OTRA PRIMAVERA
La llegada a Zamora de mis padres coincide con la primavera de 1939, cuando España, exhausta de la guerra civil que la había dividido aún más de lo que estaba antes de empezarla, comenzaba a soñar que tal vez en un futuro no muy lejano los odios irían desapareciendo; al menos parte de él había quedado enterrado en las trincheras que habían destripado el país de norte a sur y de este a oeste. Y a todo esto había vuelto a nacer la naturaleza y algo más de luz y paz flotaba en el aire.
Sin embargo, antes de su llegada a la ciudad del
Duero, mis padres, con sus dos primeros hijos, estuvieron viviendo en otros
lugares de la provincia de Valladolid, en Berrueces de Campos y en Medina de
Rioseco, y posteriormente en Gijón, Asturias, en casas de parientes y amigos.
Hasta que, por mediación de un conocido, apalabraron con una familia zamorana
el alquiler de una planta en una casa del barrio de Cabañales al otro lado del
río, situada en una plazuela llamada no sé si simbólicamente para nosotros de
Belén, como si allí volviéramos a nacer.
“Un matrimonio joven con un niño y una niña de la mano cruzaron un día
de mayo el Puente de Piedra, cordón umbilical entre la ciudad y el barrio donde
iban a vivir a partir de ese momento. Abajo, en los tajamares del Puente, el
agua era de un verde profundo y reflejaba en grises temblorosos las siluetas
elegantes de los juncos. Un poco más allá el río se partía en dos: a la
izquierda de la azuda, se estrechaba y se arrimaba zalamero al pretil de la
carretera de san Frontis, abrazaba los volcados tajamares del arruinado puente
de san Atilano y se emboscaba finalmente en la sombra de los álamos y los
sauces del soto vecino; a la derecha de la azuda, al contrario, se ensanchaba
libre y alegre y se estiraba como una piel nueva para convertirse en espejo de
peñas y almenas de muralla, campanarios y espadañas de pequeñas y grandes
iglesias, y al fondo, del chorro de piedra en torre y cimborrio de la Catedral,
y sobre todo eso, el azul limpio del cielo de Zamora. Después el río se volvía
íntimo y devoto como un asceta junto a las aceñas de Olivares y el templo del
mismo barrio para recoger en su vivo azogue el viejo ocre de sus piedras, Y por
último, resignado ante la suerte que le esperaba, seguía su camino hacia la
muerte repetida en el Atlántico, si bien recordando con una alegría también
eterna que estaba naciendo justo en ese momento en las nieves virginales de los
Picos de Urbión. El hombre miraba todo eso con verdadero amor. Sabía que todo
lo que le rodeaba a él y su familia podía ser un refugio de paz para ellos,
podía borrar de un golpe los miedos que la recién pasada guerra había infligido
a su pueblo, a todos los pueblos de España, obligándoles a luchar entre sí, a
matarse entre sí, como animales salvajes, peor aún, porque éstos luchan, se
matan entre sí por puro instinto ancestral, para sobrevivir.
"El hombre era menudo, pero llevaba en sus ojos y en sus manos toda la
fuerza del mundo y en su corazón la firme convicción de que nadie ni nada
podría impedirle comenzar su nueva vida en Zamora, en esa casa con tres
balcones que miraban al Puente y al río, a la ciudad y al cielo azul que lo
coronaba todo con ilusión y esperanza.
"La mujer, con igual ilusión que su marido, nada más cumplir con los
trámites del alquiler de la segunda planta de la casa (la primera estaba
habitada por un matrimonio mayor que se encargaría de atender cualquier duda
que la familia recién llegada tuviera sobre la vivienda en lo sucesivo), abrió
los balcones de las salas para ver mejor el espacio donde iban a vivir, soñando
con los muebles que irían llegando con el tiempo a habitar, a hacer más vivas,
las paredes, las baldosas, los techos blancos… Mientras los niños, riendo y
chillando, corrían de una estancia a otra y se asomaban a la plazuela por los
balcones y daban vueltas en torno a sus padres manifestando su alegría.
"El hombre, en un descanso, se asomó al balcón del centro, en una de
cuyas paredes acababa de colgar el cuadro del Cristo con la Caña, aquel Cristo
que había sido siempre testigo de su amor y de su miedo, y miró hacia la
ciudad, hacia el mundo que le esperaba en ella. En el baúl de calles,
costanillas, plazas y pasadizos estaba aguardándole un trabajo, un medio de
vida con el que sacar adelante a la familia. Aunque la guerra incivil hubiera
dejado todo patas arriba, sin orden ni concierto, y aunque el trabajo escaseara
por todas partes, él tendría que abrirse camino como fuese; capacidad no le
faltaba y mucho menos ganas para trabajar en cualquier oficio; y si no
encontrara nada en la carpintería, su máxima preferencia, no desecharía ninguna
ocupación que se le ofreciese. La sincera luz de mayo le daba en la cara y le
alumbraba el alma; no estaba dispuesto a desaprovechar la primavera que con
tantas esperanzas se le mostraba.
