Mi madre, de la que ya conté lo que había sufrido
durante la guerra civil en Valdenebro de los Valles, tampoco pudo librarse de nuevos sufrimientos producidos por la misma causa en la ciudad del Duero y
en los años que siguieron a la contienda fratricida. Aun así procuraba que su
dolor no se transfiriera al resto de la familia y lo llevaba con una entereza y
una paciencia propias de los santos. Todavía se hablaba en voz baja de su
hermano Aurelio, quien, afiliado al PC asturiano antes de la guerra y
perseguido al declararse la rebelión de los fascistas por los mal llamados
nacionales, acabó desapareciendo en el trasiego de las cárceles de la zona y
finalmente fusilado en alguna parte de la provincia de León. De toda esa triste
historia sólo recuerdo pasajes confusos que nadie ha sabido aclararme hasta el
momento. Según uno de esos pasajes, en cierta ocasión mi madre había recibido
una carta firmada por un tal Celestino (en casa decían que bajo ese nombre se
ocultaba el tío Aurelio), en la que le decía que se hallaba prisionero en una
cárcel de Asturias y que esperaba ser trasladado de un momento a otro a un
penal de León. Nunca vi esa carta, que siempre consideré como un anticipo de la
sentencia de muerte y final desaparición del hermano de mi madre. Lo que sí
supe fue que durante un tiempo de la posguerra, su primogénito, que se llamaba
también Aurelio, vino a vivir a Zamora con la familia. Yo aún no había nacido,
según me cuentan mis hermanos, pero después de repetirme la escena docenas de
veces, aún parece que oigo decir a mi madre:
--Donde comen cuatro, comen cinco.
Mi madre era una mujer entera, tierna como un junco
cuando había que serlo y dura como un roble cuando se terciaba. Lo que a ella
le importaba, lo mismo que a mi padre, era que nosotros creciéramos lo más
sanos posible y recios y cumplidores del deber cotidiano, y si teníamos suerte,
listos además. Tanto mi padre como ella solían decirnos:
--Los hijos de los pobres tienen que ser más listos
que los demás.
Mi madre ya he dicho que era tierna como un junco
cuando había que serlo y tengo un montón de casos que lo prueban. Aquí me
bastará hablar de uno sólo. Cuando yo era muy pequeño y me ponía malo de las
anginas, mi madre me llevaba a la consulta de nuestro médico de cabecera, que
estaba justo al lado del Mercado de Abastos, en el centro de la capital. Y ese
detalle, el estar situada la consulta de nuestro médico junto al Mercado, era
lo que más me gustaba de caer enfermo. Porque de ningún modo quería que don
Manuel, creo que así se llamaba el médico, me obligara a abrir la boca como si deseara
que la mitad de la cara se me cayera para atrás. Decía que era para ver si
tenía la garganta roja. Y de mala gana, más obedeciendo el gesto que me hacía
mi madre, que al lado del médico seguía con atención todo el proceso, que la
petición del señor de la bata blanca, abría la boca y aguantaba con resignación
el frío de la cucharilla sobre mi lengua hasta que don Manuel daba por
terminada su exploración. Tras la cual casi siempre acababa recetándome
antibióticos inyectables.
