Capítulo VI
Nápoles
Lunes, 18 de
mayo
Me he levantado a la seis y media de la mañana para ir
al lavabo y al volver a la cama me he sentido atraído por la rendija de luz que
se cuela por un lado de la cortina del balcón. La he descorrido un poco para no
despertar a mi mujer y lo que he visto
fuera ha sido un espectáculo inolvidable. Hace poco que ha amanecido y en el
horizonte del mar aparece irradiante una i gigantesca que alumbra el beso
inmenso del mar y el cielo. El punto incandescente es el sol y la i restante,
también encendida, el reflejo del astro rey rielando en el agua. No hay más que
mar todavía alrededor del barco. Nápoles queda lejos aún, es sólo un deseo y
una esperanza aventurera. Corro la cortina nuevamente y me vuelvo a meter en la
cama.
A las nueve, y a punto de bajar al puente 6 a desayunar, descubro dos aves
volando despistadas en el cielo; van primero hacia un lado y luego al otro;
finalmente desaparecen del cuadro iluminado del balcón, descorridas totalmente
las cortinas.
Hoy, como el barco no llega a Nápoles hasta la una del
mediodía, toca hacer vida de a bordo. Perfecto. Hay un mundo de sorpresas aquí
dentro. Así que, tras desayunar tranquilos y silenciosos (el
mundo de aquí abajo, en este elegante comedor de Il Cerchio D’Oro, es tan distinto del buffet
del Zanzíbar del piso 14, muy ajetreado, vocinglero y bullicioso; esto es lo
que tiene el Crucero, que puedes elegir a tu capricho y comodidad tanto
actividades y acciones como lugares donde llevarlas a cabo). Al salir me cruzo
con el señor alto y gordo que me ha confundido con otra persona, y nos saludamos,
él dedicándome una sonrisa entre indefinida y descarada y yo con la mano. Mi mujer
se da cuenta y me pregunta una vez dentro del
ascensor que nos lleva de vuelta al camarote:
“Cariño, ¿tengo que tener cuidado con él?”
Le sonrío y pongo cara de no entender qué ha
querido decir.
“Me refiero a que ese hombre desde el principio me ha
parecido que quiere ligar contigo.”
“Sería una experiencia nueva”, digo en broma y sin
dejar de sonreír.
Cuando entramos en la cabina aún me dura la sonrisa.
Soy bastante dado a fantasear con hipotéticas aventuras misteriosas, pero de
ningún modo a jugar con el sexo. Así que, al hilo de mis pensamientos, concluyo
en voz alta para que mi mujer lo oiga:
“Ese hombre suda demasiado, cariño.”
Reímos de buena gana.
Salimos al balcón y nos sentamos en las butacas que
simulan ser de anea. Noto la brisa del mar en la cara y veo volar los cabellos
de mi mujer, que cambia constantemente de posición para evitarlo (no hay cosa
que más nerviosa le ponga que notar cómo el viento le alborota el pelo de la
cabeza recién peinado). Frente a nosotros hace rato que nos sigue, a lo lejos,
la costa italiana besada por el mar Tirreno. En el cielo las nubes navegan en
sentido contrario a la nave. Me apoyo en la barandilla para ver cómo en la
parte inferior del Fantasía anchas franjas de espuma se abren provocadas por el
paso inexorable de su casco.
Luego, tras consultar el Daily program, decidimos subir primero a la planta 16, que
curiosamente aún no conocemos, para inspeccionar sus dependencias y luego
descender a la 7, a
L’Insolito Lounge, para asistir a la clase de Vals Inglés, que tendrá lugar a
las once y media de la mañana. De este modo dejaremos trabajar a sus anchas a
nuestro camarero Noé.
