Diario de un viaje
Septiembre se marcha poco a poco entre nublado y
nublado. Volvemos a coger a los nietos como ayer y esta misma tarde nos vamos a Barcelona. El viaje a Oviedo
empieza mañana. Las dos guías de viaje que saqué de la biblioteca de Cerdanyola
las tengo más que vistas y estudiadas y he tomado apuntes sobre los posibles
itinerarios y visitas que pensamos hacer en la capital de Asturias. De todos
modos me llevaré una, la de Martínez Reverte, para situarme mejor una vez
estemos allí. A ratos voy corrigiendo algunos versos de El ciclista solitario y
avanzando en el último relato de Un cuento de miedo que he titulado El hombre
desconocido, sacado de la carta que el Castellano ha recibido de su amigo el
brujo de Viena. Pero ahora sólo quiero centrarme en la ciudad de la Regenta y
Feijóo. Las maletas están prácticamente hechas y sólo falta dejar libres a las
emociones del viaje.
Y a poco más de las 7 y media de la mañana del
miércoles 28 ya estábamos esperando en la pista del aeropuerto del Prat en el
avión que nos llevaría a Asturias.
Vuelo y de nuevo a esperar. Ahora en el
aeropuerto de Asturias, a que llegue el autobús con destino a Oviedo (aún no
sabíamos ni sospechábamos siquiera lo que a la vuelta tendríamos que sufrir los
pasajeros que se nos había ocurrido volar con Vueling en estas fechas). Finalmente, rodamos hacia Oviedo por la autovía del Cantábrico cerca de las
10 y media. Pero, como el viaje estaba empezando, la esperanza de vivir las
emociones siguientes nos hizo agarramos a la ilusión del momento; así que empezamos a disfrutar de
las vistas que a un lado y a otro podíamos contemplar a través de la ventanilla del autobús: valles y prados verdes
semiapagados a la escasa luz del día que permitían las nubes que tapaban a
grandes trechos el cielo; a veces el sol lograba deshacerse de las sábanas de
las nubes y abrillantaba cuanto besaban sus rayos como si jugara a la luneta
con los troncos de los árboles, las casas, los prados, las montañas; los
plumeros salpicaban los lados de la autovía mientras que a lo lejos, jirones de nubes se
enganchaban en las montañas; más cerca, vacas pastando en los verdes prados;
centros comerciales; cielo tapado de nuevo… Nos preguntamos si el tiempo va
a estar siempre así durante nuestra estancia en Oviedo. Pero nos conformaremos con lo que sea
porque entre otras cosas no podemos hacer nada. Y simplemente nos dejamos
llevar por la ilusión que tenemos de conocer la ciudad de Feijoo, Campomanes,
Clarín, Valdés Salas, Ana Ozores…
El Hotel con nombre de país se encuentra en la calle Jovellanos, es decir,
inmejorablemente situado. Y antes de dar con él nos topamos en nuestro camino con
Woody Allen, andando solo en Milicias Nacionales, frente al pulmón de la
ciudad, el Campo de San Francisco, que antiguamente fuera el huerto (¡menudo
huerto!) de la orden franciscana que aquí tuvo un magnífico convento (queda,
eso sí, el monumento al santo de la orden, escondido a la sombra de centenarios
árboles, como comprobaríamos enseguida). Y un poco más allá la Maternidad de Botero.
Dejadas las maletas en la
habitación, nos echamos a descubrir el corazón de Oviedo, como ya he adelantado, a un paso del
Hotel. Por la calle Jovellanos adelante, damos en la primera esquina con el
Convento de San Pelayo y algo más adelante con la plaza de Feijoo, con la
estatua del fraile escritor meditando en el centro. Y enseguida la plaza de la
Catedral, a estas horas de la mañana bastante frecuentada. Como aún no hemos
desayunado, entramos en los Pagos Viejos, un bar que hay allí mismo en la
plaza, y reponemos fuerzas mientras echamos una ojeada por las ventanas
abiertas a la Catedral, a San Tirso, a la Rúa…, destinos de nuestros siguientes
pasos. Y una de las primeras cosas que
hacemos es buscar la estatua de Ana Ozores, la Regenta, protagonista de la obra
homónima de Clarín, para hacernos una foto junto a ella, empresa difícil porque
la estatua de la mujer que se atreve a desafiar las costumbres y la moralidad
de la provinciana Vetusta está muy solicitada por turistas y visitantes de la
ciudad. Al fin lo hacemos y nos internamos por la Rúa hacia el Fontán y los
sitios más emblemáticos de la zona. Localizamos un restaurante con nombre de ciudad andaluza y un menú que
nos llama la atención por los productos de la tierra que se anuncian en él y
decidimos al unísono volver a él tras el primer contacto con la ciudad de
Clarín para hacer el primer alto y comer.
