Hoy, cuarto día de nuestra estancia en esta población
del mar, ha amanecido con el cielo cubierto; aun así nos arreglamos para irnos
después de desayunar a dar un paseo por Reus. Y al salir
del comedor descubrimos las primeras gotas de lluvia puntuando las baldosas del
patio de la piscina. Los paseos
de la mano por las ciudades que no son las nuestras para conocer nuevos
monumentos, nuevas formas de vivir… siempre nos han hecho amar especialmente los viajes.
La
estatua de Fortuny, hijo de Reus, es la primera estatua que llama nuestra
atención. Como es domingo todo está cerrado, menos los bares, así que por la
calle Lloveras abajo nos internamos en el corazón de la ciudad de los pintores,
de Prim y de Gaudí. Hace tiempo que no volvíamos por Reus y hemos visto mejoras
en esquinas y plazas. Y en la iglesia principal de la ciudad, la de San Pedro,
una señora se nos ha acercado mientras recorríamos la nave a la vista de las
vidrieras policromadas del rosetón, y al pasar por delante de una capilla nos
ha dicho que durante las reformas que sufrió intentaron llevarse de aquí los
restos de Prim, pero que no lo consiguieron, y aún sigue en algún lugar del
interior de sus muros. Lo que sí descubrimos en la capilla fue una lápida con
la efigie del pintor Fortuny y la inscripción que dice que detrás de ella se
guarda el corazón del artista que pintó La batalla de Tetuán.
Se nos ha pasado volando la mañana, y de regreso hacia
la parada del autobús, hemos entrado en el Parque de San Jorge porque nos
acordábamos, de otro viaje anterior, de que bajo su arbolado en sus paseos de
tierra hay simpáticas estatuas de animales y pequeñas construcciones
neomodernistas, al estilo de Gaudí, puentes, bancos, refugios, glorietas… La
sorpresa ha sido encontrar una estatua de bronce de un adolescente sentado
sobre una roca de calcita, posiblemente rescatada de alguna gruta de
estalactitas y estalagmitas, que acaricia un pájaro que mantiene entre sus
manos. Y es que en el cementerio de Tossa existe una igual sobre la tumba donde
descansa un joven al que le gustaban en vida las aves, pero de piedra. En todos
los viajes siempre hay algo que te toca más que otras cosas la fibra del
corazón.
Mientras escribo estos apuntes sobre la mañana pasada en
Reus, suena en el USB del ordenador el oboe del Concerto Moscow Virtuosi de
Mozart en nuestra habitación del hotel, adonde hemos vuelto después de dar
nuestro habitual paseo por la calle Barcelona de esta población del mar,
iluminada con las luces de Navidad, lo curioso es que este año han instalado un
árbol-cono azul gigante en cuyo vértice campea una estrella. La calle Barcelona,
aquí y allá, está adornada también con otros elementos encendidos, como el oso
de la calle de la Iglesia o el muñeco de nieve que hay delante de la modernista
Casa Bonet, ya cerca del mar,. Algo más tarde el mar ha oído con atención
nuestros pasos a la altura de la barca de Santa María del Mar, encendidos sus
fanales.
De repente, aquí en la habitación del Hotel suenan los
aplausos de la gente que escuchaba el Concerto Moscow Virtuosi de Mozart.
Silencio.
Sólo escucho el pulsar de mis dedos sobre las teclas
del ordenador,
y sin embargo se obra el milagro más agradecido:
la emoción escrita va llenando nuevos renglones
para cobrar su propia independencia. ¿Versos?
¿Surcos donde siembra el deseo realidades fingidas?
El azar tiene la palabra. Yo obedezco.
Bajaremos a bailar. Hay un grupo de jubilados con el
que hemos hecho buenas migas para bailar algunas piezas musicales en línea. Buena gente.
Buena compañía, al menos durante el tiempo de mover el esqueleto.
Los pronósticos
del tiempo dicen que va a llover. Pero a nosotros qué. El hotel, nuestra
segunda casa ahora, nos ampara como la nuestra. Y no tenemos que pensar en pisar la
calle, como cuando vamos a bailar a nuestro sitio habitual, una vez que termine
de sonar la música. Tenemos nuestra habitación a cubierto y a un paso de la
pista.
