Capítulo VIII
Cita en la Catedral
Miércoles, 20
de mayo
Antes de las siete de la mañana me despiertan los
fuertes temblores y los zumbidos de los motores del Fantasía. Me tiro de la
cama y acudo al balcón. Descorro un poco las cortinas y descubro que ya ha
amanecido. El sol es como un limón exprimido sobre el mar. El fuerte de San
Elmo de La Valeta se acerca a la embarcación. Según la información que poseo,
es una de las fortificaciones que sobrevivió al sitio de 1965 (había sido
construida por los caballeros de la orden de San Juan para defender el puerto
de Malta). La silueta característica de la capital de Malta, torreones,
cúpulas, campanarios… se ofrece sin ningún pudor a mis ojos adormilados. La
ciudad que defendió Jean Parisot de la Vallette (de aquí el nombre de la bella
ciudad) contra los otomanos en 1565, aguarda impaciente nuestra visita. El
barco finalmente atraca de cara a la ciudad, en un muelle que tiene al otro
lado un recoleto puerto lleno de yates de recreo. Enfrente, se extiende una
hilera de edificaciones barrocas, cuyas fachadas aparecen troqueladas por
puertas, ventanas y balcones parecidos y de colores vistosos, que en su mayoría
son bares y tiendas de recuerdos y ropas. La hilera barroca está rematada por
un medallón que contiene la efigie de un personaje histórico, que bien puede
ser la reina Victoria.
Subimos a desayunar al Zanzibar de la planta 14, desde
cuyos enormes ventanales disfrutamos de unas vistas incomparables del mar, del
puerto y la ciudad. En una de mis idas y vueltas por el buffet en busca de
alimentos, me toca en el brazo el hombre alto y gordo y, tras dedicarme una
sonrisa enigmática, me pregunta si voy a desembarcar para visitar La Valeta. Le
contesto que sí.
“Estupendo,
señor Cárdenas”, la risa es ahora amplia y clara. Yo también voy a bajar. ¿Qué
le parece si nos vemos en la puerta de la catedral de San Juan, dentro de dos
horas? Tengo algo muy importante que enseñarle allí.”
No sé qué decirle y él cree que mi silencio es un sí.
“Estupendo, señor Cárdenas”, dice frotándose las
manos. “No se arrepentirá. Hasta dentro de dos horas. No lo olvide: en la
puerta de la catedral de San Juan.” Y cogiendo un plato de la pila de un
extremo del buffet se va al otro para llenarlo de embutido.
Desconcertado, vuelvo con un plato casi vacío a la mesa donde me espera mi mujer.
“¿Eso vas a desayunar?”, me pregunta. Miro al plato y
veo una loncha de queso y una cucharadita de cereales.
“Ese hombre me saca de quicio” , intento justificarme.
“No me digas que te lo has vuelto a encontrar.”
“Sí y he quedado con él para dentro de dos horas delante
de la catedral de La Valeta.”
Mi mujer se levanta.
“Olvida a ese loco. Siéntate y espera a que te traiga
más cosas para desayunar. Y olvídalo.”
Mi mujer se marcha a buscar comida, y yo me quedo
mirando al mar como un tonto mientras viene a mi mente la información que
traigo aprendida sobre la catedral de San Juan.
Media hora más tarde, tras desayunar abundantemente
gracias como siempre a mi mujer, nos echamos a la aventura de descubrir La
Valeta por nuestra cuenta y riesgo. Rehusamos a los taxistas que nada más salir
de la explanada del puerto vienen a nuestro encuentro para ofrecernos sus
servicios; pasamos de los autobuses que anuncian visitas por toda la isla de
Malta, y también de los carros tirados por mulas de los que anoche nos hablaron
durante la cena el matrimonio canario y que, en fila, bajo un olor a excremento
de caballería, a estas horas de la mañana ya insoportable, esperan impertérritos
la llegada de futuros clientes. Así que en el coche de San Fernando, un rato a
pie y otro andando, enfilamos la rampa que conduce a la Puerta de la Victoria.
