VIDA Y MUERTE
El río Duero que yo acababa de descubrir era sólo mío,
y el que recogían los versos de los poetas, que unas veces nos recitaba don
Andrés el maestro en la escuela y que, por mucho que se esforzara por
acercárnoslo, seguía siendo de los poetas que así lo vieron, y otras nos hacían
aprender de memoria los hermanos Salesianos, ese otro Duero no era el río donde
yo me bañaba y cogía cangrejos y donde por San Pedro tenía lugar aquella fiesta
pirotécnica que, acompañado de mi familia, veía desarrollarse desde la
barandilla del Puente de Piedra y llenaba mis ojos y el cielo nocturno de
palmeras de luz. El río del que hablaba don Andrés, aquel del sitio de Zamora,
“De un cabo la cerca el Duero,
del otro Peña Tajada…”
o el que nos hacían aprender de memoria los hermanos
Salesianos,
“Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua…”,
eran Dueros distintos de aquel tan mío y visible y
palpable y cercano y personal como un habitante más del barrio que yo conocía y
con el que había hablado y pasado momentos de vida; no tenían nada que ver con
aquel Duero cuyo ruido oía a todas horas
en las azudas y en las palas de madera de las aceñas, cuyo espejo veía temblar
al pie de la muralla o en Olivares, bajo la Catedral , cuyo frío resucitador notaba en mi piel
y su sabor a barbo en mi boca. Mi río Duero tampoco era el que yo después,
cuando me dio por retratarlo en mi escritura, lo convertí en verso de poema o
capítulo de novela. Mi Duero no es el que, por ejemplo, intenté pintar como
marco de la muerte de uno de los patos de la molinera. Porque la tarde que
aparece en la primera línea del relato no podrá ser nunca aquella otra tarde
caliente en que los cuatro o cinco chavales que formábamos la pandilla más
frecuente, sentados a horcajadas en el pretil del río, nos entreteníamos mirando,
mirando sólo (el tirador descansaba inactivo a nuestro lado), el brazo de agua
que, desgajado del tronco principal del Duero, primero bordeaba el islote de la
molinera y luego bajaba sin prisa pero sin pausa hacia el primer ojo grande del
Puente de Piedra para desaparecer bajo él. Aquella tarde real, viva,
balanceábamos las piernas en el vacío sin más, creyendo que nada iba a pasar,
sólo el río a nuestra vista, con su corriente eterna, siempre la misma y tan
diferente, con las verdes espadañas mostrando en alto sus inconfundibles y
cimbreantes puros, con las aceñas, las cuatro hermanas que ayudadas por la
fuerza incontenible del río convertían el prometedor oro del trigo en la real y
palpable nieve de la harina, con la iglesia de Nuestra Señora de la Horta y los tejados de las
casas del otro lado del río y el cielo azul lavado que hacía más nuevas,
brillantes y transcendentes las cosas que se mostraban a nuestros ojos. De
repente, en aquella tarde única e irrepetible, cuya existencia ningún escrito
puede suplantar, algo apareció en nuestras retinas que cambió el rumbo de los
acontecimientos. Un hermoso pato blanco se deslizaba majestuoso frente a
nosotros como un dos de nieve sobre la línea recta del agua. De vez en cuando
sumergía la cabeza y giraba graciosamente sobre sí mismo como el verdadero
señor de la corriente; a la vista estaba que la palmípeda era el ave más feliz
del mundo. Aún así el demonio, que
desgraciadamente también existe al lado del ángel de la guarda, quien es en
realidad el encargado de velar por los intereses de la infancia, metió en todos
nuestros cerebros la idea de acabar con la felicidad del pato. Alguien dijo
mientras ponía un canto redondo y pulido en la badana de su tirador y apuntaba
hacia el río:
--¿Creéis que será difícil darle desde aquí?
A lo que un segundo respondió mientras armaba el suyo:
--Sí si no para de meter la cabeza en el agua y dar
vueltas sobre sí mismo.
Un tercero añadió imitando a los anteriores:
--Con probar no pasa nada.
Y, sin esperar orden alguna, lanzó el guijarro hacia
el río.
Los demás hicimos otro tanto. Las gomas del tirador se
estiraban y los dedos que apresaban la badana con el proyectil la liberaban una
y otra vez. Riás, riás, allá iban volando los cantos letales buscando
ávidamente el cuerpo blanco del pato, pero ninguno hacía diana; caían aquí y
allá, más o menos cerca del ave, haciendo saltar el agua alrededor, cosa que inmediatamente
la pusieron en alerta. Asustada, navegó corriente abajo lo más rápido que pudo,
mientras nosotros seguíamos armando y disparando nuestros tiradores, animados
por la huida del pato. Las piedras silbaban y caían en torno suyo rompiendo el
agua entre burbujas saltarinas. Y de pronto la diversión, la comedia, se
convirtió en tragedia. Uno de nosotros le acertó en plena cabeza, y el pobre
animal pareció romperse por el cuello; en pocos segundos su plumaje blanco se
manchó de rojo y el cuerpo sin vida cayó de lado sobre la corriente, que antes
de que cayéramos en la cuenta de los que habíamos hecho lo arrastró río abajo hasta
desaparecer bajo el primer ojo grande del Puente. Nos miramos desolados.
Guardamos en los bolsillos los tiradores, juguetes que se habían convertido en
armas asesinas. Lentamente, sin cambiar palabra, nos apeamos del pretil y, como
bandidos que corren a esconderse tras cometer una fechoría, cada uno de
nosotros se marchó a su casa. La imagen del pato, muerto, manchado de sangre y
hecho presa del agua que había sido dominada tan sabiamente por él momentos
antes no se me fue de la cabeza en muchos días, pasados los cuales poco a poco
se me fue borrando de la memoria. Hasta que unas semanas más tarde, buscando
cangrejos entre las berrazas del ojo del Puente, descubrimos el cuerpo
hediondo, negruzco y cubierto de gusanos. Y sólo nos produjo asco y repugnancia.