Nuevo día. Hace sol, pero esta noche pasada ha estado
lloviendo toda ella y esta mañana, cuando hemos salido a pasear un rato
chispeaba y estaban todas las calles llenas de agua. Parece que los desagües en
esta población del mar no andan muy bien que digamos o no se hicieron bien
desde un principio. Armados de paraguas, hemos salido hacia el paseo del mar y
hemos llegado hasta la Vela de hierro de la zona de los restaurantes arrimados
a la pasarela donde revientan las olas. Nadie a la vista; sólo el mar en su
inmensa y brava soledad. Aquí empieza el llamado Camí de Ronda, que llega hasta
la Playa Larga, que en otro tiempo fue un camping excelente donde en otro tiempo plantamos nuestra caravana al borde de la arena
y pasamos unas alegres vacaciones. Hoy nos hemos conformado con
sortear el salpicado de las olas en la pasarela que bordea milagrosamente la
costa asomada a sus constantes embestidas hasta llegar a la Cala de los
Capellanes, bello y solitario lugar donde las haya. Hemos echado una ojeada a los
pinos que se acercan a la orilla, por entre cuyas ramas se ven los claros que
luchan en el cielo por romper los oscuros nubarrones.
Ahora hace sol. Y por los grandes ventanales del salón
de baile donde nos hemos instalado para leer y escribir un poco vemos la
araucaria de la calle iluminada y a las hojas de los plátanos caer sobre la
marquesina de un restaurante cerrado.
Momento irrepetible el de estas hojas muertas que caen
sobre el asfalto.
En otoños siguientes seguirán muriendo las hojas de
los árboles
y cayendo en diferentes asfaltos del mundo.
Pero éstas que veo aquí y ahora morir y caer sobre
este asfalto
son únicas e irrepetibles en el misterioso azar de la
eternidad.
A éstas que ahora veo el aire juega
a darles movimientos de baile sin música,
a mecerlas un instante en el temblor que media
entre el rápido pasado y el veloz presente mientras
van y vienen .
las sombras de los plátanos por las blancas fachadas
como recuerdos evocados por una mente caprichosa.
De vez en cuando algunas hojas muertas
se levantan del suelo y juegan a ser pájaros,
milagro imposible de volver a la vida.
El otoño es un teatro donde se representa la tesis
real de Calderón,
y nosotros meros comparsas en el rápido viaje hacia
los sueños.
Y como hace sol y la invitación a salir a pasear
nuevamente es imperiosa, la aceptamos de buen grado y nos echamos a la calle,
pisando alfombras movedizas de hojas muertas.
Nos hemos sentado en un banco del paseo del mar de
cara a la playa, a las palmeras que agita el viento y a los espesos celajes que
se ciernen sobre el mar, que como siempre, indefectiblemente, manda a morir a
la orilla a las olas que eligen ese destino. Se está bien al sol aunque el
viento no para. Después hemos continuado nuestro paseo hacia el puerto,
hacia donde el remedador de redes de bronce permanece impertérrito en su faena
pese al fuerte viento que sigue soplando.
Mientras escribo estos apuntes para hacer tiempo antes
de bajar a comer, suena en el USB la Water Music de Handel. La marcialidad de
los violines me hace pensar en el momento en que cincuenta músicos a requerimiento del rey Jorge I hicieron sonar
sus instrumentos a borde de una barcaza que navegaba sobre el Támesis un día de
julio de 1717.
Me asomo a la calle desde la terraza de este sexto
piso del hotel y asisto al desahucio de las últimas hojas que aún quedan en las
copas de los plátanos. Es una elegía constante de lo que se va, pero a la vez
un canto a lo que espera en la savia de estos árboles que saben ser pacientes y
esperar a la nueva vida que les traerá la próxima primavera. En el tiempo la
cosa siempre es así: tras la tormenta viene la bonanza y si en otoño e invierno
parte de la naturaleza desaparece o muere, en primavera y verano resucita y
triunfa el esplendor.
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