En la cima del barco descubrimos el Virtual World
(cine de 3D, simulación de Fórmula 1, Máquinas para jugar, Sala con ordenadores
para gente joven…), pero también el Liquid Disco Bar, una sala circular con
pista de baile y amplias cristaleras a través de las cuales se puede disfrutar
de extraordinarias panorámicas marinas por un lado y de los elegantes remates
del barco por otro. Luego bajamos a tiempo a la 7 para aprovechar al máximo la
clase de Vals lento. Allí está la pareja de monitores esperándonos y, cuando hay
quórum suficiente, el joven, que es el que lleva la voz cantante, empieza sin
más preámbulo a repetir, abrazado a su pareja, el paso del día anterior que
nosotros no habíamos hecho por no conocer muy bien todavía el funcionamiento,
desarrollo y ubicaciones de las múltiples actividades del Fantasía. El joven
emplea todos los idiomas mal que bien para hacerse entender por sus
improvisados alumnos; el español no se le da muy bien y cuando uno de nosotros
se equivoca repite cómicamente la palabra “catastrofe”, “catastrofe” y se queda
tan pancho ante nuestras risas. Finalmente, logramos coger el paso y lo
repetimos en la pista ante la mirada inquisitiva del joven, que entonces
levanta el pulgar en nuestra dirección y exclama con la misma intensidad que
antes “¡bravíssimo!”, ¡bravíssimo!”, “yes”, “okey” y una retahíla de términos
de aprobación, mientras la joven que le acompaña nos manda besos con la mano.
Satisfechos de nuestra primera lección, y una vez
acabada la clase, enfilamos el sorprendente pasillo de los bares, tan conocido
y visitado ya por nosotros en busca de un rincón romántico donde tomar nuestro
diario Martini rosso con patatas fritas y galletitas saladas. Lo hacemos en La
Vela Bar, llamada así porque todos sus adornos, incluidas las lámparas de mesa,
tienen la forma de vela de barco. Nos enseñoreamos del tiempo. La vida así se
“soporta” perfectamente. No tenemos ninguna prisa. Cuando queremos, después de
saborear a gusto el vermut, subimos al camarote y descubrimos que Noé lo ha
arreglado con manos exquisitas, dejando cada cosa en su sitio, con el cuidado y
delicadeza de una mujer (Nasi dice que en algunos detalles es más pulido).
A todo esto, los motores del Fantasía se ponen a
temblar con más fuerza que de costumbre bajo nuestros pies y es que acabamos de
llegar a Nápoles. Nos asomamos al balcón y asistimos al momento en que el barco
maniobra lentamente para arrimarse al muelle donde piensa atracar. Nos acompaña
la variopinta silueta de la ciudad de la pizza y una pequeña bandada de
gaviotas. Muy cerca, atracado enfrente, vemos el Shav Lazio, perteneciente al
Grandi Navi Veloci. Las aguas del muelle aparecen muy turbias y las gaviotas, a
flor de agua, buscan restos de comida en pleno vuelo.
Comeremos en Il Cerchio D’Oro y luego, tranquilamente
(lo de “tranquilamente” es un decir porque según nos han dicho ya hay 32 grados
de temperatura cayendo a plomo sobre las calles de Nápoles), luego, digo,
saldremos a dar un paseo lo más largo posible por la ciudad del Vesubio, que
hace un rato pudimos entrever entre la neblina. Con la mochila preparada
(tablet, cuaderno de notas y botella de litro y medio de agua), hemos decidido lanzarnos
a la aventura tras tomar, eso sí, nuestro café correspondiente (hoy lo acompaño
con un Averna, que está delicioso). Y cuando nos levantamos para ir al deck de
desembarco, se cruza con nosotros el hombre alto y gordo, que nos saluda con
una extraña reverencia. De camino al puesto de seguridad mi mujer me pregunta:
“¿Pero ese hombre no tiene mujer?”
Le contesto que
nunca lo he visto con ninguna en lo que llevamos de crucero.
“Pues hacer solo un viaje de estos debe de ser muy
aburrido.”
Se me ocurre decirle:
“Algún incentivo debe de encontrar al hacerlo.”
Ella sentencia:
“Muy raro, muy raro.”