Es el modo más adecuado de afrontar la visita de una ciudad tan históricamente
religiosa llena de Vírgenes y Santos, cuyas estatuas presiden la mayoría de las
esquinas de sus empinadas calles. Salvada la tan hermosa como monumental Puerta
de la Victoria, ya en el primer cruce de calles nos topamos con un cura, cruz
enorme al pecho, que cambia unas palabras en español con nosotros y nos
responde que vamos muy bien por donde vamos hacia el centro de la ciudad. La calle, como la
mayoría, está empinada y escalonada, dos opciones para subir sí o sí al corazón
de La Valeta.
Recuerdo el momento escribiendo estos apuntes, cuatro horas
más tarde, en un velador de la Piazza de San Giorgio, ya de vuelta al Fantasía,
junto a la fuente blanca que charla incesantemente. He aquí algunas sensaciones
de la visita, expuestas aquí sin orden ni concierto: las ya mencionadas
estatuas religiosas de las esquinas (indicador inequívoco del lugar donde se
encuentra el turista), los constantes cruces de las calles en todos los puntos
cardinales de la ciudad, subiendo o bajando (la omnipresente Cruz de Malta), el
barroco constante de los palacios y los templos que salpican la ciudad con sus
recargadas fachadas, campanarios y cúpulas, la variopinta calle del Mercado (donde, todo sea dicho, nos topamos con la mujer del hombre alto y gordo), la magnífica y amplia
plaza del Palacio de Armas y la Embajada de Italia frente por frente y los
surtidores de las fuentes que brotan del pavimento para refrescar el sofocante
ambiente del lugar, el teatro y sus ruinas “adecentadas” con grandes vigas de
hierro en la explanada donde el bronce de La Vallette aguanta estoico (así
cualquiera) la calima en lo más alto de la ciudad, armado hasta los dientes
además por si se repite el ataque otomano de 1565…, y en medio, la anglicana
iglesia de San Paul, con su esbelto campanario y su enorme cúpula azul, en lo
externo, y su interior magnífico donde resonaban los solemnes repiques de sus
campanas…
Mientras tomamos el habitual vermut antes de ir a
comer, no puedo dejar de recordar los dos encuentros que tuvimos en nuestra
visita personal de La Valeta. El primero de ellos tuvo lugar en la calle del
Mercado (que se llama así en inglés y reza en la placa de la esquina). En uno
de los puestos descubrimos unas prendas de vestir que bien podían servir para
llevarles un recuerdo de Malta a nuestros dos nietos. Y mientras mi mujer
observaba unas camisetas blancas con un pirata que llevaba un pañuelo rojo en
la cabeza con numerosas cruces de Malta blancas dibujadas sobre él, oí una voz
conocida a nuestro lado. Era la esposa del hombre alto y gordo. Iba
acompañada de la mujer de siempre y, tras saludarnos, me cogió del brazo y me
llevó con delicadeza hasta la acera. Allí, muy seria, me habló de la fijación mental de su marido y
añadió:
“Por favor, no deje de ir a San Juan, a la Catedral. Escúchele lo que
tenga que decirle y sígale la corriente. Tal vez así, se le pase algo… lo que
le tiene obsesionado.”
Preocupado por el cariz que estaban tomando las
cosas, le pregunté qué le pasaba a su marido.
“Esquizofrenia”, me dijo en voz baja. Y la palabra se
quedó dando vueltas en mi cabeza chocando en todos los recovecos de mi cerebro.
“Pero es una esquizofrenia inocente”, me aclaró
enseguida. “Una esquizofrenia que sólo sale a relucir de vez en cuando. Los
trastornos psicóticos no son graves. Los síntomas se reducen a pequeñas
distorsiones del pensamiento, de la emoción y la manera de percibir la
realidad…”
No me quedé tranquilo, sin embargo, con sus palabras.
