Apenas he escrito esta vez, tan pendiente de las cosa que reclamaban la atención a la mirada y emoción al corazón. Y me ha sido fácil relegar la pluma ante la revelación de las cosas, de las mismas cosas de la otra vez Y lo poco que he escrito no es nada comparado con lo que siento aún días después de haber dejado aquel marco entrañable que nos ha revestido de emoción y belleza.
Y son las mismas cosas, como digo: la casa que habitamos, las estancias familiares los rótulos humanos Semer chaque jour la bonheur, enseres añadidos, las terrazas, la cumplida barbacoa... y la imagen impertérrita de la Cité esperándonos siempre desde las nieblas de las mañanas hasta la iluminación de las noches, cuando los cuatro, como en un espectáculo repetido, con una copa de vino en la mano, brindábamos por la suerte que teníamos.
Viajar es aceptar lo que no es nuestro viviendo en su ciudad, en este caso Narbonne, de paso a Carcassonne, tomando una cerveza o admirando un sepulcro en el filtro silente de una iglesia.
Paseamos paralelos al canal de la Rubine. Imaginamos historias diferentes a las nuestras en los puentes que velan su verdad --Puente de los Mercaderes, que sólo tiene un arco de los seis que ayer lució--.Aquí Roma es un nombre, y nosotros cuatro vidas de este siglo universal, globalizado y curioso.
Devoramos con los ojos el Palacio Episcopal con sus torres, sus palacios nuevo y viejo, románico y gótico --ayuntamiento y museos--, y el alma se amilana ante tanta belleza --en la retina, temblando de amor, viven las piedras de la Via Domitia brillando al sol, huérfanas del pasado--. La Catedral mutilada, sólo coro, nave sin mar y altar mayor, en silencio acusa y condena al Príncipe Negro que la dejó desnuda, a solas con la muerte de San Justo y San Pastor, mártires como la iglesia antigua que reemplaza.
Con canciones de Charles Trenet, hijo de Narbonne y padre de la canción francesa --La mer, compuesta en un tren en la Segunda Guerra, en la radio del coche suenan las olas de un mar que llora por los soldados muertos en las trincheras--.Con la canción del Mar del hijo de Narbone escrita antaño, vamos al presente de Carcassonne.
Como siempre, sin esperarlos, a punto de empezar un nuevo estío cruzan el cielo de la Cité los oscuros vencejos renacidos, suena una campana de la media... y otra vez la familia alquilamos la casa y en la terraza, con la mirada puesta en la muralla, contamos historias viejas, entrañables, llenas de esperanza.
Los dueños de la casa siembran cada día la felicidad --es su lema-- y nosotros, que ahora la habitamos, recogemos la cosecha: orden y alegría respiran las paredes, los muebles, la vajilla, macetas, cuadros, libros...Como el año pasado, durante unos días no echaré de menos nuestra casa y sus enseres, aunque alguna noche despertaré buscando mi radio en la mesilla.
Veo a todas horas la imponente Cité, me siento francés y llevo en la mirada las marcas de las torres y la luz que las besa desde el alba hasta la noche. Y pronuncio los nombres de los vinos con la misma emoción que saboreo paté en croute de canard, y me acuerdo de Lord Clive cuando sé que por momentos ya no soy un español que cena lo de siempre.
Por la mañana la niebla acaricia los huertos y los jardines vecinos, y sube a la terraza la respiración del jazmín. En el cielo de la Cité lucha el sol por librarse de la prisión de las nubes. Momento justo para limpiar la mente y pensar como un niño. La mañana es una bruja benigna que me limpia la mirada..
En la plaza Carnot nos espera Neptuno en su fuente de mármol, en sus fieles tritones con sus chorros eternos. Aquí nos sentamos a escuchar el lenguaje legendario del agua. Aquí nos sentimos como en Barcelona, en perfecta armonía, como si tuviéramos el as del tiempo oculto en nuestra manga.
La Cité de día finge, transige, incluso perdona a los turistas que la humillan con sus ruidos, su indiferencia y sus burlas. El alma de su piedra guarda la compostura. La Cité de noche, a solas, en silencio, cuando las hordas visitantes se han marchado, muestra su verdadero carácter, y la sangre de su historia sacudida rezuma por sus murallas. Y, pasada la medianoche, llegan hasta nosotros las quejas de sus muertos olvidados, cátaros y cruzados en una mezcla irascible. Historia y vida, tan lejos siempre una de otra
A las cinco de la tarde suenan las cinco campanadas de la catedral de Saint Nazaire en la Cité arriba, sobre nuestras cabezas; y unos minutos después, las de Saint Gimer, a la izquierda de la terraza, aquí abajo, en la Bastida, sobre los tejados vecinos. A veces es al revés. ¿Cosas de la historia de Carcassonne, de las guerras entre cátaros y cruzados? Las campanas en sus torres nada entienden de sangre violentada. ¿O sí?
