mi
mujer con parecido talante al mío añadiendo que aún siguen los tres jóvenes
italianos metidos en el jacuzzi. Cierro el cuaderno.
“¿Sabes lo que te digo? Que hemos venido aquí a
pasarlo lo mejor que podamos. Olvidemos a esos caraduras y, en compensación,
tomemos un batido bien fresco. ¿Qué te parece?”
A mi mujer le parece estupenda la idea. Se tiende al sol
sobre la hamaca y yo me levanto para acercarme a la barra del Gaudí Bar.
Mientras espero a que el camarero venga a atenderme, se me acerca el hombre
alto y gordo, ahora más gordo que nunca por estar en bañador (podría nadar sin
moverse por los michelines que tiene en la cintura, pienso al instante). No me
sorprendo lo más mínimo porque creo que ha venido como yo a pedir algo al
camarero sudamericano que anda detrás del mostrador. Pero no. Al parecer soy yo
el centro de su atención. Me mira con descaro unos segundos y está a punto de
abrir la boca cuando el camarero sudamericano me pregunta qué quiero tomar.
Respiro con alivio. Con la carta abierta por la página de los batidos, le
señalo un Mango Sunrise y una Piña Colada. El camarero se pone a hacerlos y yo
miro de reojo al hombro alto y gordo con michelines. Vuelve a mirarme
descaradamente y enseguida abre la boca para decirme:
“¿No nos hemos
visto antes?”
Le contesto que es posible, en el barco, en el autobús
de Marsella…
“No, no; me refiero a Barcelona. ¿No es usted Sebastián
Cárdenas, el crítico de arte del Eixample?”
Niego con la cabeza mientras pienso que es una manera
muy extraña de entablar una conversación tan lejos de Barcelona, en un crucero
de relax. Lo mejor hubiera sido hablar del confort del barco, de las comidas o
de las propias excursiones en tierra, qué sé yo… Pero él sigue con lo suyo.
“Juraría con la Biblia delante que usted es Sebastián
Cárdenas. Es clavado. El pelo blanco, gafas de Prada, bigote y perilla,
delgado, de una estatura así como la suya, hasta me pareció que tenía su mismo
andar, algo encorvado y titubeante. En cuanto lo vi subir al barco el viernes
pasado, me dije qué suerte he tenido al encontrarlo aquí. Así me desharía de un
peso que llevo encima desde hace meses.”
Le oía sin escucharle realmente, pero al decirme que
había tenido suerte en encontrarme a bordo y que desharía de un peso que
llevaba encima desde tiempo atrás, confieso que despertó mi interés, si bien
quedó sólo en eso. Así que cuando, después de mostrar al camarero mi cruise
card y tomar los dos batidos solicitados, me retiraba de la barra, le contesté
simplemente, aunque enseguida me arrepentí:
“Siento no ser ese crítico de arte que dice”.
Y lo dejé con la boca abierta.
Al llegar a las hamacas, le dije a mi mujer que acababa de
cruzar unas palabras con el hombre gordo y sudoroso del autobús de Marsella.
“¿Qué quería?”
“Nada, me ha confundido con otra persona.”
“Pues asunto zanjado”.
“Eso, asunto zanjado”, y le di la Piña Colada.
A las seis de la tarde, casi a la misma hora de ayer,
el Fantasía abandona la dársena acompañado del barco piloto y una pequeña
bandada de gaviotas que más tarde, cuando el barco entre en mar abierto,
también volverán al puerto. Dentro de un rato se volverán a quedar solos el mar
y el transatlántico. Y la noche, más sola todavía, sumirá a los dos en la calma
más absoluta. Pero dentro del Fantasía, en su vientre habitado, seguirán
latiendo los corazones de los pasajeros, sonando la música en los rincones más
románticos y la explosión de aplausos y sonidos en el Teatro, como un mágico
paréntesis sin tiempo, en un recinto aislado, cubierto, lujoso y seguro, que se
desliza sin prisa sobre los múltiples y misteriosos senderos del mar, y en su
exterior iluminado por luces de esperanza.
Antes de ir al Teatro, como cada tarde, tomamos
nuestro cóctel correspondiente y nos damos un paseo por la cubierta 7 viendo al
sol ponerse en lontananza, mientras sobre nuestras cabezas los botes salvavidas
(leemos que cada uno tiene una cabida de 150 personas) adornan la seguridad del barco.
El espectáculo de hoy es una nueva exhibición del estupendo
equipo de animación del Fantasía, que ha puesto en escena una recreación
musical, bailarina y circense (ya nos tienen acostumbrados a este tipo de
acrobacias y coreografías) de El Zorro, el mítico aventurero. Lo mejor, a mi
parecer, ha sido la interpretación de la virtuosa violinista.
Y la cena en Il Cerchio D’Oro. Con la confianza en
aumento, las conversaciones de los comensales tratan, no podía ser de otro modo, de más viajes, de lugares que se han
visitado y otros que se piensan visitar, de hoteles, de coches que se alquilan
en los diversos desplazamientos, de AVES y trenes de alta velocidad y, claro,
de cruceros. Y surgen las inevitables comparaciones y, para que no se moleste
nadie con afirmaciones demasiado contundentes o partidistas, aparecen los
silencios repentinos, las palabras a medias. Pero ya digo que aún así la
confianza (que siempre acaba dando asco, como dice el refrán) va aumentando
entre nosotros de plato a plato, y brotan por generación espontánea los chistes
y juegos de palabras algo subidos de tono. Todo vale al parecer en un viaje en
barco de ocho días hasta cierto punto compartido, menos contar secretos. Al
menos de momento (ya llegarán).
Tras la cena, la pareja de Madrid nos ha acompañado al
baile de L’Insolito Lounge, del deck seven. Hemos pasado un rato muy agradable,
tanto en el rincón que ocupábamos tomándonos unas copas como en la pista de
baile marcándonos unas cumbias tocadas y cantadas magistralmente por la
orquesta de turno.
Y ahora, pasada la una de la madrugada (¡vaya vida
para unos modestos y tranquilos jubilados!), ya recogidos en la paz de nuestra
cabina, redacto velozmente estos apuntes antes de meterme en la cama. Mañana
toca Nápoles. Mientras lo pienso, me doy cuenta de que los poderosos motores
del Fantasía siguen temblando bajo mis pies (nunca están quietos) camino de
Nápoles. Este gigantesco complejo turístico que avanza majestuoso surcando la
inmensa espalda del mar Tirreno.
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