“¿Y cómo percibe la realidad?” La mujer se llevó un
dedo a los labios como intentando escoger las palabras que por ellos iban a
salir y me espetó sin ningún miramiento:
“Experimenta alucinaciones…, quiero decir que a veces
escucha o siente cosas que los demás no escuchamos o sentimos.” Se arrepintió
enseguida de lo que había dicho y procuró arreglarlo con esta explicación, que
me pareció peor que lo anterior:
“Tiene, ¿cómo podría decírselo?, tiene delirios,
extrañas ideas contrarias a la realidad o a lo que cree el común de los
mortales. Sus emociones sufren pérdidas de hábitos o de interés, aislamiento
social, irritabilidad, depresión…”
Estuve a punto de decirle que, oído lo que acababa de
decirme, no tenía ningunas ganas de acudir a la cita de su marido en la puerta
de la catedral de San Juan, que estaba de viaje de placer con mi mujer y mi único deseo
era pasármelo lo mejor posible y hacérselo pasar a ella, sin que ningún
sobresalto viniera a estropearnos el crucero.
Pero no me dejó, la mujer me tocó suavemente el brazo
y añadió con tono delicado:
“Por favor, sólo quiero que mi marido no sufra una
grave recaída, y a usted no le cuesta nada darle el gusto de seguirle la
corriente haciéndose pasar por esa persona que dice que es usted. Por favor se
lo pido.”
Y sin esperar mis palabras se reunió con su compañera.
Regresé también yo junto a la mía, que ya había comprado dos camisetas para
nuestros nietos y, al verme, me preguntó si me gustaban. Le contesté que sí
agradeciéndole de todo corazón que no me preguntara nada sobre la mujer, que en
ese momento se disponía junto con su amiga a cruzar de acera, no sin antes
decirnos con una sonrisa:
“Adiós, señores, que ustedes disfruten del paseo.”
El segundo encuentro tuvo lugar bastante más tarde y
surgió de la manera más fácil para los dos, quiero decir para mi mujer y para mí.
Todo sucedió del modo siguiente. Al llegar a la calle de Santa Lucía, mi mujer
quiso entrar en una tienda de calzados a buscar alguno que le gustara y le
viniera bien. Como teníamos tiempo, acordamos que, mientras ella se quedaba en
la tienda buscando lo que quería, yo me acercaba a la vecina catedral de San
Juan, e echarle un vistazo a la fachada y a su interior si estaba abierta.
“En veinte minutos estoy aquí”, le dije para no preocuparla. Me miró con esa mirada
que sólo tiene ella, una mirada que dice a la perfección lo que ronda por su
cerebro, y me dijo sonriendo:
“Finalmente, te vas a encontrar con ese hombre, ¿no?”.
Afirmé con la cabeza.
“Vale, cariño, haz lo que creas conveniente. Que te vaya bien. Y ten cuidado”.
Volví a asentir, le di un beso y repetí:
“En veinte minutos.” Y tras verla entrar en la
zapatería, seguí mi camino hacia el templo. A los pocos metros tropecé con un
grupo del barco dirigidos por una guía turística, en el que iba el
madrileño. Le pregunté por su mujer y me dijo que se había hecho amiga de
otra y que debía de andar por allí. También le pregunté por la excursión
que habían contratado en la agencia y muy rápidamente me contestó que habían
visitado M’dina, una bonita población de Malta. Nos despedimos, y tras andar
unos minutos más desemboqué en la plaza de la Catedral. Los dos campanarios
flanqueando la fachada, las columnas de la entrada, los escalones… Allí, en la
puerta, estaba el hombre alto y gordo esperándome. Sonrió al verme llegar y
vino a mi encuentro. Traía un par de entradas en la mano.