"Luego llegaron los enseres en una camioneta, y el resto del día los dos
adultos se lo pasaron colocándolos en su sitio; eran pocos, pero suficientes
para seguir viviendo: la mesa con las sillas, la cama con los chirimbolos
dorados y relucientes, el baúl, una cama turca, la cuna y un aparador pequeño;
también la bicicleta y la mesa camilla para el invierno, y un palanganero con
su palangana y su aguamanil. Cuando acabaron, le dedicaron un repaso al resto
de la planta, a las paredes y a los techos, por si había desconchados; al
desván, por las goteras, a las baldosas movedizas y cuarteadas, a la chimenea,
al pequeño cuarto anejo a la cocina… A media tarde, todo en el nuevo hogar
quedaba limpio y ordenado, y la familia en pleno salió a dar un paseo por el
barrio. El barrio era tranquilo; lo atravesaba una calle (que era parte de la
carretera de Salamanca) de extremo a extremo. Hacia la mitad de la calle, en un
ensanchamiento irregular, se levantaban la iglesia parroquial y la escuela, y a
las afueras encontraron callejas que bordeaban varias huertas de hortalizas y
árboles frutales. El cielo, azul sereno, era cruzado por los primeros vencejos
de la temporada y por todas partes brotaban gritos animados de niños que
jugaban, voces de hortelanos arreando a las bestias de labor, chirridos de cangilones
oxidados que con gran esfuerzo de las mulas atadas a las norias extraían agua
de los pozos, cantos de pájaros y un sinfín de ruidos y rumores de procedencia
desconocida. El paseo resultó muy agradable, y por el camino el matrimonio iba
entablando conversación con unos vecinos y con otros. Ya de vuelta, la familia
entró en la tienda de ultramarinos, donde el señor Alfonso, el dueño, les puso
al corriente de los asuntos que más importaba al padre de familia, de modo que,
junto con la comida para el día siguiente, regresaron a casa con medio futuro
resuelto: posible trabajo en la carpintería de Vaquero como ayudante, posible
trabajo en la Funeraria como cobrador de recibos, posible trabajo en las
huertas del barrio como bracero…
"Era casi de noche cuando la familia subía la escalera de la casa, el
padre llevando en brazos casi dormida a la niña, y la madre al niño dormido del
todo. Poco tiempo después los dos adultos se metían en la cama, y antes de
dormirse, él pensaba en la suerte que necesitaba para encontrar trabajo en el
nuevo escenario que ha elegido para iniciar una nueva vida, y ella en las cosas
domésticas que quedaban por hacer, en el río y en el lavadero, en la abrigada
de la plazuela y en la costura y… ¿cómo no? y lo principal, en la fortuna para
cuanto se propusiera emprender su marido.”
En los años siguientes en la casa de los tres balcones
aumentó la familia con nuevos miembros: a mis hermanos mayores, que habían nacido en Valladolid, se les unieron mis hermanos medianos, que vinieron al mundo en Villaralbo del Vino, Zamora, en la casa que
la abuela Lucia había alquilado para estar cerca de su hija; finalmente, más
distanciados en el tiempo, nacimos los dos últimos hijos, primero yo y cuatro
años más tarde la más pequeña de todos, rompiendo así la alternancia
de niña-niño que desde un principio parecía que se había institucionalizado en
el orden de los natalicios de la familia, y vimos la primera luz de nuestras
vidas en la casa de los tres balcones. En estos dos últimos partos mi madre fue
asistida por la comadrona del barrio, la señora Luisa, madre del escultor
zamorano Abrantes, del que ya hablaré en este viaje.
Mientras todos crecíamos, hubo cosas buenas y cosas
malas, como suele haber en todas las familias,
y tristezas, la peor de todas, la grave enfermedad de mi padre, de la
que trataré más tarde. Prefiero ahora quedarme con las cosas positivas. Una de
ellas fueron los primeros pasos que di por el barrio bajo el apodo de “apeto”
(así llamaba yo en mi torpe lengua al peto, pantalón mono, que vestía) que
chicos y grandes me pusieron enseguida. Mi hermana mayor me llevaba consigo a
jugar con sus amigas a cromos sobre la acera de la carretera de Salamanca, pero
en cuanto se descuidaba un poco, yo me ponía de pie y echaba a caminar hasta
alguna casa vecina, en donde me colaba sin pedir permiso a nadie. Entonces
mis incursiones
aumentaron con el aumento del despiste de mi cuidadora; y así un día me colé de
rondón en la cantina del señor Saturnino, y sin que al parecer nadie reparara
en mí, llegué al patio donde jugaban a la rana unos cuantos parroquianos y allí
me senté en el suelo a ver fascinado cómo las fichas de hierro, lanzadas por los
jugadores, volaban por el aire y acababan golpeando la chapa del mueble donde
descansaba una rana de hierro con la boca abierta, y cuando alguna ficha se
colaba por la boca del batracio sonaba de manera diferente a las demás al caer
en el cajón inferior del mueble; no recuerdo cómo acabó la partida porque,
cuando más interesado estaba viendo rodar el molinillo o caer las fichas por
los puentes que lo flanqueaban, las manos de mi hermana, visiblemente enfadada,
me levantaron en vilo y me sacaron de aquel momentáneo paraíso.