Y tras la abundante comida del país (fabada asturiana, cabrito a la sidra y arroz con leche), el cuerpo necesitaba una siesta
en la paz de la habitación del hotel. Son ya las 3 y media de la tarde. Y entre
recuerdos de cosas vistas en el Fontán, donde parecía que Pérez de Ayala había
sembrado para siempre sus personajes provincianos de Tigre Juan entre productos
artesanales y palabras picaronas, en el Campo de San Francisco, en la plaza de
la Escandalera…, encuentro un sueño reparador.
Nos espera una tarde movida, nuevos rincones, nuevas piedras bellas,
palacios, plazas, cervezas… y en sus manos nos ponemos bajo un cielo cambiante.
Y sobre las siete, descubrimos en una rotonda, en
medio del tráfico rodante, la omnipotente escultura de Campomanes, entregado a
la escritura en un legajo larguísimo con su pluma acerada e intransigente, y
envuelto en una capa inmensa de tentáculos terribles que alcanzan cualquier
lugar y tiempo por inaccesibles que parezcan. La censura está latente.
Una hora más tarde, tras deambular por las callejas y
plazas que ya forman parte de nosotros mismos, como si lleváramos toda una vida
en Oviedo (no está mal la exageración cuando crees en lo que dices), vemos
agonizar la luz de la piedra dorada de la iglesia prerrománica de San Tirso,
hermana menor de la gótica Catedral que parece protegerla eternamente. Más tarde, tras
acariciar el mango del paraguas del viajero de la plaza de Porlier, nos
perdemos por Jovellanos arriba hasta caer rendidos (llevamos levantados desde
las cinco de la mañana y no hemos dejado de caminar salvo el alto del Hotel a
mediodía) en un restaurante con nombre derivado de pan. Un poco de comer y beber nos dejará como nuevos. Oviedo
vuelve a ser la Vetusta de Clarín, tranquila al caer la noche y encerrada en
las sillerías y escudos de los palacios y en las columnas de los patios y las
plazas (la del Ayuntamiento, con San Isidoro levantando su torre renacentista
junto al mercado del Fontán) es un compendio absoluto de soledad y silencio).
Desde la ventana de la habitación vemos sobre los
tejados colindantes sobresalir como una llama de luz la aguja gótica de la
Catedral. Ya es noche total y Oviedo duerme. Recordamos, momentos antes de
sumirnos en brazos de Morfeo, cómo, después de cenar y dando un paseo por el
Porlier hacia la Catedral para ayudar a digerir la cena, hemos sido testigos de
una manifestación de jóvenes mujeres ovetenses gritando y cantando cosas a
favor del aborto y el amor libre. Ana Ozores, a unos metros, sonreía pensando
en su pacata Vetusta. ¡Vaya cambio!
Mañana será otro día. Y nos esperan los monumentos
prerrománicos de los prados y los montes de las afueras de la ciudad.
Nada más salir del Hotel, camino de un lugar tranquilo
(aquí hay muchos) donde desayunar, nos encontramos con un día fresco,
neblinoso, como si un orvallo mágico quisiera adherirse a nuestra visita de
hoy. Hay un velo finísimo sobre la Regenta. Apenas se vislumbra la aguja de la
torre de la Catedral. Finalmente, entramos en un café con nombre de moneda americana, en la plaza de
Porlier. El desayuno sienta bien; a esas horas hay muy pocos parroquianos;
hablamos del plan de hoy.
Al salir, echamos una ojeada al viajero (Williams B.
