La tertulia de Jurado (1)
Algunas veces que mi mujer me acompañaba
a la tertulia de Jurado, sobre todo, a partir de cierto tiempo en que empecé a
sentirme allí como en mi casa, íbamos los cinco o seis más avenidos de la tertulia a un bar de la Ronda de San
Antonio, que estaba pegando al Mercadillo de libros de ocasión, y allí
charlábamos de nuestras familias y de los proyectos literarios que teníamos. Pero
eran las cuatro paredes del salón principal del piso de Jurado donde tenía
lugar lo más importante. Allí dentro, alrededor de la mesa presidida por el
poeta anfitrión, rodeados de estanterías de libros, encima de una de las cuales
el busto de Galdós nos miraba siempre protector, era donde crecía la amistad,
el respeto y la admiración entre nosotros, pero también las inquietudes
personales de llegar más lejos en el reconocimiento de nuestra obra particular,
que con el tiempo, se fueron convirtiendo en pequeñas envidias, especialmente
cuando alguno conseguía algún premio. Como cuando el amigo Vicente Rincón
obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Martorell.
Ya estoy volando demasiado
lejos. Debo volver a aquella primera vez que pisé la tertulia de Jurado, tras
el envío de Cangilones si quiero
poner cierto orden a estas memorias. Cuando junto a la puerta de la calle pulsé el
timbre del piso, el corazón amenazaba salírseme por la boca. De repente, una
voz de hombre me preguntó desde arriba quién era. Le dije mi nombre y tras un
ruido electrónico se abrió la puerta. Entré en el portal y empecé a subir las
escaleras. Aunque era todavía bastante joven, llegué arriba a punto de echar
los bofes. En la puerta del piso me esperaba un hombre mayor que yo, de cabeza
grande y pelo fuerte y encrespado de color zanahoria, que se presentó como
Matea, me dio la mano y me invitó a entrar. Luego le seguí por un pasillo hasta
el salón donde estaba reunida la tertulia.
Aquel día fue memorable. Además de conocer al
poeta de poetas y director de la tertulia José Jurado Morales y a Matea, que
fue quien me había abierto la puerta, tuve la suerte de conocer a dos poetisas
de alto vuelo, ambas licenciadas como yo e igualmente colegas del mismo gremio.
Una, Isabel Abad, que había cursado Clásicas, de verso elegante a la vez que
profundo y culturalista, como se llamaba entonces a una corriente poética
recién nacida y a cuyos representantes los manuales al uso bautizaban de
Novísimos, y la otra, Esther Bartolomé, licenciada en Filología Románica, que
era la persona que había contestado a mi carta invitándome a asistir a la
tertulia, una mujer tan joven como sabia, autora de libros de poesía y de
crítica literaria y colaboradora de revistas de tirada nacional y de reconocida
solvencia, como Ínsula o La estafeta literaria, por citar dos de
ellas.
En aquella primera reunión
también conocí a una pareja singular formada por la poetisa aragonesa Sofía
Sala, fina y rubia como un ángel, de voz reposada y mágica, y su marido
Aurelio, un hombre de leve sonrisa, demacrado y enfermizo que cuando se
envolvía en su abrigo, que era casi siempre, aun en temporadas de bonanza
climática, parecía desaparecer dentro de él; y a otros poetas como Vicente Rincón
y Carreta, que resultó ser muy amigo de Matea; estos dos últimos, Carreta y Matea,
eran los dos tertulianos más asiduos, según puntualizó José Jurado Morales. Jurado
era un anfitrión perfecto: él mismo preparaba en la cocina contigua café para
todos los circunstantes. Como poeta, poseía un gusto exquisito y escribía una
lírica profunda a la vez que musical, como pude comprobar ya aquel mismo día,
cuando nos leyó, a petición de Esther, el Pórtico
del libro que acababa de publicar en Rondas, la editorial que él dirigía, Poemas del amor radiante:
“Cancelas abre al AMOR
con trovas y madrigales,
que al amor le agrada el verso
con las sílabas cabales.
Cancelas abre al AMOR,
que pasará tus umbrales
si le ofreces, como en prenda,
miel de flor en tus
panales…”
Luego me hicieron hablar de Cangilones y me invitaron a leer algunos
poemas. Aquella mi primera tertulia literaria me fue de gran utilidad pues
Jurado, sacando a relucir una de sus cualidades más celebradas, me proporcionó
generosamente una lista de escritores y poetas nacionales y extranjeros a
quienes me sugirió que les enviara ejemplares de mi libro para que lo
conocieran y opinaran sobre él. Recuerdo que me dijo:
--Esa es la regla número uno que
debe seguir al pie de la letra el neófito si quiere ser conocido en el mundillo
literario.