“Gracias por venir. He comprado dos tickets para ver
los cuadros”, dijo mostrándome las entradas. “Ahora no hay nadie y podremos
hablar a nuestras anchas. Sígame.” No me dio tiempo a reaccionar y me colé tras él en el templo. No dejaba de pensar en cómo iba a terminar aquella extraña cita. Me
guió hasta donde estaba la para muchos mejor obra de Caravaggio en Malta, La decapitación de San Juan Bautista. El
santo aparece tirado en el suelo por el esbirro semidesnudo que, tras
degollarlo con la espada que yace a un lado, le sujeta el cuerpo con una mano
y con la otra empuña el cuchillo con el que se dispone a separar del todo la
cabeza del tronco; a su izquierda una mujer joven, sin duda Salomé, acerca la
palangana para recoger la cabeza del mártir, y una segunda, asustada ante lo que
está viendo, oculta la suya entre las manos; junto a las dos mujeres aparece
también en este grupo de la mitad izquierda de la pintura, iluminada por la luz,
otro hombre, vestido y con barba, que señala impasible el recipiente. En la
mitad derecha del cuadro, velada por las sombras, aparecen asomados a una ventana
otros dos hombres que contemplan la trágica escena, como si se tratara de un
espectáculo callejero.
“¿Ve esa
pintura?”, dijo sacándome de mi abstracción el hombre alto y gordo, “pues es
una copia; la original se encuentra oculta en algún lugar del Casino de La
Valeta, Tesorería General en tiempos de los ingleses, esperando a que alguien
la encuentre y saque del error a la gente del mundo del arte.”
Entonces
recordé las palabras de su esposa respecto a que no le contradijera y le
siguiera la corriente.
“¿Quién se lo ha dicho?”, le pregunté extrañándome
de mis propias palabras.
“¿Que quién me lo ha dicho? Caravaggio, el propio
pintor, me lo ha dicho. Y también me lo ha dicho Coleridge, el poeta inglés que
estuvo haciendo de Secretario General del almirante Ball en ese palacio que hoy
es el Casino.”
Lo decía todo tan convencido que me parecía verdad.
“¿Y cómo fue a parar allí?”, le volví a preguntar.
El hombre me miró
desconcertado. ¿Se había quedado sin palabras? Pero enseguida reaccionó, miró
al cuadro y me contestó de un tirón:
“Un amigo del almirante mandó hacer una copia del
cuadro a un artista local, tan hábil como dado a la bebida, al que mandó quitar
de en medio”, hizo un gesto de rebanarse el cuello con un cuchillo invisible,
“tras acabar la pintura. Su cuerpo apareció flotando en las aguas del puerto.
Luego el amigo del almirante Ball, ordenó suplantar el original por la copia y
llevarlo a los sótanos de la Tesorería para posteriormente llevarlo al mercado
negro del arte, donde pululan tantos originales.”
Miré la hora.
“¿Tiene prisa? ¿Tal vez le espera su mujer?”
Aproveché
la oportunidad de sus preguntas para asentir con la cabeza.
“No se preocupe. Acabo enseguida. Y allí quedó el
cuadro, en el sótano, junto a muebles desvencijados y tapices polvorientos,
hasta que se topó con él Coleridge un día que buscaba algunos documentos que le
sirvieran para documentar algunos artículos que pensaba mandar a un periódico
de Londres. Lo limpió y lo cambió de sitio, en el mismo sótano, con la
intención de dar a conocer su descubrimiento cuando concluyera la investigación
que inició entonces sobre La decapitación
de San Juan Bautista. Pero su adicción al opio, que aquí en La Valeta se
recrudeció y otras circunstancias ajenas al poeta, como el repentino regreso a
Londres para ocupar un cargo en la capital inglesa, le impidieron hacerlo.
Luego el olvido y el polvo dejaron las cosas como estaban, y el engaño sigue. Y
ahora sale usted, señor Cárdenas. Le he mostrado la pintura de Caravaggio y le
he dicho todo esto porque quiero que, como crítico de arte mundialmente
reconocido que es, denuncie el hecho en los medios a los que por su autoridad tiene
acceso: la prensa extranjera, la televisión, Internet… ¿Querrá hacerlo?”