Arrensberg), de Úrculo, que sigue esperando con sus maletas y su paraguas (sabe
que en estas tierras el régimen de lluvias es abundante), sin saber cuándo
llegará el momento de partir. Nosotros partimos con parsimonia hacia la parada
del autobús, que se encuentra cerca, en Uría, frente al Campo de San Francisco,
que ya empieza a ser familiar. El A2 nos llevará dirección Centro Asturiano
hasta Monumentos Prerrománicos, que es una de las últimas del recorrido. Pero
el autobús llega con retraso (circunstancia que parece proverbial en estos
pagos en lo que se refiere a los transportes públicos); mientras tanto nos damos
un paseo por las calles vecinas, del Doctor Casal, Palacio Valdés, Milicias
Nacionales, mirando escaparates, edificios, y volviendo a saludar al solitario
Woody Allen, que sigue con su propio paseo por el mundo de la magia y del cine,
repitiendo para sus adentros las palabras que dedicó a Oviedo cuando estuvo en
esta ciudad para recibir el Premio Príncipe de Asturias a las Artes de 2002 y
cautivado por la belleza y tranquilidad de la ciudad: “Vengo de un ciudad
enorme, gigantesca, con multitudes, ruido… y llego aquí donde todo es antiguo,
limpio y agradable… como si no fuera de este mundo, como si no existiera…”
Cuando subimos al autobús con filosofía de pacientes viajeros, dejamos de
pensar que se nos irá prácticamente la mañana en la visita. ¡Qué más da! Si nos
vamos a encontrar con una maravilla de arte en conjunción con la belleza
solitaria de la naturaleza.
Es cerca del mediodía cuando el autobús se detiene
en la parada Prerrománicos. Tras los primeros pasos en ascenso, descubrimos
los prados medio cubiertos por la niebla. Un hórreo sale al camino a
saludarnos. Hay cerca un labriego quemando broza y el humo que se desprende de
la hoguera se mezcla con la niebla. Es algo dura la subida para nuestra edad,
pero vale la pena. Todo sería mejor si un grupo de personas vocingleras que nos
antecede en la ascensión cerrara su boca y se limitara a contemplar la belleza
que le rodea. De vez en cuando los erizos de las castañas caen de lo alto y
golpean el empedrado del camino con un sonido melancólico. Eso y el silencio de
murmullo constante del campo nos hacen olvidar momentáneamente las voces que
van delante y que casi ya no se oyen. Sí, en cambio, el jadeo de nuestras
respiraciones causado por la empinada ascensión y por el humo que había
provocado el labriego. Pero ya digo, valió la pena pasar ese momentáneo
sacrificio. Y en un recodo del serpenteante camino apareció a nuestros ojos la
maravilla pétrea de Santa María del Naranco, reposando sobre un verde llano,
solitaria en sus arcos, sus columnas, su misterio civil y religioso, semivelada
por la neblina, que se resistía a abandonar sus bellas piedras, de las que
parecía estar eternamente enamorada. Nuestros ojos no se cansaban de admirar el
conjunto del hermoso templo del siglo IX, mandado levantar por Ramiro I,
rectangular con dos pisos abovedados, el de abajo, una cripta comunicada con
dependencias destinadas a baños, y el de arriba, una zona central y en los
extremos sendos miradores abiertos por tres arcos cada uno. Pero lo que más nos
llamó su atención fue la elegancia y la proporción de su exterior, los arcos
fajones, los contrafuertes, los arcos, las columnas, la escalera de doble
vertiente, los medallones enmarcados… Este palacio-iglesia, a nuestros ojos,
era más que el recuerdo de una historia de reconquista, una sinfonía en piedra
que sonaba con aires de paz universal, que deleitaba a oídos propios y
extranjeros.
Luego ascendimos un poco más, hasta el segundo
monumento prerrománico, el de San Miguel de Lillo. Allí el silencio era más
profundo. Sólo se oía el murmullo de un arroyuelo que bajaba muy cerca. El sol,
al fin, se había deshecho de la niebla y pudimos ver en soledad y a nuestras
anchas el esbelto y sagrado edificio, igualmente palacio y templo que ordenó
erigir el mismo Ramiro I bajo la advocación de San Miguel Arcángel (hay quien
dice que también de Santa María). Llamaron nuestra atención los ventanales
cubiertos con paneles vidriados y la ascensión de la piedra hacia los altos
tejados, asegurada por los contrafuertes y airosa por los arcos y el rosetón que
remata la altura. Como fondo el verde inmaculado del monte Naranco. Una bella
piedra perdida y solitaria entre castaños.
