LA GUERRA
Berrueces de Campos, 20 de julio de 1930.
“No creo que mi Nato venga con este calor. Hierve el trigo en la era y
hasta los vencejos han tenido que retirarse de los alrededores del campanario
de la iglesia del pueblo. Aunque me da el corazón que acabará viniendo. Sí,
creo que vendrá. Estoy segura; cogerá la bicicleta y se pondrá en camino cuando
baje un poco el sol; hará un alto en la alameda del Cojo y luego seguirá la
carretera del palomar hasta el pueblo. Aunque con este calor… Ni la puerta que da al
corral abierta logra aliviar este bochorno; voy a abrir la ventana de la
alcoba… Este cuadro está ladeado; él lo dibujó; me acuerdo del día en que me lo
trajo; lo traía enrollado en hojas de periódico… Lo dibujó en la Santa Espina y
me lo regaló por mi santo…Aquí está la fecha: Santa Áurea, 1926. Este bendito
Cristo de la Caña siempre me ha enternecido… Sus ojos de dolor…, su frente ensangrentada por la corona de
espinas que le clavaron quienes se burlaban de él… ¡Cómo me acuerdo del día
en que me lo trajo! No quiso desenvolverlo de las hojas de periódico en que lo
traía hasta que llegó mi padre; enseguida dijo: “Señor Miguel, mire lo que le
he traído a su hija el día de su santo”. Estaba muy nervioso y no dejaba de
sonreírme mientras me miraba. Este cuadro tiene la virtud de despertar en mí no
sólo recuerdos entrañables, sino también otros llenos de vida difícil y nada
feliz. Muchas veces Nato me ha contado lo cuesta arriba que se le hizo la
estancia en el Colegio con la muerte de sus padres; aquel insoportable vacío
que sintió dentro y aquella soledad horrible que le apagó el corazón le
impidieron dormir durante muchas noches, ¡mi pobre Nato! Pero él es tan fuerte
al mismo tiempo, tan habituado a padecer problemas, que nada ni nadie podrán
jamás acobardarle. En sus ojos serenos, tan limpios que siempre dicen la
verdad, y en sus manos seguras, tan firmes que le permiten ver cualquier
trabajo más como un resto o, mejor, una esperanza que como un obstáculo o
impedimento, encuentro yo un futuro prácticamente hecho realidad… Ahora parece
que hay algo de corriente, desde que he abierto la ventana de la alcoba; la
brisa de la siesta mueve ligeramente las chapas de la cortina. Ahora sé que
vendrá.”
Valdenebro de los Valles, 20 de julio de 1930.
“En cuanto acabe de acoplar este tentemozo, le diré al señor Rafael que
si quiere que lleve esta tarde a Berrueces la factura del carro y si me dice
que sí, en un santiamén me pongo allí yendo por la carretera vieja. Ya hace dos
semanas que no la veo. Su familia ya habrá hecho la trilla en la era y su cara
se habrá puesto más morena… Me la imagino con la cabeza tocada por un pañuelo y
encima de éste un sombrero de paja, tal como si fuera un hada de la era… Ya
está llamándome el jefe: Nato, haz esto; Nato, acaba aquello; Nato, arregla lo
de más allá… Luego tengo que llevar el yugo a Néstor, pero será cosa de diez
minutos como mucho; cuando vuelva, le diré al señor Rafael lo de la factura del
carro y, antes de que caiga el sol por detrás de los Montes Torozos, estoy en
Berrueces, con mi niña. Pasaré antes por donde mi hermano Félix para pedirle el
bombín de la bici y de paso le digo que no me espere esta noche para dormir en
casa… Espero que en la verbena toquen el pasodoble y el tango que Áurea baila
tan bien…Con toda seguridad su padre el señor Miguel me dirá que no se me
ocurra volver a Valdenebro por la noche y acto seguido me pedirá que me quede a
dormir en la cámara de las conservas, en la cama alta de colchón de maíz,
ruidoso como él solo, que nada más se usa cuando vienen los parientes
asturianos a pasar algunos días. En cambio, su madre la señora Lucia me dirá
que lo mejor será que me vaya a dormir a casa de su vecino Serapio, donde son
todos varones y así no daremos que hablar a la gente. Pero al final se impondrá
la opinión del cabeza de familia; por otra parte, todos saben que somos novios
desde hace tiempo y que el próximo año o el siguiente nos casaremos… Con poco y
mi trabajo de carpintería saldremos adelante… Mi hermano Félix me ha dicho mil