Miré de nuevo la hora.
“Sólo dígame que piensa hacerlo cuando acabe el
crucero. Y mi preocupación habrá terminado”, dijo y se quedó unos segundos con
la boca abierta aguardando impaciente mi respuesta. No tuve otro remedio que
prometérselo. Y mientras salíamos de la Catedral me siguió contando cosas de su
profesión y de los viajes que había hecho, y de su jubilación y de no sé
cuántos detalles más. Luego me dio las dos entradas y añadió:
“Por si quiere guardarlas como recuerdo”.
Las guardé en el bolsillo, le di las gracias y nos
separamos.
Lo recuerdo todo mientras escribo estos apuntes poco antes
de dar el último sorbo al Martini en la Piazza San Giorgio. Luego, en Il Cerchio
D’Oro, sentados a la mesa para comer y mientras el camarero indonesio que nos
ha tocado toma nota de nuestros platos, asistimos a los fuertes temblores del
Fantasía, que se está retirando del muelle donde estaba atracado. Las piedras
bellas y centenarias de La Valeta van quedando atrás. Dentro de un rato el
barco se hallará navegando mar adentro a una media de 22 nudos por hora, y
cuanto hemos vivido sólo unas horas atrás en la capital de Malta, palacios,
templos barrocos, cruces de calles, estatuas en las esquinas, columnas,
cúpulas, campanarios…, empezará a ser recuerdo, reflejo de unas fotos, pasado
que formará parte de la buena memoria. Comparten nuestra mesa dos mujeres
orientales y una pareja italiana. Cruzamos alguna que otra sonrisa con las
primeras y alguna palabra suelta con el matrimonio italiano. Y de repente, mis
ojos tropiezan, por encima de la cabeza de la mujer italiana, con los ojos del
hombre alto y gordo que, junto a su preocupada esposa y dos parejas más, ocupa
la mesa vecina. Mi mujer, que no pierde comba, también lo ve, sonríe en respuesta a
una sonrisa del hombre y luego baja la cabeza para centrar la mirada en el
plato que tiene delante. Y entonces en un susurro dice:
“Ese hombre otra vez”, y cambia de tono: “Por cierto,
aún no me has contado tu cita con él.”
Pruebo el helado que me han servido de
postre y le contesto sin levantar la vista del plato:
“Acabemos de comer, y luego, tomando café, te lo
cuento.”
La verdad es que a ese hombre lo encontrábamos hasta
en la sopa (literalmente). La última vez, cuando aún tenía en la memoria el
recuerdo de la comezón de la, no sé cómo llamarla, cita en la catedral de San
Juan, había ocurrido de vuelta al barco en la tienda de suvenires del puerto.
Estábamos mi mujer y yo, cada uno por un lado, curioseando aquí y allá en busca
de alguna cosa para comprarla como recuerdo, cuando descubrí una ranita de porcelana tocando
un saxofón, que inmediatamente pensé adquirirla para mi colección. Y no había
hecho más que cogerla del estante donde reposaba cuando oí a mi lado una voz
que me hizo dar un respingo:
“¿A usted también le gustan las ranas de adorno?”
Efectivamente, no se equivocan, era el hombre alto y
gordo. Le respondí que sí.
“Yo empecé una colección de ranas en mi tierra”,
empezó a hablar detrás de mí mientras me dirigía al mostrador a pagarla. “Pero
me cansé enseguida. Aún conservo un par de docenas. Si las quiere, son suyas en
cuanto lleguemos a Barcelona. Mi mujer siempre anda diciendo que le estorban. Y
si le soy sincero a mí también. Bueno, más que estorbar, me ponen de los
nervios. Una noche noté cómo todas ellas, tras abandonar la vitrina donde las
tenía, saltaban sobre mí en la cama y empezaban a lamerme el cuerpo por todos
los lados, y…”
No siguió hablando porque mi mujer se interpuso entre
él y yo y me dijo, disimulando:
“Por fin has encontrado la rana de tu viaje. Ni en
Marsella ni en Génova, ni en Nápoles, ni en Mesina encontraste ninguna que te
gustara. Y es aquí, en La Valeta, donde tienes esa suerte. Entonces, ¿ésta te
gusta?”