El arroyo con su murmullo nos acompañó en el descenso,
mucho más fácil que la subida. La visita acabó junto a la marquesina de la
parada del autobús A1, que nos devolvería a Oviedo. Durante la breve espera,
tuve tiempo de catar las moras de la zarza que crecía detrás de la parada.
Una hora más tarde entrábamos en el Campo de San
Francisco por la calle del Marqués de Santa Cruz, dejando atrás su estatua y el
muérdago piramidal que la acompaña. Sentados en un banco, al sol, descansando
un poco del bendito calvario de los monumentos prerrománicos, escuchamos las
campanadas de la media, parte del himno a Asturias (“Asturias, patria querida,
Asturias de mis amores…”). Tras el descanso, encuentro al fin el monumento que
la ciudad levantó en el Parque a su mejor escritor, Leopoldo Alas Clarín, en
piedra blanca, sin gafas, difícilmente reconocible. Le dedico un recuerdo algo
más tarde, en la cercana basílica de San Juan el Real, contemplando la alta
cúpula y el altar bajo templete. Más cerca de donde estamos sentados, descubro
en una capilla de la derecha al Cristo de la Caña, el que tanto quería mi madre
y que eternizó en un dibujo que anduvo mucho tiempo colgado en la casa de la
ciudad del Duero. Después saludamos a la estatua del cronista de la ciudad que
permanece sentado en un banco a un lado de la puerta de la basílica con un
libro sobre la ciudad de Oviedo reposando a un lado, y nos echamos a caminar de
nuevo por las calles y plazas vecinas.
Volvemos a ver la oronda Maternidad de Botero (vulgarmente llamada por los ovetenses la Gorda) y a oír el ruido persistente del agua de los chorros de la fuente de la Escandalera. En los bancos los viejos toman el sol. Como hemos dejado las maletas en la consigna del Hotel y nos queda medio día por delante para descubrir rincones nuevos y repasar los ya conocidos antes de regresar a Barcelona ya de noche, nos tomamos las cosas con paciencia y relajación. El Porlier, la Catedral… Al pasar por el constado de Santa María la Real, cerrada, dedico un recuerdo a Feijoo cuyos restos descansan en el crucero, bajo una losa de jaspe. Volvemos a la Rúa, Cimadevilla (tenemos que comprar alguna cosa de la tierra para los hijos en una tienda de tantas como aparecen a nuestro paso), Plaza de la Constitución, el Fontán… Presiento que algo se me escapa en nuestro paseo (aún no hemos dado con lugares tan emblemáticos como la plaza de Trascorrales, de tanta significación clariniana, por ejemplo). Empieza el estómago a reclamar su función y buscamos un lugar diferente para comer, y lo encontramos nada más atravesar el arco del Ayuntamiento, donde antiguamente estaba la muralla. Bien comidos, bebidos y servidos en un restaurante con nombre muy genuino (pastel de verduras, ensalada tradicional, fideuá de mejillones y gambas y arroz con leche), buscamos un lugar tranquilo donde reposar la comida, y lo encontramos, ¿cómo no?, en el sombreado y fresco Campo de San Francisco. Breve siesta bajo los centenarios plátanos de uno de los sosegados paseos del parque. El cielo azul entre las altas copas y cantos de pájaros nos acompañan. La rubia cereza de Estrella de Galicia me ronronea aún en el estómago. Buscamos otro lugar entre sol y sombra y al fin lo encontramos en los bancos que rodean como en un privilegiado anfiteatro la gran fuente de surtidores que manan de las bocas de unas ranas de hierro pintadas de verde chillón, seguramente puestas hace poco. El agua en arcos de diferente abertura cae con un ruido adormecedor parte sobre el agua que descansa en la pica y parte en el juego de rocas del centro de la fuente. El sonido es agradable y cojo un reparador sueñecito que algo me dura y me ayuda a aligerar la digestión. Mejor hubiera sido en la cama del Hotel, pero…
Un grupo de palomas que sin duda llevan tiempo sin probar bocado vienen volando al círculo que rodea la fuente y se posan junto a un anciano sentado en un banco, no muy lejos de nosotros, con cacha y sombrero, que les arroja unas cuantas migas de pan. Son las cinco de la tarde y las campanas se ponen a tocar completo el himno de Asturias (“…tengo de subir al árbol y una flor he de coger.”). Entre la niebla y el sol, siguen cayendo sin estrépito ninguno, casi pidiendo perdón, las hojas de los castaños en el parque sobre el cemento de los paseos, sobre el estanque de los cisnes y los galápagos, sobre la muelle y verde hierba de los jardines, donde algunos estudiantes hacen un picnic charlando amistosamente. Una urraca merodea cerca por si logra cazar alguna migaja.
