domingo, 29 de junio de 2025

LECTURAS PARA UN VERANO TÓRRIDO. VIDAS ESCRITAS DE JAVIER MARÍAS

 


Ahora tengo en mis manos un libro de Javier Marías, a quien el Covid se  llevó el verano de 2022. El libro se titula Vidas escritas (2007), y estoy dispuesto a revivirlas de la mejor manera que pueda, aunque siempre con admiración. Salto la primera hoja impresa que habla de su Biobibliografía, cuándo y dónde nació y qué libros son obra suya, novelas, relatos, artículos, semblanzas, traducciones…,con sus correspondientes reconocimientos y galardones nacionales y extranjeros. Y enfilo el Prólogo firmado por Elide Pittarello, clásica presentación del contenido de las páginas que siguen (en el Índice del libro el lector puede hacerse una idea de las semblanzas de los escritores que las componen, todos muertos y extranjeros), del que destaco una afirmación del propio Marías que adelantan algo muy importante sobre su manera de concebir la redacción de estas semblanzas: “A veces el saber verdadero resulta indiferente, y entonces puede inventarse.

La Introducción, a cargo del autor de Mañana en la batalla piensa en mí, es otra cosa. La idea que tenía en mente al escribir estas semblanzas era la de “tratar a estos literatos conocidos de todos como a personajes de ficción, que probablemente es la manera, por otro lado, en que todos los escritores desean íntimamente verse tratados, con independencia de su celebridad y olvido.” Puede que sí y puede que no. ¿Quién lo sabe con seguridad? Por otra parte, Marías explica, a su manera, la causa por la cual no ha incluido en estas semblanzas, a ningún escritor español. Y también adelanta los tonos empleados en escribirlas, principalmente dos, el afecto y la guasa. La guasa, afirma, está empleada en todos los casos. Y en cuanto al afecto, reconoce que “falta en los (casos) de Joyce, Mann y Mishima.” Finalmente, Marías nos confiesa que “si he disfrutado escribiendo todos mis libros, fue con este con el que me divertí más. Acaso porque, además de “escritas”, estas “vidas” fueron leídas.”



La primera vez que leí Vidas escritas hice mi propia selección afectiva, y en aquella ocasión ya quedé impresionado ante las semblanzas de la mayoría de los escritores incluidos en la primera parte del libro, que porta el título general. Ahora, tras el fallecimiento del autor, he añadido algunas más, pertenecientes a las secciones “Mujeres fugitivas” y “Artistas perfectos”. Siguiendo el orden del volumen, Javier Marías piensa de Joseph Conrad que siempre ha estado a bordo de un velero por sus numerosos libros marinos pese a que detestaba viajar, y acentúa sus manías (fumar incesantemente, vestirse con un albornoz de rayas amarillas, ser distraído o mostrar su inveterada irritabilidad. A mí lo que más me choca de Conrad es que no le gustara la poesía, y que odiara a Dostoievski, “lo odiaba por ruso, por loco y por confuso, y la sola mención de su nombre le provocaba arrebatos de furia”, afirma Marías.



Isak Dinesen dijo de sí misma y de la vejez que “en verdad llevamos máscaras según vamos envejeciendo, las máscaras de nuestra edad, y los jóvenes creen que somos como parecemos, lo cual no es el caso.” Por culpa de la sífilis, que había contraído con su marido, se vio obligada a renunciar a su vida sexual desde muy temprano, como asegura Marías. Tocaba el piano y la flauta, recitaba de memoria a Heine y a Goethe, a quien detestaba, como a Dostoyesvki, fumó sin parar hasta el fin de sus días e hizo suya esta frase: “Haz las cosas que puedas ver, ellas te mostrarán las que no puedes ver.”

Giuseppe di Lampedusa decía que había que leer de todo, y “leía con interés y paciencia la literatura mala”, afirma Marías, y solía llevar en una bolsa más libros de los necesarios y entre ellos alguno de Shakespeare en el que buscaba consolación ante algún incidente desagradable. Y lo más curioso: a veces empleaba los libros como escondite de dinero. “Por eso decía a veces que su biblioteca contenía dos tesoros”, como recuerda igualmente Marías. A Lampedusa le gustaban mucho las vidas de los escritores; creía que en ellas y sus anécdotas más íntimas se encontraban las claves de sus libros.