Nos había contado nuestro hijo mayor, que ha visitado
en diferentes ocasiones la ciudad desde que muy joven pasara aquí una buena
temporada disfrutando una beca del Erasmus), nos había contado, decía, muchas
cosas positivas y algunas no tanto de Nápoles, pero al conocer la ciudad de primera
mano, llegamos a la conclusión de que dominan las notas negativas. Y ya de
vuelta al barco, entre ruidos de martillos hidráulicos, bocinazos de coches y
motos, el caos de circulación que provocan éstos a cada momento, en el que se
ven envueltos los pobres peatones (aquí no se respeta un solo paso de cebra y
sólo si te pones delante y, molesto, les exiges que paren, aun a riesgo de que
te lleven por delante, algún coche frena de golpe para que pases); entre todo
eso y la suciedad y miseria que se ve por todas partes, hasta en los lugares
más visitados por los turistas, convierten a Nápoles en la ciudad más ruidosa,
caótica y sucia de esta parte del mundo.
No podíamos imaginarnos cuando, tras dejar atrás la
hermosa Estazione Maritima, subíamos la rampa del Castel Nuovo, que lo que nos
esperaba en las calles y plazas del interior de la ciudad iba a ser tan
negativo. ¿Era el sofocante calor el que acentuaba lo malo? Quiero creer que
sí. De todos modos intentamos sacar el máximo provecho de cuanta hermosura
arquitectónica, pese a todo lo anterior, posee Nápoles, que es mucha. La mole
negra del Castillo, como un ave gigantesca que abre sus alas oscuras para
acoger a los visitantes, ya contiene una belleza singular. Sólo el arco de
entrada con sus relieves escultóricos merece la pena estar aquí, bajo este
irrespirable bochorno. No hay nada que no remedie un buen trago de agua. Pero
al poco tiempo, tras dar con la Via de Toledo, referencia principal para
internarse en el casco antiguo, descubrimos lo que nos temíamos. Suciedad,
tráfico endemoniado, incivismo por doquier, señales de robo y rotura de
cristales de coches, hasta en las cercanías de la bellísima Piazza del Gesú y
Santa Chiara, mendicidad a todas luces, patios interiores de bellos palacios
convertidos en improvisados aparcamientos de coches y motos y un largo etcétera
de incomodidades y muestras de mala educación. La cultura y el arte parecen dar
la espalda (o haberse conformado a ello) a la alocada vida de los napolitanos,
los de a pie y motorizados (especialmente estos últimos), y refugiarse en las
hermosas fachadas de templos y palacios (convertidos hoy en Facultades
universitarias) y en los puestos de libros de ocasión, segunda mano o
simplemente viejos, que no antiguos, de los escaparates y tenderetes que
recorren la Porta Alba o la Plaza de Dante, sólo hermosa en las alturas de las
estatuas que coronan el Convitto Vittorio Emanuele y en el blanco,
milagrosamente impoluto (aún no han llegado a él las pintarrajeadas costumbres
de los insaciables grafiteros) de la estatua del insigne autor de la Divina
Comedia, el cual, dando la espalda al Convitto, mira resignado a la ruidosa Via
de Toledo. El caos del tráfico rodado (“robado”, diría yo, al buen sentido) y
el calor estival reinante bien pudieron inspirar a Dante su Infierno (con razón
el de Florencia apunta nostálgico con su dedo hacia su ciudad natal, anhelando
inútilmente la calma y la serenidad de la campiña Toscana). Sin embargo, todo
hay que decirlo, en medio del barullo incesante y el desconcierto general
aparece de vez en cuando a nuestro paso indagador algún rincón de sosiego,
milagro de paz y serena belleza, como el patio solitario, ¡sin coches ni
motos!, donde junto a unas macetas de elegantes aspidistras se yergue el blanco
callado de una estatua de mujer cubriéndose pudorosa sus partes íntimas.