Y esas cosas y todo lo decía con
hablar pausado y riguroso. Y yo, ilusionado como siempre, me puse a mandar Cangilones, junto con la recomendación
de Jurado, a cuantos escritores y poetas me alcanzaron los ejemplares que tenía,
a excepción de una veintena, que conservé para casos imprevistos. Me
contestaron muchos y de ellos recuerdo especialmente las palabras generosas de
dos figuras señeras de nuestra poesía contemporánea, Carlos Murciano y José
García Nieto, amigos personales de Jurado. Amigos que al año siguiente, con
motivo de un homenaje que la Casa de Andalucía de la Vía Layetana le hizo al
poeta de Linares, acudieron muy gustosamente para hacer una semblanza muy
emotiva de Jurado Morales. Esa noche compartí tiempo y emociones con esos dos
poetas, con el homenajeado y con otros poetas de la tertulia, como Matea, Carreta
o Rincón, en el restaurante Las cinco
Villas de Barcelona, situado delante del antiguo estadio del Español, en la
avenida de Madrid. En un momento dado de la cena, me atreví a ir a la mesa que
ocupaban junto con Jurado y, tras presentarme, les di las gracias por las
palabras amables que ambos habían dedicado a Cangilones.
Recuerdo que al acabar aquella mi
primera tertulia, Matea y Carreta se ofrecieron a acompañarme en el viaje de
vuelta a casa en metro hasta Sagrera, donde hacía trasbordo para tomar el tren que
me llevaba a Horta. Ellos, que seguían el viaje en la misma vía, me dijeron que
vivían en Cerdanyola. Uno, Carreta, era vigilante nocturno en obras de construcción,
y Matea capataz en la fábrica de amianto de Aiscondel. El más hablador era Matea,
que no dejaba de sacar de los bolsillos de su chaqueta recibos de la empresa donde
había escrito al dorso borradores incontables de poemas para leérnoslos en el
viaje en voz alta, ante la sorpresa de los demás viajeros. Matea tenía una
letra pequeña, rápida y angulosa que recorría el renglón de un lado a otro, y
él la leía igual de rápido, como si tuviera miedo a que se le fuera el tiempo y
no pudiera leer todo lo que quería. Y
pasaba al siguiente papel. Y explicaba cómo había empezado a escribir en él,
qué ideas le habían venido a la cabeza cuando escribía o en qué o quién estaba
pensando antes de dejar bolar el bolígrafo. Aquel día me regaló dedicado uno de
sus libros de sonetos (siempre llevaba a la tertulia algún libro para regalar y
dedicar); el poemario se llamaba Sonetos
en gris mayor, que había obtenido el premio de Diputación de Albacete veinte
años atrás pero que había sido publicado el año 1977. Fue poco antes de que yo abandonara
el vagón en Sagrera. Justo cuando me recomendó que fuera al cine a ver Sonata de otoño, de Bergman, una
historia, me dijo de amor materno-filial llena de desencuentros, amores, odios,
reproches, música de la buena y poesía, mucha poesía, en el texto, en los
ambientes interiores de la casa donde se mueven los personajes, en los paisajes
del lago… Justo entonces, sin transición ninguna, me dijo que era de Albacete y
que había venido con su madre a Cerdanyola después de la guerra civil. Quedamos
en vernos en la tertulia para dentro de dos sábados porque el siguiente yo
tenía que hacer otras cosas con la familia y me era imposible asistir.
Pensé en ir al cine un día de
aquellos para ver Sonata de otoño, y
pensé también en la bella novela del mismo nombre de Valle-Inclán. Y entonces abrí
el libro de Matea mientras el tren me llevaba a Horta. Lo primero que descubrí en
él fueron algunos comentarios que habían escrito sobre su obra escritores
españoles muy conocidos como Pemán, Leopoldo de Luis, Cristóbal Benítez, Luesma
Castán, Buero Vallejo, Antonio Beneyto, Juan Antonio Villacañas o el mismo Jurado
Morales, que había consignado: “La poesía de Matea es un espejo en el cual
podemos ver su imagen, tal como es él mismo. Poeta que logra expresarse con la
difícil sencillez, logro que no está al alcance de todos.”
Luego leí el primer soneto:
“Quisiera ser cual soy, tener pan tierno,
un beso de mujer, de vino… un vaso,
que no quiero vivir con el fracaso
de buscar gloria y encontrar infierno.
¿Por qué ambicionar más si, en mi gobierno,
encuentro la salud hasta el ocaso
y el dulce hogar que acoge, donde paso
las horas frías del helado invierno?...”
He mencionado
arriba, entre los escritores que opinaron sobre el libro de Matea, a Cristóbal
Benítez. ¡Ay, Cristóbal Benítez!, ¡cuántos buenos recuerdos conservo de él! No
hace mucho nos dejó. Era un poeta andaluz, de Montejaque, Málaga, una persona
simpática y generosa donde los haya que ya se había dado a conocer como amante
de las musas poéticas en 1968, con Sendero
en el alba, título sugeridor que parece ya indicar a las claras el arranque
esperanzador de su largo camino lírico. Cristóbal fue un asiduo asistente a la
tertulia de Jurado desde sus inicios, como Matea, Carreta, Rincón o Díaz
Borges, por citar otro poeta de cuerpo entero, de gran corazón e igualmente
generoso conmigo desde el primer momento en que nos conocimos, del que ya
hablaré en otro momento. Ahora le toca el turno a Cristóbal.