Cosas así de lógicas pero a la vez ininteligibles e injustas surcaban nuestra
infancia en contacto con el río, casi siempre imagen de vida poderosa e
imparable y de belleza ilimitada.
“La horquilla del negrillo viva, dura,
esperaba en el árbol mi venida,
mi mano hábil de niño, cuya vida
era el juego, el verano y la aventura.
Con la hoja de la navaja pura,
medio armada y del árbol desprendida,
la horquilla me miraba entre atrevida
y ansiosa de cautela y de captura.
Cumplía su destino con dos gomas,
un retal de badana y finos cantos
que el río acarició con fiel paciencia.
¿Dónde estás, tirador, que no te asomas
al recuerdo de aquellos rotos cantos
de pájaros caídos con tu ciencia?”
Cuando vuelvo la vista atrás y recuerdo a mi barrio de
infancia y primera adolescencia, un montón de historias, con sus
correspondientes personajes y situaciones, vienen a mi encuentro. Mi barrio, a
decir verdad, nada era sin el vecino Duero, que se convertía en verdadero
protagonista de su vida, unas veces cruel y violento, en especial durante los
meses más crudos del invierno, en que acababa saliéndose de madre con aquellas
crecidas y riadas espeluznantes que inundaban las casas haciendo que navegaran
a la deriva sus modestos muebles y la paz y la esperanza de sus dueños; y otras
veces apacible y sereno, sobre todo en verano, cuando los niños buscábamos
cangrejos en las berrazas del puente o entre las piedras de San Francisco y los
mayores esparcimiento en las yerberas de sus orillas.
Sin embargo, todo hay que
decirlo, el río tenía sus propios misterios y lutos sin que nada tuvieran que
ver en ellos la bonanza o las inclemencias de las estaciones, porque raro era
el verano que no se cobrara alguna víctima, y en ocasiones varias a la vez,
como sucedió un trágico agosto en que tres chicos de San Frontis, buenos
nadadores por cierto, mientras jugaban a atravesar el río varias veces a nado
desde la azuda de San Francisco hasta Olivares, en una de las últimas travesías
se debieron de cansar o ser sorprendidos por algún calambre propio del
esfuerzo, resultando que los tres muchachos fueron engullidos por las aguas. La
escena de la búsqueda de los cadáveres de los tres pobres chicos a cargo de los
empleados del Ayuntamiento que, a bordo de unas barcas, tanteaban el fondo con
largas pértigas para dar con los ahogados, no se me borrará nunca de la
memoria. Ni las palabras de mi madre recordándome lo que me podía pasar a mí si
imitaba a aquellos desafortunados chicos.
No tengo que repetir más veces que a mí el río en
verano me atraía como un imán, y rara era la tarde en que no me diera un baño
en sus frías aguas, en la corriente adonde solía ir mi madre a lavar, o en la
orilla del soto de San Frontis, a la vista del imponente reflejo de la Catedral. Recuerdo
con lágrimas en los ojos que mi pobre madre, antes de que yo saliera de casa
aquellas tardes de verano, me obligaba a darle delante de ella un buen mordisco
a la merienda de pimientos fritos que me había preparado para, de ese modo,
quedarse tranquila sabiendo que ya no podía bañarme por aquello que nos habían
repetido tantas veces nuestros padres acerca del corte de digestión, una de
tantas leyendas urbanas como circulaban entonces y que, por lo visto, tienen
hoy su parte de verdad. Pero el caso era que en cuanto llegaba a la calle,
escupía el bocado mientras me santiguaba y pedía perdón a mi madre de todo
corazón y guardaba la merienda para después de bañarme. Aunque luego uno de mis
mejores amigos volviera a la carga recordándome que se podía saber si uno se ha
bañado recientemente en el río sólo con pasar la uña por la pierna.
--Si la uña deja una raya blanca tras de sí –decía--,
es que te has bañado.
Así que nuestras madres, que eran tan sabias y
conocían el truco de la uña a la perfección, si querían, podían averiguar si
nos habíamos bañado. Siempre nos quedaba el recurso de decirles que vale, que
sí, que nos habíamos metido en el agua, pero sólo hasta las rodillas para coger
cangrejos. Como si eso no lo supieran también ellas. Y nos zambullíamos en las
aguas frías de aquel río que formaba parte de nuestras propias vidas y
cruzábamos desde San Francisco hasta la azuda que llevaba hasta los tajamares
volcados del Puente romano de San Atilano, y allí escalábamos las ruinosas
piedras hasta alcanzar los hondos mechinales donde anidaban los abejarucos.
En invierno la cosa cambiaba radicalmente y para nada
nos acercábamos al río, que se salía de madre tras las primeras lluvias y
arrinconaba al barrio contra las cuerdas del miedo, haciendo que la vida
ordinaria se convirtiera en un infierno, hasta el punto de que la gente mayor
perdía con suma facilidad los nervios y la esperanza, como una vecina viuda, ya
de por sí depresiva y dada a extrañas enfermedades, que una mañana de invierno
salió a tirar las aguas menores al río desde el Puente, sólo que tras el bacín
se tiró también ella. La tragedia fue muy grande y doble porque mi hermana
mayor, que volvía a casa de hacer un recado a primera hora en la capital, se
cruzó con la suicida sin saber que momentos después desaparecería para siempre
bajo las aguas turbulentas del río.
No hay comentarios:
Publicar un comentario