El autor de Corazón tan blanco dice de Robert Louis Stevenson que su moral no fue siempre clara y que el Mal le interesó siempre mucho: ahí estaban para demostrarlo, los casos de algunos personajes creados por él, como Long John Silver, Mr. Hyde, el señor de Ballantrae o el ladrón de cadáveres. De sí mismo dijo el propio Stevenson tras casarse con Fanny Van de Grift que él no era más que una “complicación de tos y huesos, mucho más adecuado para emblema de la mortalidad que para novio.” Va bien con el recuerdo del autor de La isla del tesoro, traer a colación parte de su "Réquiem", inscrito en su tumba de Samoa: “Alegre he vivido y alegre muero, / pero al caer quiero haceros un ruego. / Que pongáis sobre mi tumba este verso: ‘Aquí yace donde quiso yacer; / de vuelta del mar está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador.”

Ivan Turgueniev no sólo tuvo antepasados de una crueldad tan desalmada que lo marcaron para siempre, sino además el “frecuente odio y desprecio de sus compatriotas, quienes veían en él a un ruso anómalo, occidentalizado y distante, ateo y frívolo”, afirma Marías. Eso no impidió que Tolstoi y Dostoyesvki recurrieran a él para pedirle dinero después de haber perdido todo lo que tenían en el juego. No es extraño que Turgueniev se encontrara más a gusto en compañía de los escritores franceses como Flaubert o Merimée. Y lo de ser tildado de ateo y frívolo parece fuera de lugar pues “practicaba la seriedad literaria y unas cuantas virtudes con bastante mayor rigor que sus contemporáneos”, como nos recuerda Marías.


       Thomas Mann solía afirmar que sin ironía la novela era insustancial, distinguiendo además la ironía del humor, y ponía como ejemplo del empleo de una y otro a Dickens, que era un virtuoso en el humor, pero casi negado en la ironía. Puede ser. Y sin embargo no dejo de pensar en Canción de Navidad, pongo por caso, donde el humor y la ironía llaman por igual la atención del lector. El caso es que Marías en la semblanza de Mann critica sus Diarios, donde habla del tiempo, de lo que lee, de lo que escribe, de sus dolencias, excesos y perturbaciones sexuales. Debo decir que se nota aquí más la falta de afecto del autor de Todas almas por el creador  de La muerte en Venecia, que la seriedad literaria. Y aunque apunte algo después: “Lo que hace a su figura más noble es, a la postre, su inequívoca oposición al nazismo, desde el principio hasta el final”, remata la nota restándole mérito: “aun cuando sus ideas políticas o apolíticas no fueran nunca muy claras ni quizá muy recomendables.”


      Vladimir Nabokov, según dice Marías, tenía “más manías y antipatías que cualquier otro colega escritor suyo” y además “se atrevía a reconocerlas, proclamarlas y fomentarlas continuamente.” Nabokov, profesor de literatura en Wellesley College, universidad exclusivamente femenina (algunos creen que fue allí donde se inspiró para escribir su Lolita), “confesaba que escribía por dos razones: por placer, dicha o éxtasis y para quitarse de encima el libro que estuviera haciendo.” Tras el éxito literario que alcanzó con Lolita, Nabokov siempre estuvo convencido de su gran talento como escritor y de su torpeza oral, de ahí que dijera una vez: “Pienso como un genio, escribo como un escritor distinguido y hablo como un niño.” Sin embargo, le molestaba que le dijeran que Kafka, Joyce, Proust y Dostoyesvki le habían influido mucho, especialmente el último mencionado, al que odiaba (otro escritor más que detestaba al autor de Los hermanos Karamazov, vaya por Dios) y al que tachaba de “sensacionalista barato, torpe y vulgar.” En contra de tantas manías y antipatías, fue “fidelísimo en su madurez” (afirma Marías al respecto que “casi todos sus libros están dedicados a su mujer, Véra”, menos mal).