Asentí mientras se la daba a la dependienta para que
me la envolviera antes de pagarla. De reojo vi cómo el
profesor esquizofrénico salía del establecimiento para reunirse con su mujer,
que le esperaba fuera.
Algo más tarde, sentados en los cómodos asientos del
Capuchino Bar de nuestro puente favorito del Fantasía, y entre sorbo y sorbo de
la digestiva Grappa afinatta, empiezo a hablar, ante la mirada expectante de mi
mujer:
“Ese hombre está enfermo, padece de esquizofrenia y ha
hablado con el pintor Caravaggio y el poeta Coleridge…”
Mi mujer me mira con gesto de no entender nada.
“Intentaré explicártelo mejor. Ese hombre, hasta
jubilarse, fue profesor de Arte en un Colegio privado de… creo que de Zamora. Por
lo visto aprovechaba las vacaciones de verano para hacer viajes de
investigación a Italia. Cuando se jubiló, se vino a vivir a Barcelona y…”
Mi mujer me interrumpe para preguntarme por su
esquizofrenia y yo le digo lo que me contó su esposa en la calle del Mercado.
“Claro, por eso habla con pintores y poetas, con ese
Caravaggio y ese otro… ¿cómo era?”
Sonrío de buena gana.
“Sí, el poeta inglés Coleridge. ¿Recuerdas el
palacio blanco que vimos por la mañana antes de desembocar en la Plaza del
Palacio de Armas, la de las fuentes…, el palacio blanco, hoy Casino, que tenía
una placa al lado de la puerta donde leímos que…”
Mi mujer asiente.
“Sí, ya recuerdo. La placa dice que allí estuvo
trabajando ese poeta inglés.”
“Exacto, cariño. Bueno, pues nuestro hombre me ha
dicho que Coleridge y Caravaggio se han puesto en contacto con él para decirle
que una de las pinturas del pintor italiano ha sido suplantada por una copia, y
que la sustraída se encuentra escondida
en los sótanos del palacio donde estuvo trabajando el poeta durante un año.”
Antes de acudir a la clase de tango en L’Insolito
Lounge, acabé confesando a mi mujer que le había prometido finalmente al
profesor de arte jubilado denunciar la falsedad del cuadro de Caravaggio que se
expone como original en la catedral de San Juan en todos los medios de
comunicación habidos y por haber.
“Pero tú no… tú
no tienes… no puedes…”
“Lo sé, pero siguiendo el buen consejo de su mujer, lo
he hecho. El hombre se quedará tranquilo…”
“Tienes razón y, lo que es mejor, no te volverá a molestar.”
“Bueno, tampoco es tanta molestia. Un atractivo más
para este crucero. ”
Y tras la clase de tango, entre los escasos “OK” y los
repetidos “catastrofe” del joven instructor de baile y después de lograr aprender
un nuevo paso que añadir a nuestro no muy extenso repertorio en
tango, había olvidado el asunto pictórico. Y ahora, las cinco y unos minutos de
la tarde, tras una corta siesta, me encuentro en el balcón del camarote
contemplando la inmensa soledad (inmensa belleza) del mar, bella soledad que
desfila en sentido contrario a la navegación de nuestro gigantesco hotel
flotante. Unos medios versos quieren abrirse paso en la oscuridad de mi
cerebro.
“Espectáculo de silenciosa soledad,
sólo interrumpida por la voz del viento que besa la nave
y el suave estallido de la espuma en los bajos del barco.
De vez en cuando llegan hasta mí
los murmullos de las conversaciones de nuestros vecinos.