veces que por la casa no me preocupe, que él nos dejará la vivienda del huerto,
junto a la era del Torrao; en un par de años se la pago y es nuestra; Áurea
tiene unas manos que parecen benditas y poco a poco le irá dando otra cara,
otro aspecto, la forma más adecuada a su modo de ser, ordenada, limpia,
cuidadosa… ¡Vaya, ahora no está Néstor en su casa! Se habrá ido a la huerta a
enganchar el mulo a la noria; bueno, abro el postigo superior y dejo dentro del
zaguán el yugo… ¡qué frescor hay aquí! Cerraré pronto el postigo para que el
calor de fuera no entre…, así. Aquí, en la calleja puede achicharrarse uno en
menos que canta un gallo. ¿Y el cielo? ¡Si hasta el azul hace daño a los ojos!
No hay un solo vencejo en la torre de la iglesia, ni una golondrina en el alero
del palacio del marqués. Nato, date prisa que el tiempo vuela. Me gustaría
llegar a buena hora a Berrueces. Descansaré un rato en la alameda del Cojo y de
paso recogeré un buen brazado de hinojo para la señora Lucia; sé que lo emplea
para adobar algunas conservas y para cerrar el vientre morado de las
berenjenas… Al llegar a Berrueces, me lavaré en el pilón del abrevadero y
estaré a tiempo para ayudar a los mozos a colgar las bombillas, los farolillos y
las guirnaldas de la verbena, a montar los puestos de bebidas y a colocar en
círculo las ruedas de los carros para cercar el baile. Finalmente, iré a buscar
a Áurea y nos tomaremos juntos un buen vaso de limonada antes de que comience a
sonar la música. Espero que resulte una fiesta memorable…”
Y seis años más tarde, ya casados mis padres y con la
primogénita a su cargo, llegó lo que nadie quería que llegara. Era julio del
36. Las labores de las eras se habían paralizado de repente después de que se
hubieran escuchado unos cuantos disparos cerca de la iglesia. Esos repentinos
disparos, seguidos de gritos de personas y ruidos de puertas al cerrarse,
acabaron con la paz del pueblo y los trabajos del verano a los que estaban
entregados sus habitantes. Los trillos se quedaron inmóviles aplastando el
trigo de las eras y se olvidaron del destino para el que habían sido creados.
Las caballerías que tiraban de ellos desaparecieron en un santiamén en las
últimas callejas camino de los establos. Y en cuanto a sus amos, unos se
agazapaban en la oscuridad de sus viviendas presas de terror, y otros, tras ser
reunidos en una sala del Ayuntamiento, estaban siendo interrogados sumariamente
por gentes vestidas con camisas azules y armadas hasta los dientes. Unos y
otros temían que les pasase lo que han oído que les ha ocurrido a otras
personas de los pueblos de los alrededores desde que el pasado 18 algunos
militares y civiles se levantaron en armas contra el Gobierno democráticamente
instituido. Temían que al día siguiente, la próxima semana o dentro de unos
meses, era cuestión de tiempo, aparecerían bañados en su propia sangre en las
cunetas del camino del palomar, flotando en las aguas del canal de riego,
manchando la sombra de los chopos en la arboleda mientras sus miradas quedaban
fijas para siempre en las altas y calladas copas, o tirados sin miramiento
alguno en los taludes de la carretera de Rioseco. Y sobre todo, junto a las
tapias del cementerio, que, por mucho que fueran blanqueadas posteriormente,
mostrarían a todo el mundo más tarde o más temprano, la acusación incansable de
las manchas de la sangre de los caídos inocentemente. En la sala del
Ayuntamiento reinaba, así pues, el terror en medio de un silencio torturante
que aumentaba el pánico de los interrogados, y que sólo era interrumpido por
los gemidos y los llantos de las mujeres, llantos y gemidos que se encargaban
de hacer callar las voces y las amenazas de quienes habían provocado aquella
nefasta situación que había acabado de repente con la armonía y la paz de un
pueblo que atendía sólo a lo que cada año le ofrecía la tierra a cambio de su
trabajo y, desde luego, totalmente ajeno a los vaivenes de la política y los
desmanes de quienes amparándose en ella hacían sufrir a sus propios paisanos, como
era el caso.