Volvemos a ver la oronda Maternidad de Botero (vulgarmente llamada por los ovetenses la Gorda) y a oír el ruido persistente del agua de los chorros de la fuente de la Escandalera. En los bancos los viejos toman el sol. Como hemos dejado las maletas en la consigna del Hotel y nos queda medio día por delante para descubrir rincones nuevos y repasar los ya conocidos antes de regresar a Barcelona ya de noche, nos tomamos las cosas con paciencia y relajación. El Porlier, la Catedral… Al pasar por el constado de Santa María la Real, cerrada, dedico un recuerdo a Feijoo cuyos restos descansan en el crucero, bajo una losa de jaspe. Volvemos a la Rúa, Cimadevilla (tenemos que comprar alguna cosa de la tierra para los hijos en una tienda de tantas como aparecen a nuestro paso), Plaza de la Constitución, el Fontán… Presiento que algo se me escapa en nuestro paseo (aún no hemos dado con lugares tan emblemáticos como la plaza de Trascorrales, de tanta significación clariniana, por ejemplo). Empieza el estómago a reclamar su función y buscamos un lugar diferente para comer, y lo encontramos nada más atravesar el arco del Ayuntamiento, donde antiguamente estaba la muralla. Bien comidos, bebidos y servidos en un restaurante con nombre muy genuino (pastel de verduras, ensalada tradicional, fideuá de mejillones y gambas y arroz con leche), buscamos un lugar tranquilo donde reposar la comida, y lo encontramos, ¿cómo no?, en el sombreado y fresco Campo de San Francisco. Breve siesta bajo los centenarios plátanos de uno de los sosegados paseos del parque. El cielo azul entre las altas copas y cantos de pájaros nos acompañan. La rubia cereza de Estrella de Galicia me ronronea aún en el estómago. Buscamos otro lugar entre sol y sombra y al fin lo encontramos en los bancos que rodean como en un privilegiado anfiteatro la gran fuente de surtidores que manan de las bocas de unas ranas de hierro pintadas de verde chillón, seguramente puestas hace poco. El agua en arcos de diferente abertura cae con un ruido adormecedor parte sobre el agua que descansa en la pica y parte en el juego de rocas del centro de la fuente. El sonido es agradable y cojo un reparador sueñecito que algo me dura y me ayuda a aligerar la digestión. Mejor hubiera sido en la cama del Hotel, pero…
Un grupo de palomas que sin duda llevan tiempo sin probar bocado vienen volando al círculo que rodea la fuente y se posan junto a un anciano sentado en un banco, no muy lejos de nosotros, con cacha y sombrero, que les arroja unas cuantas migas de pan. Son las cinco de la tarde y las campanas se ponen a tocar completo el himno de Asturias (“…tengo de subir al árbol y una flor he de coger.”). Entre la niebla y el sol, siguen cayendo sin estrépito ninguno, casi pidiendo perdón, las hojas de los castaños en el parque sobre el cemento de los paseos, sobre el estanque de los cisnes y los galápagos, sobre la muelle y verde hierba de los jardines, donde algunos estudiantes hacen un picnic charlando amistosamente. Una urraca merodea cerca por si logra cazar alguna migaja.
Nuestra visita a Oviedo se va acabando, pero aún
faltan unas horas para nuestro vuelo a Barcelona y hay que aprovechar el tiempo
antes de que volvamos al Hotel a recoger nuestras maletas, pese a empezar a
notar en las piernas su natural desobediencia. La tarde se ha quedado luminosa
y tranquila, como invitándonos a dar una última vuelta por el barrio Antiguo. Y
lo hacemos empezando por la Plaza de Alfonso II el Casto, Santa Ana, Calle Mon,
que aún no habíamos visto, a la derecha dejamos el dieciochesco Palacio de
Valverde (Museo de Bellas Artes, donde esperan la mirada de los visitantes los
primeros apóstoles de la cristiandad salidos de la mágica mano pictórica del
Greco), y al torcer la siguiente esquina, desembocamos, ¡oh milagro de la suerte!,
en la recoleta plaza de Trascorrales.