Eso es todo lo que se oye.
El mar, azul oscuro, casi negro aquí abajo, junto al barco.
Más allá se levanta en escamas de blanca espuma
que coronan pequeñas olas,
y a medida que la mirada se aleja, el mar se aclara
y llega a ser lechoso
en la inmaculada línea del horizonte.
Sobre él el cielo vuelan con alas de leche
ondulaciones blancas
como si quisieran imitar el movimiento del oleaje.
A veces miro fijamente un punto de la espalda del mar
por si tengo la suerte inmensa
de descubrir la esbelta y ágil aleta de un delfín.
Pero de tanto mirar esa quietud inabarcable del mar
aumenta el peso de los párpados
y me obliga a cerrar los ojos.
Entonces la paz interior también aumenta
y me dejo mecer por el casi imperceptible temblor de la silla
que me lleva…”
Y adiós versos, adiós poesía.
Hemos decidido que dentro de un rato, cuando acabe mi mujer de ver en la televisión internacional el episodio de Seis Hermanas, subiremos
a la zona de las piscinas a tomar algún refresco. Esta es la vida, quieta,
apacible, de crucero. Pese a que también, como todo lo bueno, está a punto de
terminar. Porque dentro de dos días el mundo fantástico del crucero en el
Fantasía habrá acabado. Queda aún por vivir, eso sí, lo que resta del día
(navega que navega) y la llegada al puerto de Palma de Mallorca, que tendrá
lugar mañana, jueves 21, nada más ni nada menos que a las nueve de la noche
(otro día entero navega que navega), según el itinerario que nos entregó la
chica de la Agencia de Viajes (en el itinerario original ese honor le
correspondía a Túnez, plan que se desvaneció en el aire tras el atentado terrorista
que sufrió esa ciudad el pasado mes). Y luego, el regreso definitivo a
Barcelona. En resumen, dos días casi completos a bordo. Pero no adelantemos los
acontecimientos, que todavía mi reloj señala las seis y diez de la tarde del
miércoles 20 de mayo.
Por de pronto, tras tomar nuestro acostumbrado
refresco en la planta 7, concretamente
en el Manhattan Bar, hemos ido al Teatro a vivir unos momentos de recuerdo a la
canción eterna italiana. No en balde el cartel del espectáculo rezaba El sueño italiano y junto al cantante
principal del programa aparecía la imagen de una figura del arte pictórico
italiano tan carismática y universal como la Mona Lisa. Entre las canciones que
más aplausos arrancó de un público totalmente entregado (un porcentaje elevado
del pasaje del crucero lo componen ciudadanos italianos) fue “Oh, sole mio”.
Otra fue “Volare”, y así hasta más de una docena de conocidísimas tonadas de
una época que no morirá nunca, me refiero a los gloriosos años de los sesenta y
setenta; tonadas y actuaciones acompañadas de una soberbia coreografía y un
variadísimo y lujoso vestuario (nada nuevo pues MSC se distingue, entre otras
cosas, por su buen hacer). En la nave Fantasía (no sé si ya he dicho que su
acertado bautizo se debe a la bellísima
actriz italiana Sofía Loren) puede ocurrir de todo...
Durante la cena en Il Cerchio D’Oro, los ocho
comensales comentamos alegres lo que hemos vivido hoy. La pareja mayor de
Zaragoza no se ha movido del barco y se ha limitado a
pasear por las cubiertas exteriores haciendo un poco de ejercicio de piernas y
respirando el aire sano del mar; también ha bajado a recepción en el ascensor
transparente a arreglar unos asuntos y subido al Aqua Park a sentir el viento
en la cara y a oír música bailable.