Mientras tanto, en el zaguán de su casa, mi padre se
dedicaba a pulir con una escofina la tapa de un baúl para cumplir un
encargo, y lo hacía sin preocupaciones de ningún tipo porque hasta allí no
habían llegado los disparos de los rebeldes y porque mi madre, en avanzado
estado de gestación, le había dicho antes de salir de casa que se iba a ver a
una amiga suya. El caso es que estando en plena labor, se presentó Honorio, el
de la huerta vecina, que acababa de llegar del pueblo y se había enterado de lo
que estaba pasando en el Ayuntamiento. Apoyado en el postigo inferior, le dijo
que a su mujer la tenían detenida. Mi padre dejó caer la escofina y se acercó a
la puerta con la cara demudada.
--¿Quiénes la han detenido?
--Un grupo de falangistas.
--¿Hay alguien del pueblo entre ellos?
--No, pero dicen que esta mañana lo habían visto hablando
con Serapio, el ovejero, así que algo debe de tener con ellos.
--Ahora mismo me presento en su casa. Antes de que le
hagan daño; ya sabes que está embarazada. Espero que Serapio no se haya
olvidado de que cuando éramos niños estudiamos juntos en la Santa Espina.
Y mi padre, tras darle las gracias por avisarle, cumplió
lo anunciado. Al llegar a la puerta de la casa del ovejero, oyó voces y gritos
que procedían del corral, y en vez de llamar rodeó la casa y se asomó por las
rendijas de la puerta trasera para ver a qué se debía aquel jolgorio. Allí se estaba
celebrando un banquete. La mesa era presidida no por Serapio, el dueño de la
casa, sino por un comensal forastero, trajeado y serio, que en ese momento
escanciaba vino en los vasos de los comensales más cercanos, entre los que se
encontraban Patro, el de la granja, Lucas, el médico nuevo, y el propio
Serapio; los tres ponían sus vasos debajo de la botella empuñada por el
forastero, acompañando el gesto con una servil sonrisa. Cuando el forastero
bien trajeado y serio acabó de llenar los vasos, depositó la botella sobre la
mesa, levantó su vaso y en señal de brindis, dijo con aire triunfal:
--Por la cordura, que al fin sofocará los desmanes del
populacho, corrompido por el veneno de Moscú. –Se llevó el vaso a los labios y
bebió largamente, acto que imitaron los allí presentes. –Luego dejó nuevamente
el vaso sobre la mesa y sonriendo añadió:-- La cordura y un poco de jarabe de
palo, que nunca viene mal.
Mi padre no esperó más: volvió a la puerta principal y
llamó a la aldaba. Salió a abrirle Teresa, la mujer de Serapio, que, al ver la
actitud de mi padre, le pidió calma. Mi padre bajó la voz pero no su intención:
--Tengo que hablar con Serapio. Es muy urgente. Áurea
está detenida en el Ayuntamiento y temo por su vida. Llama a tu marido, por
favor.
Teresa se asustó.
--No lo sabía. Espera aquí. Ahora le digo que venga.
