La buena compañía es un bien irrenunciable y de todo
punto satisfactorio para quien la disfruta. Dicho esto, debo aclarar antes de
seguir adelante, que la buena compañía a la que me refiero no sólo puede ser
humana, que reconozco que es la mejor con diferencia, y a ella volveré más
tarde o más temprano en vaivenes de apoyo, sino a cualquier otra compañía que
sea positiva y benefactora para la persona, y que puede ser múltiple y muy
diferente. He aquí algunas de esas buenas compañías de cariz diverso y origen
dispar: la siesta, la radio nocturna, la música, un libro, el bosque, la
memoria y los recuerdos, el mar, una exposición de pintura, el mero hecho de
ponerse a escribir un poema azuzado por una emoción repentina, el silencio, el
cine, el teléfono, los amigos, un recital de poesía, una copa de vino, la
familia, una pista de baile, una comida, un viaje, el acto de preparar el
caballete y un lienzo para pintar alguna cosa, el ordenador…
Sin ir más lejos, ahora mismo, en medio de una tarde
de noviembre en un hotel, mientras escribo estas notas, me acompaña la música
de piano que, junto con la música natural de la lluvia que cae fuera, reproduce
la atmósfera y las sensaciones de un bosque. El placer que siento al oír ese
conjunto de notas y sonidos me transporta inmediatamente a cualquier bosque,
arboleda, pinar, parque, monte… que yo haya podido visitar en persona o ver en
un documental o una película. Y mientras dura el disco, mi mente, mi memoria,
siguen allí, en ese lugar habitado por árboles que se concreta en la música que
perciben mis oídos y siente mi corazón. Y luego, cuando el silencio sustituye a
la música del USB, del dispositivo que conserva esa pieza musical, y mi sentido
del oído deja de transmitírmela, mis ojos vuelven a ser los dueños de mi cuerpo
y toda mi atención se fija en los renglones que van apareciendo en la pantalla
de mi ordenador a la orden de los dedos que pulsan las letras del teclado, que
no paran mientras mi mente va extrayendo las palabras del pozo de la lengua que
forma parte de mis conocimientos, adquiridos tras muchos años de aprendizaje,
lectura, experiencia…
Ya no siento la compañía de la música grabada, pero
siento la compañía inapreciable de otros elementos, como mi ordenador, que
fielmente reproduce mi pensamiento, como este silencio que reina en la sexta
planta del hotel, que en los tiempos que corren, atiborrados de gritos,
bocinazos, golpes…, es toda una bendición, como esta copa de Jack Daniels con
agua fría que voy consumiendo lenta, gustosamente, al compás de los puntos y
seguidos, puntos y apartes, pausas para pensar y elegir opciones ortográficas,
semánticas, sintácticas.
Y aunque por momentos ya no sienta la buena y
enriquecedora compañía de la música grabada en el USB que tengo conectado en mi
ordenador, aún me dura en la mente el recuerdo del paseo que hemos dado hace un
rato mi mujer y yo por las calles de esta población del hotel
donde estamos alojados. Y los detalles que alimentan ese recuerdo me acompañan
amablemente con sus colores, olores, sonidos, alumbrados, pasos de cebra,
conversaciones, sensaciones de cansancio, emociones dispersas, acciones varias,
la mano de mi mujer cogida a mi brazo, los objetos del pasado asomados al mismo escaparate después de
cincuenta años, el pupitre de una escuela del siglo XX, los libros de lectura y
de estudio y los utensilios de escritura que utilizaron niños que hoy son
hombres de cierta edad como yo, la vaca de mentira que asoma su cabeza blanquinegra en la
puerta de una tienda de objetos de regalo… Parece que los vuelvo a
vivir…Ya
es hora de bajar al comedor.
Para variar, después de muchos días pasados por agua,
tras la breve tregua que tuvimos ayer en esta población del mar a la que hemos
venido a pasar ocho jornadas de otoño y tranquilidad en la mejor compañía que
conocemos, que somos nosotros mismos; para variar, vuelve a llover. Desde el
privilegio de las alturas que disfrutamos en esta sexta planta del hotel donde
está nuestra habitación, vemos al alcance de la mano un cielo encapotado y los
tejados vecinos charolados por la lluvia, fina lluvia, pero terca en su empeño
de volverlo todo gris y triste.
Aun así, nosotros nos armamos de valor y ánimos para
pasar la mañana como si la lluvia fuera con otros, con las araucarias, las
palmeras o el paseo donde el rey Jaume I alzado en su monumento de piedra,
parece una vela de barco, se mira el ombligo eternamente, por no hablar del
mar, al que no le importa mojarse otra vez. Y en buena compañía, ella con su
lector electrónico (Jane Austen con La abadía de Northanger le espera) y yo con
mi amigo inseparable el ordenador, bajamos a la sala de baile, llena de grupos
que juegan o charlan simplemente a la vista del tiempo que hace fuera.
Y sin darme tiempo a hacer, decir, pensar otra cosa,
un chispazo de emoción, que no sé definir claramente, me empujar a escribir
(¿un poema, una reflexión, un relángrafo…?)
Las fichas de dominó al resbalar sobre el tablero de
las mesas silencian el llanto de la lluvia.
A través de los cristales de las grandes ventanas del
salón de baile veo en lo oscuro de los pinos y las araucarias caer la
lluvia; sólo la veo, y así, sólo vista, la lluvia es más
hermosa, casi como una cortina de baño por donde resbala el
agua tibia de la ducha, un vestido transparente, tejido con hilos de
plata.
Pero le gana en hermosura la imagen de mi mujer
leyendo junto a mí, un cuerpo que hace rico mi cuerpo, un alma que vela
por mi alma, un ángel terreno que guía mis pasos sin pedir nada a
cambio…
Y me quedo mirándola extasiado.
Así de perfil,
con la cabeza ligeramente inclinada, como una dalia sobre la tierra que la alimenta, dándole la luz en las gafas, con los ojos puestos en
el lector electrónico, elevando de la pantalla hacia su mente las ricas
enseñanzas de Jane Austen, su autora favorita, no tiene nada que ver con las lectoras pintadas por
los artistas, la pelirroja de Renoir, la soñadora de Fragonard, la de Van Gongh, la de este y
de aquel, todas hermosas, pero ninguna sabe salir de su ventana
eterna y hacer otra cosa que posar con un libro en la mano o
en el regazo, todas congeladas en el ensueño imposible de las
letras…
Mi mujer, al ruido de la lluvia, levanta la mirada del
lector para clavar en la mía la impresión que le produce el
aguacero.
La imagen del cuadro ha despertado y ha puesto punto final a esta reflexión.
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