Ahora, gracias a Dios de vuelta a nuestro camarote del
Fantasía, y habiendo descartado (cuando se lo dijéramos a nuestro hijo mayor se
enfadaría) la Flagelación, de
Caravaggio por quedarnos bastante lejos de la ruta que habíamos elegido y
también por la falta de tiempo el Museo de Campodimonti, donde se hallaba), de
vuelta digo al camarote del Fantasía todo acaba bien con una ducha larga y una
siestecita más que regular mientras mi mujer contempla en la tele internacional un
episodio de la serie Seis hermanas que comenzó a ver antes de iniciar el crucero.
Después, mientras asistimos a la partida del barco para dejar atrás Nápoles,
tomamos en La Vela el batido de rigor, haciendo tiempo (mejor viviéndolo sin
prisas) para el comienzo del espectáculo en el Teatro de L’Avanguardia, que hoy
ha sido un tributo (no en vano se titula Tribute) al mundo de la ópera: un
tenor y una soprano, muy bien los dos, nos han deleitado con arias de conocidas
obras, entre las cuales, “E Lucevan l’Estelle”, de la Tosca de Puccini; pero
también un tributo a otras culturas musicales y bailarinas, como la nuestra
(Granada ha sonado algo rara en la garganta del tenor, pero han volado
airosamente los pliegues de los vestidos de las bailarinas andaluzas).
En cuanto a la cena con nuestros compatriotas, hoy ha
sido más animada y confidencial que las dos noches anteriores, si bien el
matrimonio de Aragón no ha acudido al comedor (posiblemente, Dolores, la mujer, diabética,
se ha debido de encontrar mal; le preguntaremos mañana en cuanto la veamos). Ha
vuelto a surgir el tema de los hijos y los nietos, junto con el de los viajes y
la excursión a Pompeya que ha vivido la pareja madrileña y que, según el hombre, no le ha gustado; critica la prisa
en verlo todo (que es como decir que no han visto nada como a ellos les hubiera
gustado) y el no haber tenido tiempo siquiera de tomar café después de la
comida, igualmente precipitada y pobre. A una pregunta del canario de
Santa Cruz de Tenerife, contesta que en la agencia de viajes madrileña
contrataron el paquete de excursiones del Crucero a mitad de precio. Y tras
unos minutos de silencio, se pone confidencial y nos cuenta brevemente su vida
de estos últimos años. Nos dice con alguna lágrima rondándole los ojos que
enviudó hace unos años y recuerda mucho y echa de menos a su mujer. Que al poco
tiempo conoció a la mujer que le acompaña y se juntó con ella. No se han casado por decisión
de ambos, dice, que así están mejor, cada uno con sus bienes y sus aficiones.
Parecen los dos buenas personas.
Tras la cena, hemos seguido la sobremesa los cuatro en
la Piazza San Giorgio, bonito rincón con techo pintado de azul y nubecillas, veladores
y sillas de hierro y fuentes blancas con surtidores de habla suave y agradable.
El sonido del agua, la voz de la cantante y la música del piano que la acompaña
y nuestra conversación amistosa, sin reservas ya y con refrescantes cócteles
delante han formado una sinfonía inolvidable. Habíamos quedado también con la
pareja canaria, pero al final no se presentaron. Así que la conversación tiró
enseguida por el camino de Aranjuez y
primero el hombre y después su pareja nos contaron cómo viven desde que se
jubilaron, qué planes tienen, a qué dedican su tiempo libre, como dice la
canción. Él me habló de un huerto que cuida que tiene algunos frutales, y de
cuando estaba trabajando de jefe de equipo en una empresa alemana, y de sus cuatro
hijos, y sus nietos…, y de su primera mujer… y de ésta que vive ahora con él, relación que
aprueban sus hijos, según dice con alguna lágrima en los ojos.
A las tantas de la noche nos despedimos, y cada
mochuelo a su olivo. Mañana será otro día. Al entrar en el camarote,
descubrimos sobre la cama el Programa de actividades del día siguiente, entre
las que destaca la arribada del Fantasía a Mesina a las ocho de la mañana. Ya
contaré.
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