Mientras dibujo un tramo de almenas entre dos torreones, me tiembla la mano y balbuceo sin paz: sillares para la guerra, belleza para la sangre. Cae la tarde, afila la Cité las armas de su historia. Un Blanquette de Limoux sienta la paz que mi cuerpo necesita para seguir creyendo. Y al alzar la copa, veo, invertido, derrotado, al trasluz del vino dorado, el perfil guerrero de la muralla.
A veces me pregunto si los Cátaros no tenían razón cuando afirmaban que hay dos clases de creaciones: la de los seres invisibles e inmateriales, que es la obra de Dios --¿opus dei?--, y la de las cosas visibles y materiales, que es la obra del Diablo. A lo mejor en su tiempo era así. En el nuestro, la cara y la cruz de la moneda está en la mano de quien la tira al aire, del que truca los naipes y engaña a Hacienda.
En el transepto de Saint Nazaire encuentro el epitafio y la tumba de Sans Morlane, archidiácono de Carcassonne, acusado de hereje por la Inquisición y obligado a apostatar de su fe. ¿Eso fue compresible para los Cátaros o simplemente hostil a los excesos de la Inquisición? Tras la pregunta, dedico una sonrisa a la estatua yacente de Sans Morlane y digo: “Aquí a la luz de las vidrieras estás en paz con Dios; disfruta de ello.”
Ilusionado con el nombre de Adelaida de Toulouse --duquesa consorte de Orleans, heredera de la enorme fortuna de su abuelo, el conde de Toulouse, bastardo de Luis XIV, etcétera...-- busco por la Cité algo que me lleve hasta ella, y, ¡vaya por Dios!, encuentro un restaurante hortera con su nombre que, para más inri, despacha falsas Cassoulets, huérfanas de manchons de canard.
Cosa distinta me ocurre con Trencavel, partidario de los Cátaros, fundador del Castillo y la catedral de Saint Nazaire. Metido en las Cruzadas contra la herejía, murió envenenado en las mazmorras de su propio castillo. Y me pregunto si, cuando cae la noche, sigue su alma vagando por la Cité.
En esta misma casa el otro año un gato negro, aparecido una noche en la terraza, me recordó el alma atormentada de Trencavel. ¿Por qué no esperar que aparezca este año, esta misma noche, cuando la sangre rezume por las murallas, el alma triste de Raimundo de Trencavel?
En el Campo Medieval que recrea la Cité hay un cepo de castigo con el que anoche tuve un sueño: me vi con cabeza y manos bien apresados en el cepo de castigo; no sé qué mal había hecho y por qué acabé allí. Pero gracias a Adelaida, logré salvarme de aquel mal trago. Y ahora que menciono el sueño del cepo de la Cité, me pregunto si no habrá sido causa de ello el haber hablado mal de Trencave
En el Pozo más pequeñ que tiene la Ciudadela crece una higuera tan fiel que en San Juan algunas brevas podrían alimentar a los pájaros que fueran a traer a la Cité la paz entre las almenas --¿son cruzados camuflados en las hordas extranjeras?
A los pies de la Cité los dos chicos de la casa, amantes de barbacoas doran la carne con brasas. Jugos gástricos visitan las sombras de la terraza mientras ponemos la mesa y el Minarvais monta guardia. A su lado cuatro copas son cristales de esperanza que brindarán enseguida por la fe que nos aguarda. Los olores que respira la parrilla de la casa nos evocan lo mejor de la huerta y la matanza, signo de humana costumbre del mercado y de la raza.
Un Jack Daniel's con hielo no soporta muchas comparaciones si se toma de cara a la Cité, imponente, imperturbable, poco antes de la siesta. Madera perfumada con gustos a maizales de ultramar, éxtasis personal e intransferible, a un Jack Daniel's con hielo, a la vista la Cité, imponente, imperturbable, sólo lo vence la gracia de la belleza esparcida por el mundo.
Barrio de la Barbacana, donde reina Saint Gimer, donde toca una campana sin badajo y sin cordel desde que mudó la iglesia de retablo, altar y fe. Ahora de nuevo aquí abajo, mientras miro a la Cité que amenaza siempre al cielo, sé que he vencido otra vez. Y con miedo me pregunto: ¿Algún día volveré a ejercer en Carcassonne este envidiable papel?
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