Pero yo todo lo sobrellevaba con cierta paciencia
porque sabía que a continuación iba a vivir una experiencia que en nada podía
compararse con la de la consulta médica. Y era pasar una mañana con mi madre en
el Mercado y en el mundo apasionante, podría añadir mágico, algo así como una
representación teatral sin parangón, que se desarrollaba dentro del
establecimiento y en los alrededores. Y un bollo relleno de crema era el dulce
prólogo que iniciaba la representación. Tras hacer la compra en el interior del
Mercado, mi madre y yo iniciábamos un tranquilo deambular por entre los corros
de gente que en torno al edificio se formaban aquí y allá para rodear a los
charlatanes que vendían a precios irrisorios plumas estilográficas que
escribían perfectamente tras clavarlas como si fueran dardos sobre troncos de
madera (la verdad era que las plumas que compraban los cautos al llegar a casa
no eran capaces de escribir un solo trazo); o a los adivinadores del porvenir,
o a los vendedores de ungüentos y pomadas extraídas de serpientes que curaban
todas las enfermedades… Pasábamos por todos estos corros y yo, sin que mi madre
levantara la mirada de mi menuda figura, me colaba hasta la primera fila para
mirarlo y escucharlo todo con los ojos y oídos de un niño; pero en ningún corro
me quedaba tanto tiempo fascinado como en el que se formaba alrededor de los
ciegos cantadores. En el interior del corro dos o tres ciegos, ayudados de
sendas guitarras, cantaban con desgarradas y melodramáticas voces horribles
crímenes sucedidos en los pueblos de la periferia de la provincia y cuyas
letras hablaban de sangre, familias enteras deshechas y descuartizamientos
increíbles. Mientras duraba el canto, otra persona que acompañaba a los ciegos,
iba repartiendo entre el público octavillas de diversos colores con la letra de
la sangrienta canción. No se me quitará nunca de la cabeza una de esas letras
espeluznantes en que se narraba el horrible crimen que unos desalmados habían
llevado a cabo con toda una familia de labradores, los padres y dos hijos de
corta edad, en un pueblo de la
Sierra de la
Culebra , hermoso paraje por otra parte en donde se hallaba el
pueblecito de San Pedro de las Herrerías y en cuyas inmediaciones el Frente de
Juventudes colocaba todos los veranos un campamento para muchachos
adolescentes, al que yo iría algunos años más tarde cuando estudiaba en el
Instituto de Enseñanza Media “Claudio Moyano”. Pues bien, la letra de la canción de los ciegos, en
forma de versos octonarios, narraba con todo lujo de detalles sanguinolentos
cómo los asesinos entraron una noche en la casa de esos labradores con ánimo de
robarles lo poco que poseyeran, y como el dueño de la casa intentara defender
lo que era suyo, lo mataron a cuchilladas e hicieron lo mismo con su mujer y
sus hijos; luego los cortaron a pedazos y repartieron los miembros por los
alrededores. Las autoridades tardaron dos años en reunir los segmentos
esparcidos, algunos de los cuales yacían en los lugares más diversos, como
ruinas, pozos abandonados, madrigueras de animales o barrancos de difícil acceso,
y tras reconstruir los cuerpos de los cuatro componentes de la familia, les
dieron cristiana sepultura en el cementerio de la aldea a que pertenecían, sin
que jamás se localizara a los malhechores.
Es difícil olvidar los ojos puestos en blanco de los ciegos
cantadores, el rasgueo fúnebre de las guitarras que les servía de fondo y los
detalles sangrientos de la canción que cantaban. Como tampoco olvido el momento
en que mi madre me tiraba del brazo para sacarme del corro y poner así fin a la
representación teatral que tenía lugar en las inmediaciones del Mercado de
Abastos. Hasta la próxima, en que yo volvía a caer enfermo de anginas y mi
madre me llevaba a la consulta de don Manuel, el médico de cabecera.
Yo era aún muy pequeño cuando volví a ver a mi madre
sufrir en silencio la enfermedad de mi padre. No tendría yo más de seis años
cuando una mañana de un diciembre frío oí a mi madre sollozar a escondidas al
salir de la sala grande, de aquella en que estaba, junto con la cómoda de los
portarretratos y la cama de los cuatro chirimbolos dorados, el baúl que
ocultaba las aceitadas. Una tristeza muy honda debía sentir mi madre cuando, al
soltar aquel sollozo, se tapó la boca con la mano mientras miraba a un lado y a
otro para que no la viéramos ninguno de sus hijos. Pero yo estaba allí. Por el
balcón de la sala grande entraba una luz apagada, como de muerte, y en los
cristales escribía la lluvia su helada escritura. Al otro lado del Puente de
Piedra, sobre las rocas y la muralla, sobre los mojados campanarios de Zamora,
la lluvia congelada de diciembre caía con una insistencia de siglos. Mi madre
me vio y, tras acariciarme el cabello ensortijado, anduvo hacia el pasillo y
allí torció en dirección a la cocina. Mi intuición de niño me hizo sentir al
instante que algo muy doloroso le ocurría a mi madre. Fui tras ella y la vi en
la cocina restregarse una lágrima al oír mis pasos.