Pocos poetas ha habido en la historia que más se hayan dedicado (…) de manera obsesiva y excluyente, no sólo a la lírica, sino a todo tipo de lírica” que Rainer Maria Rilke, afirma Marías, y no le falta razón pues Rilke es el escritor lírico por excelencia en verso y en prosa: poemas, dramas, cartas, diarios, crónicas y cuadernos de viaje… Es destacable la relación que guardó el autor de Sonetos a Orfeo con la cultura española y con España (visitó, entre otras, a Toledo, Sevilla, Córdoba y Madrid, y de casi ninguna habló bien). “Lo cierto es que nunca estaba en el mismo sitio”, afirma, a propósito, Marías. Además de su costumbre inveterada de viajar, Rilke “sintió pasiones amorosas o simplemente amistosas” por mujeres nobles, escritoras, pianistas… y cierta compenetración con los animales, desde pavos reales a perros, como la perrita de Córdoba, con la que compartió un azucarillo de su café. Todo lo contrario sentía por los niños y por la salud (pasó la vida aquejado de dolencias físicas y psíquicas y la leucemia puso el punto final).



Malcolm Lowry, a juzgar por su modo de vida, podría considerarse “el escritor más calamitoso de la historia entera de la literatura.” Muy aficionado a la natación, muchas fotos lo muestran “en traje de baño o con pantalones cortos, con el torso desnudo siempre.” Lowry vivió constantemente situaciones dramáticas, en una de las cuales, incendiada la casa en que vivía, su esposa Margerie Bonner “salvó milagrosamente el original de Bajo el volcán, que vio finalmente la luz tras más de diez años de continuos borradores. La proverbial alcoholización de Lowry, iniciada muy temprano, le llevó a sufrir paranoias increíbles como creer que “hasta los objetos inanimados conspiraban contra él”. Pese a todo, tuvo amigos que afirmaban que “aunque era un hombre imposible, tenía un enorme encanto y suscitaba invencibles deseos de protegerlo”. En su errabunda vida visitó España dejando a su paso melancólica memoria de él. En Granada fue conocido como el borracho inglés, la gente se burlaba de él y le tenía echado el ojo la Guardia Civil.” Ducho en fracasos y calamidades, “el éxito de Bajo el volcán lo incomodó (…) y al final de su días no podía escribir, sólo dictaba a su mujer.”



Madame Du Deffand dijo una vez que “vivir sin amar la vida no hace desear su fin, y apenas si disminuye el temor a perderla.” Y Marías, a propósito de la vida de la autora de las Cartas a Voltaire: “Era solamente que se aburría.” Se la conoce por ser una escritora de cartas y sólo las que intercambió con Walpole pasan de ochocientas, si bien no todas, como asegura el autor de Vidas escritas, “salieron en realidad de su pluma, sino que fueron dictadas, ya que madame Du Deffand se había quedado ya ciega para cuando conoció a Walpole.” Siempre llevó una vida desordenada y alimentó su fama de libertina con reuniones sin horarios y al amanecer aún hacía que alguien le leyera “unos pasajes de algún volumen (…) hasta que conciliaba el sueño”. Descreída ya de niña, en el convento predicaba a sus compañeras la falta de fe, y sólo en la vejez “la marquesa probó a hacerse un poquito devota” obligando a su doncella a leerle las epístolas de San Pablo. Y al sacerdote que recibió en su casa en las últimas horas de su enfermedad le dijo: “Señor cura, quedaréis muy contento de mí; pero hacedme gracia de tres cosas: ni preguntas, ni razones, ni sermones.”



De la figura de Rudyard Kipling dice Marías que, “pese a lo muchísimo que viajó, se asemeja a la de un recluso o un ermitaño.” Se le conocieron pocos amigos, entre ellos los escritores Henry James y Rider Haggard, “detestaba las intromisiones en su vida personal, evitaba que le hicieran fotografías, se negaba a dar opiniones sobre las obras de sus contemporáneos y no consentía en hablar de lo que no le interesaba.” Parecía más viejo de lo que era y padecía de úlceras duodenales, y una de cuyas hemorragias, más grave que las otras, acabó por causarle la muerte a los setenta años. “Fue admirado y leído, tal vez no muy querido, aunque nadie dijo nunca nada en su contra como persona”, así concluye Marías la semblanza del autor del famoso poema Si y Premio Nobel de Literatura en 1907.