La pareja canaria, tal como nos habían dicho la noche
anterior que harían, han cogido un carrito tirado por una mula y se han dado un
largo paseo por La Valeta, viendo lo más atractivo de la ciudad sin dar un
paso. El hombre nos ha preguntado si hemos pasado por la
Plaza del Palacio de Armas. Mi mujer enseguida dice:
"Es preciosa y nos hemos hecho
varias fotos en el jardín del Palacio al pie de una torre que tiene un reloj
enorme en la fachada…”
En cuanto al madrileño, tras recordar nuestro fugaz
encuentro en las calles de La Valeta, nos habla de la breve excursión que han
hecho en autobús a M’dina, que fue la antigua capital de Malta hasta la llegada
de los caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalem. su mujer interviene:
“Es una ciudad muy bonita, está amurallada y encima de
una colina.”
Les pregunto qué monumentos han visitado y él, tras pensar unos
segundos, nos contesta que la catedral de San Pablo es el más destacado.
“Pero no lo hemos visto por dentro”, dice ella
algo contrariada. “Me ha gustado más lo que hemos visto aquí en La Valeta.
Luego la conversación salta de tema y el
canario nos adelanta que nos acercamos a un temporal y que posiblemente ya
esta misma noche empezará el baile del Fantasía sobre el mar.
Después de cenar, los seis menos viejos seguimos la
sobremesa en la planta 7, que ya es un clásico entre nosotros, y a las tantas
nos despedimos para recogernos en nuestros respectivos camarotes. He notado en
el tono de las voces de nuestros amigos cierta melancolía ante el inminente fin
del crucero. Es inevitable. Y además es cierto.
Nada más entrar en el camarote,
nos encontramos encima de la cama el Daily
program con lo que nos espera el día siguiente, jueves 21
de mayo. El sol saldrá a las 06’07h y se pondrá a las 20’59h. En meteorología,
fluctuaremos entre los 14 grados mínimos y 21º máximos. Desde el puente de
mando se nos comunica que a las 21’00h llegaremos a Palma de Mallorca. Todos a
bordo el 22 de mayo a las 04’30h. A las 05’00h saldrá el Fantasía de Palma de Mallorca
rumbo a Barcelona (distancia entre Palma de Mallorca y Barcelona, 128 millas náuticas). A
las 14’00h, si las condiciones meteorológicas lo permiten, está prevista la
llegada del Fantasía a Barcelona. Durante todo el día el barco navegará sobre
una profundidad de 2500
metros por el Mar Mediterráneo sin poder observar ningún
punto de tierra hasta las 19’00h, donde a nuestra derecha será visible la isla
de Cabrera hasta llegar al golfo de Palma y embarcar el práctico isleño.
Vestimenta sugerida esta noche: Casual. En la otra mitad de la portada, se
representa el gráfico del itinerario completo y la salutación escrita de
Bienvenidos a Palma de Mallorca. Le sigue un breve información sobre Palma, sin
olvidar detalles acerca del laberinto de calles estrechas con referencias a su
pasado árabe que forman su casco antiguo, la Catedral y el Palacio Real.
En el apartado de los procedimientos de desembarque se
nos recuerda que cuando lleguemos a Palma de Mallorca, el desembarque no
comenzará hasta que no se reciba el correspondiente permiso de las autoridades
locales. Añade que no olvidemos mostrar nuestra Cruise Card al personal de la
pasarela. A continuación se especifica el horario de los autobuses lanzaderas
para quienes vayan a visitar el centro de la ciudad, así como sus precios y el
lugar donde comprar los billetes. Finalmente se añade la información sobre el
desembarque en Palma de Mallorca y Barcelona con estas alentadoras palabras:
“El final de su crucero se acerca. Esperamos que haya disfrutado de momentos
maravillosos a bordo.” Y a continuación la recomendación siguiente: “Nos
gustaría que al menos un miembro de su familia o grupo asistiera a esta reunión
sobre los procedimientos de desembarco. Gracias por su colaboración. 12’00h,
Teatro L’Avanguardia, puente 6.”
Junto al Daily program se halla la
hoja Credit Card payment invoice (para entendernos, la factura de las
propinas).
Mañana será otro día.
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