Invernadero,
traducida por Eduardo Mendoza, dirigida por Mario Gas e interpretada en sus
principales papeles por Gonzalo Castro, Tristán Ulloa y Jorge Usón, es
espiritualmente considerada (sólo es una forma de decirlo porque la obra
no es nada espiritual; al contrario, muestra en su significado global un frío y
brutal distanciamiento respecto a todo cuanto tenga que ver con la ética), es una
crítica a la burda e insensible burocracia de una institución medio asilo medio
sanatorio, cuyos profesionales, representados principalmente por su director
Root (Gonzalo Castro), el ayudante de éste, Gibbs (Tristán Ulloa) y el
enfermero jefe Lush (Jorge Usón), hablan de los pacientes como si fueran
simples números (por ejemplo, del 6457, que acaba de morir, o el 6459, que
acaba de traer un niño al mundo). Evidentemente esta forma cruel de tratar a
los pacientes sufre insatisfactorio castigo (la muerte de casi todos los
profesionales del Invernadero), y digo insatisfactorio porque quien lleva a
cabo ese drástico castigo, Gibbs, es tan culpable como todos los demás.
Dejando a un lado el hecho de que puntos esenciales de
la trama suceden fuera de la escena, asunto siempre discutible, y que el
argumento de Invernadero me
resulta en muchas ocasiones totalmente inverosímil (¿acaso eso forma parte del
teatro del absurdo del que Pinter tiene mucho que decir?), lo que más me
satisfizo de la representación fue la parte física de la misma: la música (la
sinfónica de alto volumen para velar el rodar y el giro de los escenarios, la música
propia de Navidad, tiempo en que transcurre la acción teatral), las grabaciones
y los impactantes gritos y lamentos de los pacientes, que se dejan oír en
momentos clave de la obra, el vestuario, el atrezzo, el mobiliario (tan funcionales
como necesarios: trajes de los profesionales, batas de trabajo, uniformes de
subalternos como el de Tubbs, Javivi Gil Valle, tan adecuado y diferenciador, la
tarta que oculta el micrófono, los cuchillos, los cables y demás elementos del equipo
de la sesión de electroshock al que someten Gibbs y la señorita Cutts (Isabelle
Stoffel) a empleado sin futuro Lamb (Carlos Martos), el escenario giratorio y
los fundidos y la luminotecnia de que se sirve (linternas la mayoría de veces)
para efectuar sus constates cambios (diversos despachos, sala de electroshock, escalera
de caracol, ventanales traslúcidos, puertas…). Y la interpretación, soberbia en
sus tres principales actores, Castro, Ulloa y Usón, y con solvencia en los casos
de Javivi y Martos; la única interpretación que a mi juicio, está a un nivel
inferior es la de Stoffel (señorita Cutts), a quien, pese al convincente
despliegue de sus arrumacos y demás artes propias de su sexo ante Root y Gibbs
(y también ante Lamb), le falta algo de convicción y mucho de voz teatral. Caso
aparte es el del último actor en salir a escena, Ricardo Moya (Loob), cuya
función es escuchar la versión que da en la última escena Gibbs del horrible
desenlace de Invernadero. Con sólo 7 actores Pinter, y en este caso Mario
Gas llevan a cabo un trabajo excepcional: pintar con acidez e insensible distanciamiento
la corrupción, el cinismo y la inhumanidad con que por un lado los
profesionales gestionan el funcionamiento del asilo-sanatorio y por otro tratan
a sus pacientes.
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