Cristóbal
entregó a Rondas su segundo libro, también de título elocuente, Del camino y la esperanza, para que
viera la luz en 1976, tres años antes que mi Agua vivida. Jurado escribió de él en la solapa del libro: “Se
trata de un poeta que, conmovido ante el paisaje, lo describe con ternura,
ofreciéndonos siempre la imagen real, viva.” Autodidacto, supo construir un
camino propio en medio de tantos poetas como a diario surgían en la época aquí
y allá con miles de páginas dedicadas a cantar la belleza. Hay mucha poesía
echada al mundo, pero hay muy pocos poetas que sepan verla y expresarla, y uno
de ellos era sin duda Cristóbal Benítez. Con palabras de Jurado, “poema a poema
coordina espíritu y corazón, hasta entregarse sobriamente en cada verso con un
enternecido acento: el de la poesía verdadera.” Del camino y la esperanza muestra una métrica variada: versos
libres y sin rima, versos con rima asonantada y versos sujetos al rigor de las
estrofas clásicas; y en todos un corazón sincero y generoso y una mente libre e
independiente, siempre al servicio de la tolerancia y el amor, del canto y del
optimismo. Cuando se me pregunta si la poesía de Cristóbal es de matiz social o
intimista, respondo sin dudar que Cristóbal es un poeta que cultiva un
intimismo social porque al hablar de sí mismo se vale de los sentimientos de
los demás y al hablar de los demás lo hace a través de su propia manera de
sentir y de pensar. El libro contiene sonetos donde el intimismo social
prevalece y tiene romances donde lo social aparece interiorizado. Y otras
composiciones donde ambos ingredientes están tan sabiamente mezclados, que es
difícil discernirlos. Como puede comprobarse en Pon de tu pan, poema que dedica precisamente “a José Jurado
Morales, porque de su celemín yo cogí algún grano de trigo.”
“Cuando sientas, amigo,
herido tu costado por traidora lanza,
no te dejes vencer por su latido
y bébete la pena con tus propias lágrimas.
Siéntete más entero.
Muerde la vida. Agárrala:
renace de tu propia desventura.
Ánimo y no decaigas.
Sigue llamando. Así es la vida,
y, si alguien responde a tu llamada,
dale la mano, mírale a los ojos,
y con tu sentimiento y tu palabra
dile que vienes por las sendas solo,
pero sin renunciar a la esperanza.”
En
cuanto a José Díaz Borges, igualmente desaparecido, tinerfeño de Guía de Isora,
estudió Bachillerato Universitario en Ciencias por la Universidad de San Fernando de La Laguna (Tenerife). Fue Maestro
de Primera Enseñanza, Practicante en Medicina y Cirugía con especialidad en
Anestesia, Medicina de Empresa y Podología y “Oficial del Ejército en situación
de retirado”, como le gustaba a él retratarse en sus Bio-bibliografías. Además
era una persona educada, seria, culta, atenta y generosa como pocas he
conocido, y desde luego nacida para ser poeta de cuerpo entero, pues ya a los catorce años publicó su primer libro, Horizontes de zafiro. Le siguieron otros
poemarios como En la sólida piedra, La luz herida y, últimamente, Cantos a Miguel Hernández, que vio la
luz en Rondas un año antes que mi Agua
vivida. Los Cantos fueron
seleccionados en el Premio de Poesía de Ciudad de Martorell de ese mismo año
1978. Está formado por 25 sonetos, varias composiciones de diferente extensión
métrica que titula Ecos y un extenso
poema de versos libres, No puedes luchar.
Como afirma Jurado en el prólogo, José Díaz Borges “en este nuevo poemario, Cantos a Miguel Hernández, rinde un
fervoroso homenaje a esa gran figura de nuestra lírica…” Y más abajo: “Hay en
estos sonetos mucha admiración que el poeta expresa con acento tierno unas
veces y otras con cierta aspereza porque así lo requiere la configuración de lo
que hay en el fondo del soneto, donde se despejan los contornos de la recia
personalidad de Miguel Hernández de tan destacados matices humanos como
espirituales.” Tiene razón Jurado. Eso es lo que hay en este libro: mucha humanidad
y mucha espiritualidad. Sin espigar demasiado, encontramos bellos ejemplos en
el libro. Sirva de muestra el soneto titulado Te me vas:
“Te me vas de la cuenca de mi mano
como el agua en el alma, fuente o río,
para dejar cegado este vacío
como si se evaporase un oceano.
Pero te gano, creo que te gano
para volver de nuevo al pecho mío,
y, en armonioso canto, un dulce pío
escucho de tu voz, poeta hermano.
No se apaga tu voz, tu voz resiste
contra el odio, la muerte y la cizaña;
por todo aquello que en el verso diste
hoy de nuevo te aclama y vibra España,
cual gigante, Miguel, morir supiste.
¡Hoy mi verso en la gloria te acompaña!”
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