--¿Te duele algo, mamá?
Nuevamente me acarició el pelo de la forma que sólo
sabía hacer ella y, poniéndose el mandil, empezó a fregar los platos que
había en el fregadero mientras me respondía que no le dolía nada. Luego me
pidió que le trajera de la mesa un tazón que allí había quedado del desayuno. Y
así me quedé tranquilo, hasta que más tarde oí decir a mis hermanos que a mi
padre, que estaba muy enfermo, se lo iban a llevar al hospital aquel mismo día.
Me puse a llorar como un desconsolado, y más tarde, cuando vinieron a buscarlo los del hospital, no me dejaron despedirme de él, diciéndome que tenía una enfermedad que
se contagiaba. Yo no quería que se lo llevaran y, sin dejar de llorar, mi madre
casi me convenció de la necesidad de llevárselo al hospital durante un tiempo
porque en casa no había nadie que supiera curarlo, y me puso como ejemplo a don Manuel, nuestro médico de cabecera,
añadiendo que si no hubiera sido por él yo no me habría curado de las anginas.
Mi padre estuvo en el centro hospitalario, hoy sede de la Diputación Provincial, más tiempo
del que me dijo mi madre y nunca me dejaron ir a verlo; decían que nada tiene
que hacer un niño en el hospital porque todo él está infectado de bacterias y
microbios que contagian a los niños docenas de enfermedades. A veces me
acercaba enfadado al Cristo de la
Caña y me encaraba con él pidiéndole explicaciones de por qué
había consentido que mi padre hubiera caído tan enfermo como para tener que
ingresarlo en un hospital que siempre está infectado de bacterias y microbios,
aunque siempre acababa cambiando el enfado por la tristeza y el miedo y le
pedía por favor que lo devolviera a casa sano y salvo lo antes posible.
Durante la ausencia de mi padre, tuvo que venir a
ayudarnos a cobrar los recibos de la Funeraria mi tío Tano, otro hermano de mi madre,
al que siempre llamé el tío de los trabalenguas. Me enseñó varios que olvidé
con el tiempo, pero aún conservo uno en la memoria que no dejo de repetir
cuando se presenta la ocasión; es aquel que dice: “Oiga, compadre Guerra, ¿por
qué le ha pegado con la porra de parra a la perra de Parra? Porque si la perra
de Parra no hubiera mordido al compadre Guerra, el compadre Guerra no le
hubiera pegado con la porra de parra a la perra de Parra.” Creo que hubo un
tiempo en que la familia lo pasó mal, y no sólo lo notaba en el silencio y la
oculta tristeza que navegaba por la casa, de los que nos contagiamos todos, la
que más sin duda mi madre, sino también en la desaparición de los platos de ciertos
alimentos que en otros tiempos entraban con más frecuencia y que yo recordaba
sobre todo cuando esperábamos algunas tardes la llegada a casa de mi padre con
la bicicleta cargada de garrafas de aceite y sacos de legumbres, fruto de sus
intercambios en Villaralbo y otros pueblos vecinos. Y aunque, según repetía a
menudo la familia, lo pasamos mal durante el tiempo en que mi padre estuvo
enfermo, yo me agarraba al recuerdo del Cristo de la Caña y a una frase que también decía a menudo:
“Dios aprieta pero no ahoga”. Y así ocurrió de nuevo, cuando a principios de
febrero, a la vez que las cigüeñas empezaban a habitar el nido de la espadaña
de Santa Lucía, volvió mi padre a casa sano y salvo. Más contento que unas
pascuas, me acerqué al dibujo del Cristo y en voz baja para que nadie me oyera le susurré
“Muchas gracias.”
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