Arthur Rimbaud, “el adolescente terrible y rebelde de sus breves años de París y sus meses de Londres”, dejó de ser un niño educado y un alumno excelente para “convertirse en un gamberro iconoclasta, sin duda imposible al trato.” Los que lo conocieron decían de él que no se cambiaba de ropa, sus piojos habitaban los lechos donde dormía, bebía sin parar, trataba a sus conocidos con impertinencias de todo tipo y empleaba fácilmente la violencia. Un amigo de Rimbaud que seguía su mismo comportamiento fue el también poeta Velaine que, como dice Marías, se “había dado con incontinencia a un par de vicios no muy bien vistos por sus familias, la embriaguez y la sodomía.” Mientras duró la relación Verlaine-Rimbaud, sucedió entre ellos graves incidentes, desde rajarle Rimbaud las manos a Verlaine con una navaja, a dispararle Verlaine tres tiros a Rimbaud con un revólver, alcanzándole uno de ellos en una muñeca. Rimbaud sabía varios idiomas (“no muy útiles”, dice Marías) y aprendió a tocar el piano; y, según algunos biógrafos, fue exportador de café, capataz, colono, explorador, traficante de armas y de esclavos… Viajó por medio mundo y finalmente se estableció en Abisinia durante un tiempo mientras en Paris se propagaba su “leyenda viva que todo el mundo creía muerta.” Un día “se le inflamó la rodilla y ese fue el comienzo de la enfermedad que lo llevó a la tumba (…) sin haber cumplido los treinta y siete años.” Alguno años antes mientras redactaba Una temporada en el infierno, dejó escrito: “Ahora puedo decir que el arte es una tontería.” Allá él por decir esa tontería y allá Marías por añadir a propósito: “Quizá dejó de escribir tan sólo por eso.”



A Djuna Barnes la recuerdan los que la conocieron de mil maneras y actitudes, callada en las reuniones, mirando en torno suyo con cuitada superioridad, brillante y capaz de animar una velada aburrida, imitadora de personajes famosos, impertinente, borracha, ruidosa reidora, elegante, imponente, aventurera tanto con hombres como con mujeres… Javier Marías afirma que “ni siquiera en la madurez se salvó de algunos asedios (…) las más insistentes eran mujeres”, dos ejemplos fueron las escritoras Anaïs Nin y Carson McCullers, que “la sometieron a un verdadero hostigamiento, lejano y cercano, respectivamente.” De su escritura hablaron positivamente algunos escritores contemporáneos (entre otros, T.S. Eliot, Dylan Thomas, Joyce...). Siguiendo a Marías, Djuna Barnes “no tuvo hijos y se casó una vez”, matrimonio “que le duró unos tres años y malamente.” Su amorío más duradero fue el que mantuvo con la escultora Thelma Wood (varios años en París), que “era borracha y derrochadora y solía perder el dinero que le sacaba a Djuna.” De su larga vida (vivió noventa años) dejó escrito: “Me gusta mi experiencia humana servida con un poco de silencio y contención. El silencio hace ir a la experiencia más lejos y, cuando muere, le confiere esa dignidad propia de lo que uno ha tocado y no se ha llevado.


          Será difícil empeorar la presentación que se hace de Oscar Wilde en el libro de Marías: “La mano que daba para saludar era mullida como un cojín, o más bien fofa como plastilina gastada y algo grasienta, y uno tenía la impresión de haberse manchado después de estrechársela. (…) Su piel era sucia y biliosa y al hablar tenía la fea costumbre de pellizcarse y tirarse levemente de la papada.” Menos mal que esa repelente sensación desaparecía cuando el autor de La importancia de llamarse Ernesto empezaba a hablar, que se convertía en un “vago maternalismo o abierta admiración, de simpatía incondicional.” Sobre él y su condición bisexual corrieron leyendas cada cual más denigrantes. Tras el periodo pasado en la cárcel, a la que había ido por culpa del escándalo Douglas, convertido en un hombre envejecido y sin dinero, algo cómico, sordo, obeso y de andar lento y apoyado siempre en un bastón, “lo único que no perdió, nos recuerda Marías, fue su capacidad conversadora, plagada de ocurrencias, juegos de palabras, cuentos y máximas brillantes. Lo importante de todo es que Oscar Wilde es autor de obras de alcance universal, entre ellas la Balada de la cárcel de Reading o El retrato de Dorian Gray. Poco antes de fallecer, dijo: “Estoy muriendo por encima de mis posibilidades.” El autor de Vidas escritas cierra la semblanza de Wilde escribiendo: “Yace en el cementerio parisino de Père Lachaise, y en su monumento, presidido por una esfinge, no suelen faltarle las flores que se ganan todos los mártires.” Y yo añado: y huellas rojas de miles de besos mandados por sus admiradores, como pudimos comprobar durante la visita que hicimos al ilustre camposanto en 2008.