Así se cumple uno de mis más ardientes deseos. La
plaza estaba sola, medio en sombra, abandonada por los visitantes. Nosotros
fuimos los únicos visitantes durante unos minutos y pudimos admirar a nuestras anchas los
pintorescos edificios que la guardan como un tesoro; y la elegante farola de
seis fanales, y la verja aguantada por cuatro machones; un silencio de otro
tiempo rezumaba de las fachadas, y en el centro de la plaza nos esperaban los
bronces sumisos del grupo escultórico de la lechera, su burro y sus cántaros,
salidos de la mano de García Linares. Parecía que nos habíamos trasladado a
otro tiempo, y cuando de repente oímos las voces de personas que se acercaban
por la calleja vecina, agudicé mi atención esperando ver aparecer por allí los
personajes de Clarín, acaso a Ana Ozores acompañada del calavera Álvaro de
Mesía, o de su anciano esposo el señor de Quintanar, o del magistral de la
catedral don Fermín de Pas. Pero no: era una pareja como nosotros, del siglo XXI, que
venían a hacerse una foto junto a la mujer de bronce. Algo desencantados,
seguimos nuestro camino sin dedicar el tiempo que merecían el pescador y la
pescadora, situados a ambos lados del final de la plaza junto a la salida a
Cimadevilla.
Volvimos a entrar en la Universidad de Derecho, en el
patio donde, sentado en sitio privilegiado, el fundador de la misma Valdés Sala
es testigo de cuantos visitantes se pasean por allí. Evoqué de nuevo la figura
de Clarín, que fue aquí profesor. Llenos de vida cotidiana, sin embargo, entramos
a continuación en una tienda a comprar productos de la tierra para llevar a
Barcelona. La tarde se nos iba velozmente, y entramos en un bar de Jovellanos a
tomar la penúltima cerveza, antes de coger las maletas para acudir a la estación de autobuses, donde debíamos tomar el que nos llevaría al
aeropuerto de Asturias para vivir la peor emoción de todas. Antes, subidos ya
en el bus, comprobamos cómo la noche se nos echaba encima mientras Oviedo nos
despedía con menos pena que con la que nosotros nos despedíamos de él. A la
izquierda, poco antes de salir a la autovía del Cantábrico, aún nos dio tiempo
de ver con algo de luz la iglesia prerrománica de San Julián de los Prados, de
líneas austeras y con la espadaña de dos campanas. Luego la noche, pese a la
cual, aún se vislumbraban a los bordes de la autovía los pinceles de los
plumeros temblando con la brisa; pero enseguida de los prados, de los árboles,
de los edificios sólo quedaban sus oscuras siluetas, fantasmas que, sin
embargo, volverán a la vida mañana cuando la luz rosada del amanecer se vaya
abriendo paso desde todos los horizontes que rodean a Oviedo.
A la una y pico de la madrugada llegamos por fin al piso de Barcelona,
después de vivir una verdadera odisea a causa de la incompetencia y poca
formalidad de la compañía aérea Vueling (infortunada la hora en que se nos ocurrió utilizarla para realizar
este viaje relámpago a Oviedo). Relámpago positivo mientras duró la estancia en
Vetusta. Relámpago desastroso durante el viaje de regreso, que estaba previsto
para las 22.30 horas y no embarcamos hasta media hora más tarde, en medio de un
cúmulo de irregularidades por parte de la compañía y la tripulación del avión
que nos había tocado, como la principal de todas, según la cual se nos obligó a dejar las maletas en la bodega del avión en vez del compartimiento que nos corespondía por derecho propio y porque los habíamos pagado y que por negligencia de la tripulación estaban ya ocupados por otros pasajeros, cosa que nos obligó a perder un tiempo precioso en las cintas de equipajes para poder rescatar nuestras maletas, que para más inri, habían sufrido desperfectos.
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