Más importante que ese detalle de soltura y libertad
infantil con las que me identificaba ya tan temprano, está el momento de
descubrir mi río Duero. Fue una mañana de verano en que mi madre me llevó
con ella a lavar a la yerbera del río. Allí tenía, rozando la orilla del agua,
su tajo, un tablero labrado de forma ondulada donde restregaba la ropa, y el
posa rodillas, pieza también de madera en forma de ángulo recto, ambas
construidas por mi padre en el taller de Vaquero, adonde iba a trabajar algunas
horas por las tardes, después de cobrar los recibos de la Funeraria. Mi madre
se puso a lavar y yo me quedé mirando fijamente la corriente del río por donde
bajaba la espuma de jabón. En la otra orilla había una pequeña isla y en su
extremo derecho la calzada que llevaba a las aceñas. Esa fue la primera imagen del
río que aprendí de niño. Después aprendí otras. La isla grande que se veía
desde el Puente de Piedra y que tan misteriosamente se ofrecía a mi vista de
niño, con aquella casa oculta entre los chopos o las barcas solitarias que
aparecían atracadas siempre en algún tronco de la orilla. La arboleda de
Pinilla (se llamaba así por el barrio vecino, donde vivía Demetrio, el amigo de
mi padre, que además trabajaba con él en la Funeraria ), adonde en buen tiempo bajábamos toda
la familia a merendar o a cenar aquellas riquísimas tortillas de patata y
pimientos fritos que mi madre preparaba con tanto mimo. En esa misma arboleda tenía su aparición
todos los veranos mi vagabundo favorito el Tío Tizas, y también allí acampaban
los gitanos y lo llenaban todo de ruidos de sartenes y gritos de docenas de churumbeles
que se perseguían jugando entre los carromatos, ajenos a la dura vida de sus
prolíficos progenitores. Vistas que pertenecían a la parte situada al este del
río, dirección a Villaralbo y su fértil vega. También aprendí imágenes del río
en la parte opuesta, la que empezaba bajo el primer arco grande del Puente de
Piedra y corría paralela a las ruinas del convento de San Francisco; allí
estaba la otra isla grande, a la que se podía acceder en verano cuando el calor
reducía el caudal del agua y dejaba al descubierto la pequeña azuda
perpendicular a la otra grande y extensa que llegaba casi a los cuatro volcados
tajamares del arroñado puente de San Atilano, en el límite del soto de San
Frontis.
Las vistas de aquel lado eran las que más me gustaban. Una de ellas, junto a esta segunda isla, contenía el trozo de río arremansado por la azuda donde nos bañábamos bajo la atención de nuestra madre, que entonces cambiaba de lugar el tajo de lavar para frotarnos la piel a conciencia; era muy divertido entrar en el agua blancos de espuma de jabón y ver cómo tras zambullirnos en el río, éste se volvía blanco de repente. Aquel trozo arremansado espejeaba mejor que ningún otro la iglesia de San Ildefonso, que superaba con creces, al otro lado del río, los templos que le acompañaban, después de dejar atrásla Peña Tajada del
Romancero; y además crecían juncos y espadañas en su orilla, y cuando crecí en
picardía, descubrí que entre las piedras se ocultaban los escurridizos
cangrejos, que por mucho que se ocultaran y dieran aquellas sacudidas para
escapar de mis dedos, muchos de ellos acababan en el arroz que cocinaba mi
madre.
Las vistas de aquel lado eran las que más me gustaban. Una de ellas, junto a esta segunda isla, contenía el trozo de río arremansado por la azuda donde nos bañábamos bajo la atención de nuestra madre, que entonces cambiaba de lugar el tajo de lavar para frotarnos la piel a conciencia; era muy divertido entrar en el agua blancos de espuma de jabón y ver cómo tras zambullirnos en el río, éste se volvía blanco de repente. Aquel trozo arremansado espejeaba mejor que ningún otro la iglesia de San Ildefonso, que superaba con creces, al otro lado del río, los templos que le acompañaban, después de dejar atrás
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