Yukio Mishima siempre sintió “una inveterada fascinación por la muerte violenta”. En sus Confesiones de una máscara dejó escrito: “Lo que quería era morir entre desconocidos, sin intromisiones, bajo un cielo sin nubes.” Sin embargo, como continúa diciendo Marías, “cuando iba al restaurante sólo pedía platos poco aptos para la ponzoña y luego se lavaba los dientes frenéticamente con sifón o soda.” Otra fascinación que marcó a Mishima desde su infancia era de tema erótico pues le encantaban los cuerpos de hombres torturados, descuartizados, asaeteados o despellejados y dejó escritas sin ningún pudor sus eyaculaciones, la primera de las cuales “la tuvo contemplando una reproducción del torso de san Sebastián que pintó Guido Reni con unas cuantas flechas horadándolo”. Su relación con la mujer se redujo a sus familiares más cercanos: su abuela, su madre, su hermana, su mujer y su hija; Marías concluye: “el elemento femenino imprescindible hasta para los más misóginos.” En cuanto a escritor, Yukio Mishima, dejó al morir más de cien libros (“uno de ellos, de ochenta páginas, afirma Marías, lo redactó durante un encierro de tan sólo tres días en un hotel de Tokio.”) Poco antes de su muerte creó una organización paramilitar, “un pequeño ejército de cien hombres, tolerado y fomentado por las Fuerzas Armadas japonesas”, y fue la primera y última acción la que acabó con su vida en un harakiri. Mishima había cumplido cuarenta y cinco años y ese mismo día había enviado a la editorial para ser publicada La corrupción de un ángel, su última novela, que completaba su tetralogía El mar de la fertilidad.



Laurence Sterne era hijo de un militar que viajaba sin parar acompañado de su mujer y de su prole, y a Laurence le tocó nacer en Irlanda y heredar, eso sí, el buen humor de su progenitor. Con ayuda de parientes adinerados estudió en Cambridge y finalmente se hizo vicario en Yorkshire, donde “llevó una vida modesta y anónima”. Tras escribir un “ sarcástico panfleto local” y conseguir con él un “inesperado éxito (…), se le ocurrió la posibilidad de hacer una obra destinada a la publicación, su incomparable Tristram Shandy.” Sterne siempre había mostrado adoración por Cervantes, Luciano o Rabelais, “a los que plagió aquí y allá confesa y descaradamente (…) y por toda suerte de libros extravagantes”, como Le Moyen de porvenir, del canónigo de Tours Béroalde de Verville, “una de sus obras predilectas.” Con el éxito de los dos primeros volúmenes de Tristram Shandy, Sterne inició una vida de diversión y halagos y se multiplicaron sus visitas a Londres, donde se hizo amigo del actor David Garrick y del pintor Reynolds, “que se tomó la molestia de retratarlo tres veces con su alargada figura, aunque el ultimo de los cuadros quedó inacabado”, según afirma Javier Marías. Y de su salud, afirma el autor de Corazón tan blanco que nunca fue muy buena y que, enfermo de tuberculosis, “padecía frecuentes hemorragias que una y otra vez lo ponían al borde de la despedida.” Muerte que le llegó a Londres cuando Sterne contaba cincuenta y cuatro años de edad. Precisamente en su Tristram Shandy había expresado su deseo de morir lejos de casa: y fue en la capital del Reino Unido, como queda dicho, “donde un testigo relató su último aliento: 'Ya ha llegado', dijo Sterne, y levantó la mano como para parar un golpe.”





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