--Hazlo de manera que no llame la atención a los
demás.
--Descuida, Fortu. Ahora te lo traigo.
Mientras tanto, en la sala del Ayuntamiento una fila
de hombres y mujeres, apoyados sobre la pared, avanzaba lentamente hacia la
mesa presidencial donde dos individuos, sentados y con sendas pistolas apoyadas
ante ellos sobre la mesa, les iban tomando a unos y otras datos, nombres,
apellidos, profesiones, lugares de nacimiento, localidades donde habían vivido
antes…, que inmediatamente consignaban en sus libretas. Un tercer individuo
recorría la fila de un extremo a otro esgrimiendo un fusil por si alguno de los
detenidos hacía algún movimiento extraño. De repente, se produjo en la mesa un
pequeño revuelo: uno de los interrogadores se puso de pie muy nervioso y,
demudado el rostro por la ira, empezó a gritar a su interrogado, un minero
recién llegado de Asturias:
--¡Gentuza como tú es la que ha llenado nuestra patria
de rojos! ¡Cabrones de mierda! Pero vuestra hora ha llegado. Y en cuanto
hayamos acabado con todos vosotros, España volverá a ser una, grande y
libre.--Acto seguido se asomó a la ventana y gritó a los suyos, que esperaban
fuera:--¡Aquí tenéis otro! ¡Venid a por él y llevadlo junto a los demás!
A los pocos segundos entraron en la sala tres
energúmenos que también llevaban camisas azules, agarraron al minero por las
ropas y lo sacaron a rastras, mientras voceaban:
--¡Viva España!
--¡Viva España!—contestaron sus amigotes de la sala.
Los gemidos y los llantos se produjeron de nuevo entre
las mujeres de la fila y otra vez fueron acallados por las amenazas de los
falangistas. Entre las mujeres de la fila se encontraba mi madre que, como ya
quedó dicho, estaba en avanzado estado de gestación. Se cogía el vientre con
ambas manos mientras evitaba por todos los medios hacer cualquier movimiento
que llamara la atención de aquellos salvajes. No dejaba de llorar en silencio y
grandes lagrimones resbalaban por sus mejillas. Se acordaba de su hijita de
corta edad que había dejado al cuidado de la abuela Lucia. Se acordaba de su
hombre, que construyendo muebles sencillos y aperos de labranza, ganaba el pan
para ellos. Y se acordaba del ser que latía dentro de ella. Así que temía que la
familia recién constituida se destruyera por el capricho de unos locos. Y no
pudo evitar que se le escapara un sollozo más alto que los demás. La mujer que
había a su lado se contagió de su miedo y rompió a llorar como una
desconsolada.
Uno de los interrogadores de la mesa, que parecía llevar
la voz cantante, estalló:
--Llorad lo que queráis. Aprovecharos. ¡Para lo que
vais a vivir!
Justo en ese momento entró en la sala Serapio, el
ovejero; se acercó por detrás al hombre y le habló al oído durante unos
segundos. El interrogador se giró para preguntarle:
--¿Quién es esa mujer?
--No te preocupes. Yo mismo me encargo de buscarla en
la fila.
--Adelante, camarada.
Serapio recorrió la fila de detenidos y se paró
delante de mi madre, le sonrió y tomándola del brazo le dijo en voz baja:
--Ven conmigo sin decir nada. Eres libre. Estos hombres te
dejan ir.
Mi madre se dejó llevar hasta la calle y luego a la
calleja donde mi padre la aguardaba con el alma en vilo. Serapio dejó que mis
padres se abrazaran largamente y luego les dijo:
--Os aconsejo que hoy mismo os vayáis del pueblo. Es
mejor que no volváis durante un tiempo, al menos hasta que esto acabe.
Mi padre le dio las gracias a Serapio y se llevó a mi
madre a casa.
Y aquel mismo día abandonaron el pueblo, pero no por
un tiempo, sino para siempre.
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